Costumbres funerarias de Oaxaca

Salvador Sigüenza Orozco

Las celebraciones tuvieron importantes cambios durante la separación de la Iglesia y el Estado con las Leyes de Reforma en 1860, cuando la muerte pasó al control y registro del Estado civil y la gente empezó a ser inhumada en los panteones civiles o privados y no en los atrios de las iglesias

 

Las celebraciones de muertos en el área mesoamericana tienen profundidad histórica. Se trata de un conjunto de manifestaciones resultado de la pluralidad cultural y geográfica del territorio. Los ritos que permiten curar la pena por perder a alguien son agrupados por Mendoza Luján en funerarios y de recordatorio. Los primeros se realizan al perder a una persona con la que se comparten experiencias, se efectúan “a partir de su muerte hasta el momento de llevarlo al lugar destinado para su cuerpo-cadáver”. Después de esta etapa suceden los ritos de recordatorio, que se tratan del proceso para recordar el significado y la trascendencia de las personas. Estos ritos comprenden los aniversarios mortuorios y los días de muertos.

En tanto, Elsa Malvido señala que las ceremonias y rituales del día de muertos “son netamente españolas, coloniales, cristianas y en algunos casos romanas paganas, enseñadas por frailes, curas y otros europeos a los indios y mestizos”. Además, apunta que las celebraciones tuvieron importantes cambios en dos momentos: durante la separación de la Iglesia y el Estado con las Leyes de Reforma (1860, cuando la muerte pasó al control y registro del Estado civil y la gente empezó a ser inhumada en los panteones civiles o privados); después, cuando la ideología cardenista recuperó elementos de lo que se consideraba auténticamente mexicano.

El prolongado proceso de evangelización provocó un sincretismo entre las prácticas religiosas mesoamericanas y las celebraciones católicas. Las adaptaciones y modificaciones generaron un complejo ceremonial unificado (Todos Santos/Fieles Difuntos) con formas católicas y contenidos indígenas, popularmente llamado Día de Muertos. Se trata de una celebración íntima y familiar, cuyos elementos más visibles en la actualidad son: la elaboración de alimentos, la visita a los cementerios y la realización de ofrendas domésticas (flores, velas, copal, bebidas, alimentos) mediante altares familiares colocados en una habitación principal. Ahí se ubican imágenes de santos y fotos de los difuntos familiares. Los muertos consumen los alimentos de los altares domésticos; los vivos se alimentan en los cementerios junto a las tumbas.

Los cementerios durante el siglo XIX

Las epidemias de cólera en la primera mitad del siglo XIX provocaron que las autoridades mexicanas dispusieran que los muertos se exhumaran fuera de las iglesias y lejos de los poblados, de ser posible en sitios elevados para que el viento dispersara los hedores y evitar posibles contagios. Así, la frase “visitar a los muertos” significó realizar un paseo para ir a los ahora lejanos cementerios a colocar las ofrendas con las que se arreglaban los sepulcros.

Debido a las distancias que la gente debía recorrer en estas ocasiones, empezaron a surgir puestos de alimentos y bebidas que también se trasladaban a los panteones donde, por el hambre y la sed, se consumían en la tumba de los finados. “La visita a las reliquias ocasionaba verdaderas verbenas populares, pues a la entrada de los templos se instalaban puestos de golosinas, buñuelos, aguas frescas y principalmente de pan y alfeñiques que hacían la delicia de quienes los saboreaban”.

Durante la segunda mitad del siglo XIX las ideas liberales influyeron en el sentido de la muerte y en las ceremonias que implicaban las exhumaciones, el establecimiento y las características de los panteones civiles fueron regulados. Los cambios en este periodo fueron provocados por la separación de la Iglesia y el Estado, por las ideas sobre salud pública, la seguridad higiénica y por la presencia de epidemias. Las ideas que equiparaban nuevos criterios en la organización de la sociedad se respaldaban en los avances científicos, las ideas positivistas y las pautas de lo que se consideraba progreso.

