Consumo de mezcal, aguardiente y pulque en la Guerra de Independencia

Jaime Olveda

A lo largo de la historia, durante las guerras el alcohol se ha usado como anestésico, estimulante, relajante y para fortalecer el espíritu del combatiente. Cuando el amor a la patria o la defensa de ciertos principios políticos no ha sido suficiente para darse el valor de entrar al campo de batalla, el miedo se ha quitado con el trago, el llamado “coraje líquido”, al grado de llegar en ocasiones a la embriaguez cotidiana en plenos conflictos bélicos. Si, como se ha dicho, no hay “guerra sobria”, y el imperio británico no se podría entender sin el ron, ni el ejército ruso sin el vodka, tampoco se comprendería la guerra de independencia de México sin el mezcal, el aguardiente o el pulque.

 

Para vencer el miedo

Hoy en día disponemos de magníficos estudios sobre el ejército que abordan cuestiones que no habían sido atendidas debidamente como, por ejemplo, las estrategias militares, las fuentes de financiamiento, las ordenanzas, la deserción, el reclutamiento, y la influencia del clima y de otros factores geográficos en las batallas. Pero aún quedan algunos aspectos por estudiar con mayor profundidad, como el comportamiento cotidiano del soldado en el cuartel y en los enfrentamientos, y saber cómo hicieron los oficiales en la primera de nuestras guerras, la de independencia, para lograr que un recluta voluntario o forzado controlara sus emociones y combatiera con arrojo, es decir, sin miedo, sobre todo en las primeras contiendas.

La búsqueda de gloria, de prestigio, de ascenso y reconocimiento social, de un salario atractivo, del botín de la guerra y de los premios o ascensos militares pudieron ser para muchos soldados novatos los alicientes para vencer el miedo que se experimenta en los primeros combates. Pero también se ha podido ver que en todas las guerras los ejércitos han utilizado cualquier tipo de drogas para inculcar valor, a sabiendas de que el miedo inmoviliza a los soldados. Esta práctica tan generalizada derrumba el mito creado por varios historiadores que hicieron creer que el amor a la patria o la defensa de ciertos principios políticos fue lo que animó a los combatientes para no experimentar este sentimiento tan natural.

Es normal que el soldado sienta miedo ante cualquier peligro. Por tanto, su instinto de conservación puede imponerse a la rígida disciplina que exige el ejército y con eso romperse la improvisada cohesión de las unidades militares. Un ejemplo lo tenemos en la batalla de Puente de Calderón (cerca de Guadalajara), en enero de 1811, cuando miles de indígenas insurrectos abandonaron despavoridos el campo de batalla al estallar una granada de mano en uno de los carretones que contenía pólvora. El estruendo asustó tanto que cada quien buscó salvarse, sin hacer caso a ninguna de las órdenes de los oficiales.

La extensión de la embriaguez

Desde el establecimiento del ejército regular en la Nueva España en 1765, hubo informes que reportaron que los soldados y oficiales de las guarniciones encargadas de custodiar las plazas consumían aguardiente, mezcal, vino o pulque. Aparte, algunos estudiosos han destacado la vida difícil que se llevaba dentro del cuartel o en el campo de batalla por las múltiples privaciones y los malos tratos que recibían los subordinados de los mandos superiores. Para retenerlos, animarlos y evitar deserciones, sublevaciones y otros comportamientos que afectaran la disciplina militar hubo que buscar “ciertas válvulas de escape” que amortiguaran los sufrimientos cotidianos. Unas de esas “válvulas” fueron los juegos de azar y el consumo de bebidas embriagantes, aunque lo prohibieran las ordenanzas militares.

El historiador Juan Marchena Fernández menciona que en todos los destacamentos había “viciosos de la bebida”, quienes con frecuencia ocasionaban disturbios o cometían actos reprobables bajo los efectos del alcohol, lo que daba lugar para que muchos fueran arrestados. Añade que los dormitorios de los soldados eran verdaderas cantinas surtidas de una buena cantidad de licor; tal era la extensión de este vicio que un gobernador llegó a decir que “trago y tabaco” eran tan consustanciales con lo militar que debían ser considerados como alimento.

El investigador Christon I. Archer cita que muchos soldados españoles enviados a América eran delincuentes menores o alcohólicos, y menciona que cuando el capitán Fernando Villanueva inspeccionó a los veintiún oficiales encargados del entrenamiento de las milicias fronterizas de Colotlán (hoy parte de Jalisco), encontró que la mayoría eran borrachos, tahúres o conspiradores; uno de ellos, el sargento Vicente Nava, bebía al grado de perder la razón.

