¿A qué olían los barcos de los siglos XVI y XVII?

Espumeando como infierno y hediendo como el diablo

Flor Trejo Rivera

El español Eugenio de Salazar describió sus impresiones del viaje en barco que lo llevó de Europa a La Española (hoy República Dominicana y Haití) en 1573: desagradables olores, bosques entre los mástiles, piojos y cucarachas, pasajeros disputando un espacio, así como relajamiento en las costumbres.

 

¿A qué olía un barco?

La vida a bordo durante las largas travesías trasatlánticas implicaba una serie de sufrimientos y desacomodos. Los relatos de pasajeros y las recomendaciones de tratadistas médicos dan cuenta del concierto de aromas que emanaban de los barcos y en numerosas ocasiones se comparaba con los olores del infierno. Un atisbo a las características de estas ciudades flotantes permite comprender la metáfora del barco como el infierno encarnado.

“Las ordenanzas de esta ciudad lo permiten todo”

En 1573 Eugenio de Salazar fletó una embarcación para viajar a La Española –actualmente República Dominicana y Haití– y cumplir con su nuevo nombramiento de oidor en la isla. Junto con su familia y criados, abordó en el Nuestra Señora de los Remedios, cuyo maestre afirmaba que era un navío capaz, velero y marinero. Sin embargo, apenas estuvieron en su pequeño camarote, la fuerza del mar violentó sus estómagos, con lo cual, imposibilitados para moverse y sin mudarse de ropa durante tres días, estuvieron encerrados hasta que se sintieron mejor.

Eugenio de Salazar se dedicó a recorrer el barco y con una pluma ágil y sarcástica retrató sus impresiones sobre la ciudad flotante en la que viajaba. Encontró bosques entre los mástiles, piojos y cucarachas que viajaban como polizones, un lenguaje extraño que no entendía pero que hacía mover el barco, pasajeros disputando un espacio entre los marineros, así como relajamiento en las costumbres. Para mayor sufrimiento, su olfato en diversas ocasiones fue ofendido severamente:

“Hombres, mujeres, mozos y viejos, sucios y limpios, todos van hechos una mololoa y mazamorra [bizcocho podrido], pegados unos con otros; y así junto a unos, uno regüelda [eructa], otro vomita, otro suelta los vientos, otro descarga las tripas; vos almorzais, y no se puede decir a ninguno que usa de mala crianza, porque las ordenanzas de esta ciudad lo permiten todo.”

Los pasajeros que se subían por vez primera a un barco se encontraban frente a un espacio donde, a pesar de algunas semejanzas con la vida en tierra, debían de adaptarse al idioma y territorio de los navegantes. La novedad de las maniobras, el temor ante un medio hostil como el agua y sus profundidades, la estrechez del lugar y la necesaria convivencia con los marineros, los animales y otros compañeros de viaje, sumado a las posibilidades de sufrir un mal tiempo o ataque en alta mar, dejaban tan honda impresión en los viajeros que una vez puesto el pie en tierra juraban nunca embarcarse de nuevo. Y es precisamente en la pluma de los resignados pasajeros donde encontramos el bouquet propio del barco.

El diario de fray Tomás de la Torre es un ejemplo ilustrativo de los sufrimientos en alta mar. Reseña el periplo de 48 religiosos comandados por fray Bartolomé de las Casas, que en el verano de 1544 zarparon de Sanlúcar de Barrameda, en Cádiz, con destino final a la provincia de Chiapas. Navegaron en un periodo de mucho calor y con poco viento, con lo cual no podían avanzar de manera significativa. Sumado a ello, su embarcación tenía poca estabilidad debido a que iba mal lastrada y escoraba peligrosamente hacia uno de sus costados. Tal era la inclinación del barco que aquellos que iban acostados prácticamente quedaban de pie, por lo cual tuvieron que atar un cabo a lo largo del navío –de popa a proa– para caminar en el barco sin caer al mar. Al igual que con el oidor Eugenio de Salazar, el mareo hizo presa de todos con las consabidas consecuencias:

“El viento era bueno, aunque poco. En breve nos dio la mar a entender que no era allí la habitación de los hombres y todos caímos almareados como muertos, que no bastara el mundo a hacernos mudar de un lugar; solamente quedaron en pie el padre vicario y otros tres; pero tales estaban los tres que no podían hacer nada, solo el padre vicario nos servía a todos y nos ponía bacines y almofías para vomitar que no se daba a manos ni se le podía valer […] No había remedio de hacernos comer bocado, aunque íbamos desmayados; no se puede imaginar hospital más sucio y de más gemidos que aquel.”

Los sufrimientos de los resignados religiosos fueron numerosos a lo largo de la travesía hasta el Nuevo Mundo, con lo cual el barco y sus espacios, más los aromas propios de las actividades indispensables a bordo, causó tal impresión que, de hospital, el navío se transformó en una cárcel:

“Y porque los que no saben de la mar entiendan algo de lo que en ella se padece, especialmente a los principios; primeramente el navío es una cárcel muy estrecha y muy fuerte de donde nadie puede huir aunque no lleve grillos ni cadenas y tan cruel que no hace diferencia entre los presos, igualmente los trata y estrecha a todos: es grande la estrechura y ahogamiento y calor. Hay en el navío mucho vómito y mala disposición que van como fuera de sí y muy desabridos, unos más tiempo que otros y algunos siempre; […] hay infinitos piojos que comen a los hombres vivos y la ropa no se puede lavar porque la corta el agua de la mar; hay mal olor, especialmente debajo de cubierta, intolerable en todo el navío cuando anda la bomba y anda más o menos veces según el navío va bueno o malo; en el que menos anda es cuatro o cinco veces al día, aquella es para echar fuera el agua que entra en el navío, es muy hedionda.”

Infierno, hospital y cárcel: eso representaba el navío para quienes se veían obligados a atravesar el mar. ¿Estas comparaciones eran exageradas? Analicemos brevemente cómo eran los barcos en los siglos XVI y XVII.

 

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