Respecto a los cementerios, se planteó dejar de realizar las inhumaciones en los atrios y bóvedas de los templos católicos, y hacerlo en cementerios construidos exprofeso que debían reunir ciertas características: construirse en alto para que el viento soplara, ubicarse relativamente cerca del centro de la población y tener una barda. Las fosas debían tener determinada profundidad, lo cual era particularmente importante en caso de epidemias.

Al respecto, Andrés Portillo anotó: “La nueva civilización ha mandado poner los cementerios en lugares aislados y cubiertos de vegetales; y nosotros, los modernos, censurando aquella costumbre medioeval lo hacemos con razón, pero no con justicia si se atiende al medio social y político en que vivieron nuestros antepasados”. Los avances en el conocimiento científico y la conformación de normas y reglamentos, provocaron que en la ciudad de Oaxaca se construyeran dos panteones, contiguos y diferenciados por el número (1 y 2), ubicados entre el río Jalatlaco (hoy entubado) y la Cantera municipal (Santa María Ixcotel).

El Panteón 1 se estableció en 1829 a raíz de la epidemia de viruela; cuatro años después, en 1833, sucedió la de cólera. Paulatinamente se levantaron bardas y nichos, también se plantaron árboles. En 1844, al prohibirse inhumar en templos, el panteón empezó a tener mayor uso. De esa década data el Reglamento para el gobierno interior del panteón de esta ciudad, que señaló la ubicación, distribución y medidas de los sepulcros, los recursos y cuotas para administración del cementerio, la exhumación de cadáveres y la existencia de cementerios particulares.

Sobre la ubicación señala: “Todos los fallecidos serán sepultados en el cementerio general, ubicado en el llano llamado de las Canteras; excepciones: gobernadores en ejercicio, esposa e hijos; obispos, priores, maestros y comendadores de las órdenes religiosas; quienes hubieran edificado iglesias o monasterios, y hubieran escogido tumba en ellos; quienes mueran ‘en olor a santidad’ y las religiosas profesas”.

La ordenanza dispuso que el ayuntamiento debía concluir la construcción del cementerio y especificó la forma de construir, la distribución de edificios y los criterios para forestar; además especificó el uso y división de las paredes interiores para nichos: “lienzo sur para ambos cleros, autoridades civiles, militares y municipales de la capital; lienzo poniente para párvulos; oriente y norte para particulares. El plano interior se dividirá en dos cuadrilongos para sepulcros”. Acerca de los fondos para administrar el camposanto, el reglamento precisaba que podían provenir del ayuntamiento, de cofradías de caridad o de limosnas. Asimismo, se especificaban las celebraciones del 2 de noviembre: “Cada año se celebrará un aniversario en conmemoración de los fieles difuntos, de acuerdo con los párrocos, siendo los gastos de cera y de tumba, de cuenta de los fondos del cementerio”. El citado reglamento fue firmado el 5 de septiembre de 1844 por el gobernador Antonio de León y el secretario Benito Juárez.

El obispo de la diócesis solicitó a la asamblea departamental autorización para realizar los entierros en los cementerios de las iglesias. En marzo de 1846 la respuesta fue que, mientras se obtenían los recursos económicos para terminar los panteones fuera de la capital, los cadáveres podían sepultarse en los cementerios de las iglesias. Debido a que no se tomaron las medidas para obtener los fondos, el permiso estuvo vigente varios años.

Después de 1840, los pueblos enviaron al gobierno estatal peticiones para crear cementerios o de permuta de terrenos para los mismos. Por ejemplo, el 22 de noviembre de 1854, Braulio Dueñas, de Yanhuitlán (región mixteca), informó al prefecto de Teposcolula, Manuel Andrade, que las exhumaciones seguían realizándose en los templos católicos, a pesar de reconocerse que había una ley que reglamentaba el proceso.