El historiador William B. Taylor, por su parte, describe cómo se había extendido la embriaguez en buena parte de la Nueva España, alcanzando niveles alarmantes. Durante la invasión napoleónica a España, cuando se formaron las primeras compañías regulares para defender a la Nueva España de una posible ocupación francesa, el obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, recomendó al virrey Pedro Garibay en 1809 que a los soldados se les pagara en especie (con pan, carne, etcétera) porque con esto se lograba que estuvieran bien alimentados y en forma para la guerra, y se evitaba que gastaran su dinero en bebidas embriagantes, como estaban acostumbrados.

La producción de bebidas embriagantes

Desde los albores del periodo colonial, la elaboración y consumo de bebidas embriagantes estuvieron prohibidos, pero diversas circunstancias impidieron el fiel cumplimiento de estas ordenanzas. En 1749 se creó el Juzgado Privativo de Bebidas Prohibidas para controlar la fabricación y venta clandestina de estos productos. Sin embargo, en la intendencia de Guadalajara no existía esta restricción, por lo que a finales del siglo XVIII hubo un repunte en la elaboración de vino mezcal que dejó buenas ganancias a la Hacienda real. El aumento que registró la producción de esta bebida en Tequila, Amatitán y Magdalena permitió concluir la construcción del palacio de la Audiencia y sufragar los gastos de la introducción de agua a esa ciudad. De manera que cuando las huestes del cura insurgente Miguel Hidalgo llegaron a Guadalajara en noviembre de 1810, no encontraron mayores dificultades para abastecerse del vino mezcal producido en esa región.

Al estallar la guerra de independencia fue más difícil controlar la producción y el tráfico de bebidas embriagantes porque ambos ejércitos, insurgentes y realistas, requirieron de estos estimulantes para alentar a los combatientes. El 4 de mayo de 1811, el virrey Francisco Venegas autorizó la fabricación y el uso libre de esta bebida –conocida en otros lugares como bingarrote–, en Fresnillo y Jerez, Zacatecas, al igual que en Charcas, San Luis Potosí; otras zonas productoras eran Guanajuato, Querétaro, Michoacán y Oaxaca, las cuales abastecían la demanda de las partes beligerantes.

El mezcal en sus distintas presentaciones, así como el aguardiente, fueron las bebidas que más se consumieron durante la guerra. El vino traído de España escaseó mucho por el bloqueo que impusieron los insurgentes al puerto de Veracruz y por la interceptación de los caminos. Fue tal la carencia que el insurgente fray Servando Teresa de Mier se vio en la necesidad de celebrar una misa con mezcal, en lugar de vino, acto que fue denunciado por el párroco de Soto la Marina (hoy parte de Tamaulipas).

El consumo en la guerra de independencia

Una cuestión que hasta ahora no ha sido abordada por los historiadores es el consumo de bebidas embriagantes en los destacamentos insurgentes y realistas para animar a los soldados a participar en algún combate o para retenerlos.

La mayoría de los informes que reseñan la entrada de insurgentes a pueblos, villas y ciudades recalcan que se efectuaron en medio del desorden y saqueo de casas y tiendas de donde obtuvieron dinero, alimentos, ropa, armas, caballos y mezcal o aguardiente, productos que eran tan necesarios como cualquier otro. Cuando los rebeldes llegaron a Guanajuato, después de asaltar y destruir las viviendas de los principales vecinos, se dedicaron a beber sin restricción alguna, tal y como lo describe Lucas Alamán. Fue tal la resaca de los que ingirieron licor que al día siguiente aseguraron que estaba envenenado. En Valladolid (hoy Morelia), en octubre de 1810, también se excedieron en comer y en beber aguardiente que sustrajeron del almacén de Isidro Huarte, suegro de Agustín de Iturbide. Diez de ellos murieron a causa de haber ingerido demasiado.

Tanto se había generalizado este hábito que, en los lugares que abandonaban por distintas razones, los realistas como los insurgentes mezclaban alguna sustancia tóxica con el mezcal, aguardiente o pulque que resguardaban, a fin de eliminar al enemigo. En los informes o reportes militares de ambos grupos se consignan estos incidentes.

Como el consumo de bebidas embriagantes entre los insurgentes alcanzó niveles preocupantes, Mariano Jiménez expidió un bando en el valle de Matehuala el 14 de diciembre de 1810, en el que ordenó a todos los jefes que evitaran “la ebriedad que ordinariamente los induce a cometer asaltos y otros crímenes que degradan”. Para remediar esta situación, Jiménez impuso una multa de veinticinco pesos a quien vendiera embriagantes y a los insurrectos que los consumieran. También se encuentran referencias de que Ignacio Allende era uno de los adictos al alcohol; en algunos reportes se le refiere como “el ebrio Allende”.

Viciosos en ambos bandos

En una reunión que tuvo la Junta de Policía de la Ciudad de México en septiembre de 1811, se leyó un documento enviado por el teniente, doctor Agustín Pomposo Fernández, en el que proponía extinguir la ebriedad, “vicio, ciertamente, el más torpe y abominable” porque degradaba a los hombres hasta convertirlos en bestias. Este texto fue remitido por Pedro de la Puente, superintendente de la policía, al virrey Francisco Javier Venegas para que tomara las medidas pertinentes.

Fermín de Reygadas fue otro de los personajes que escribió un texto para reprobar la forma en la que se estaba llevando la guerra. Destacó que la mayoría de los insurrectos eran viciosos y que “toda independencia que no esté sujeta a leyes penales que tengan fuerza para contener el vicio y el crimen con el más severo castigo, no es independencia sino anarquía y desolación”. El presbítero Antonio Camacho, de Valladolid, en un sermón predicado el 1 de mayo de 1811 se preguntaba indignado: “La embriaguez, la disolución, el juego, el robo y los asesinatos, ¿cuándo habían sido tan frecuentes, ni tan públicos?, ¿cuándo se habían visto tan autorizados?”.

En la pastoral que el obispo de Oaxaca, Antonio Bergosa y Jordán, dirigió a sus diocesanos el 30 de junio de 1811 para prevenirlos de los riesgos de la insurrección, comentó que “las hordas insurgentes” estaban compuestas de gente inclinada al vicio del alcohol. Igual imagen difundió Manuel Abad y Queipo al catalogar a los rebeldes como “ebrios y corrompidos con todo género de vicios”. Por mucho tiempo se creyó que tales aseveraciones eran difamatorias y que tenían como propósito desprestigiar a la insurgencia, pero no deben desecharse porque no son del todo falsas.

Sobre todo al principio de la insurrección, los líderes se preocuparon por mantener la disciplina militar con el fin de que sus huestes no incurrieran en la anarquía, pero no obtuvieron buenos resultados. En el bando publicado el 20 de julio de 1812 en Yurirapúndaro, José María Liceaga, vocal de la Suprema Junta Nacional Gubernativa, se quejó del “espantoso desarreglo de las costumbres” a consecuencia de la “furiosa ebriedad” que había roto “los diques del pudor”.

Del lado realista también se encuentran en la correspondencia muchas menciones cortas sobre el consumo de aguardiente o mezcal. Por ejemplo, en carta del 2 de marzo de 1811, Rosendo Porlier, encargado de la pacificación del sur de la intendencia de Guadalajara, pedía a su comandante, José de la Cruz, botellas de estas bebidas para que le “abrigaran el estómago”; tres días más tarde, le agradecía el envío. Esto hace suponer que los responsables de las comandancias realistas tenían almacenadas reservas de estas bebidas para surtir la demanda de sus subordinados.

Cuando José María Morelos sitió el puerto de Acapulco, los insurgentes quemaron todas las ramadas que estaban en la calzada que conducía al castillo, donde encontraron mucho aguardiente, lo que vuelve a confirmar lo que se ha venido diciendo. De igual significado es la carta que envió el realista José Bobadilla sobre los pormenores de este sitio a Pedro Vélez, el 15 de mayo de 1813, en la que anota que “el excesivo aguardiente de pisco que se bebe a todas horas trastorna los sentidos y da lugar a los más disparatados errores”. Aun así, lo que demandó Vélez para resistir el bloqueo insurgente al castillo fueron veinte botijas de aguardiente, bebida que él tomaba diariamente hasta embriagarse.

En las grandes haciendas agrícolas, aparte de almacenar maíz, frijol, trigo, azúcar y otras semillas alimenticias, los propietarios guardaban barricas de aguardiente o mezcal. La vez en que Xavier Mina se apoderó de la hacienda del Jaral (hoy en Guanajuato), propiedad de Juan de Moncada, encontró muchos barriles de aguardiente, de los que se tuvo un cuidado especial, y otros de vino de Jerez, “medianamente bueno”, que bebieron los oficiales insurgentes para festejar el apoderamiento de la finca. Por cierto, la fragata Caledonia que trasladó a ese guerrillero español a tierras americanas estaba provista de una buena cantidad de alimentos, pero también de ron y cerveza embotellada que la tripulación exigía diariamente durante la travesía.

Asimismo, cuando el insurgente Manuel de Mier y Terán llegó a Playa Vicente, en la intendencia de Oaxaca, a principios de septiembre de 1816, encontró un valioso cargamento de cochinilla, vinos y licores. Para evitar el desorden, mantuvo una vigilancia estricta para que los hombres que lo acompañaban no bebieran demasiado.

 

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