Dueñas comunicó que la información la recabó a partir de abril de ese año y expuso que, en su parroquia, “desde que se dio la Ley sobre Panteones, se designaron los lugares en que había de formarse, se fijó una cruz y se bendijeron, y en algunos pueblos, cercaron de órganos el terreno dedicado a sepultar los cadáveres, y en otros, con piedras anchas”. Varios pueblos mixtecos se encontraban en la situación expuesta, entre ellos: Yanhuitlán, Yucuita, Sinaxtla, Tillo, Nejapilla, Topiltepeque, Tiltepeque. Sobre la forma de administrar los panteones, el informe precisó que era responsabilidad de los funcionarios que gobernaban cada pueblo y que cuando alguien fallecía, se enterraba sin avisar al cura “porque no pagan ningunos derechos de entierro ni funerales, hasta que se les pide a los fiscales las listas de los que hayan fallecido para asentarlas en el libro parroquial. Solo en la cabecera es en donde está a cargo del cura el cementerio, y es donde se pagan derechos de entierro y funeral, conforme está establecido”.

En 1865 Santa María Ixcotel, pueblo contiguo a la ciudad de Oaxaca, argumentó la existencia de estudios especiales sobre la calidad y la dureza del suelo, y solicitó que no fuera obligado a construir un cementerio porque carecía de un terreno con las características requeridas; por ello, demandaba seguir realizando los entierros en el atrio de la iglesia o que, en su caso, el gobierno les indicara dónde construirlo. En dicha zona el suelo es de tepetate (cantera). Varias cosas eran ciertas: la construcción de panteones era un asunto de salud pública, el gobierno autorizaba las inhumaciones y exhumaciones, previa solicitud, y no existían servicios exclusivos dedicados al tema (no había funerarias).

En 1891, a fin de preparar la Memoria del gobierno del estado, el administrador del Panteón General, Joaquín Colmenares, escribió la Ligera reseña histórica del Panteón General del Estado de Oaxaca. El documento, fechado el 12 de agosto de 1891, contiene varias secciones: I. Fundación y progreso. II. Descripción de sus departamentos comprendiendo su extensión. III. Leyes y reglamentos. IV. Productos y gastos. En general señala que la existencia de epidemias (1829, viruela; 1833 y 1834, cólera) provocó que las autoridades municipales y estatales decidieran construir un cementerio en la orilla de la ciudad, para lo cual tomaron en cuenta la opinión de especialistas sanitarios; sin embargo, por las características con las que el sitio fue construido, se describió que “en vez de aparecer atractivo y respetuoso, era visto por los habitantes con espanto y repugnancia”.

Para tratar de impulsar su uso, en 1844 se prohibieron las inhumaciones en la capital, es decir, en los atrios y bóvedas de los templos, y se dispuso que los cadáveres se inhumaran en el nuevo cementerio. La intención de reconstruir y mejorar el espacio para hacerlo más atractivo y agradable, se enfrentó continuamente a la escasez de recursos provocada por las revueltas políticas y los cambios de gobierno, por lo que la Ligera reseña histórica precisa: “Verdaderamente son de lamentarse los obstáculos, tropiezos y dificultades que se han interpuesto para llevar a cabo una obra que por su buen gusto artístico, bien entendido orden compuesto y solidez, hubiera levantado el arte arquitectónico en Oaxaca y embellecido el recinto sagrado que guarda las cenizas de nuestros padres y nuestros abuelos”.

En 1869 el panteón se amplió; la nueva área comenzó a usarse en 1870. La parte final del documento contiene la estadística anual de inhumaciones entre 1839 y 1890: 25,783 hombres y 23,560 mujeres. En la última década del siglo XIX, por motivos de salud, ya estaba prohibido colocar restos humanos en los nichos. En 1897 el ayuntamiento de Oaxaca decidió ampliar el cementerio. Así surgió el Panteón número 2, al oriente del primero. La obra se concluyó en diciembre de 1899 y entró en servicio en julio de 1901. Asimismo, a finales de 1898 y principios de 1899, se propuso exhumar cuerpos, excepto de quienes murieron por cólera; también se especificaron las medidas de los sepulcros: para adultos, 2.47 m x 1.37 m; para niños, 1.65 m x 1.24 m.

 

Esta publicación es un extracto del artículo “Costumbres funerarias de Oaxaca” del autor Salvador Sigüenza Orozco que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 139:

“Bagdag”. Versión impresa.

“Bagdag”. Versión digital.