En la primavera de 1948 el presidente Miguel Alemán Valdés, a través de su secretario de Relaciones Exteriores, don Jaime Torres Bodet, invitó a México a la notable escritora chilena Gabriela Mistral. Era la segunda ocasión en que la nacida en la pequeña y recóndita ciudad de Vicuña, en el Norte Chico de Chile, visitaba nuestro país. Esta vez venía a ejercer el encargo de cónsul de Chile en Veracruz. Para entonces ya era mundialmente conocida, pues tres años atrás, en diciembre de 1945, había sido condecorada con el premio Nobel de Literatura, convirtiéndose en la primera persona latinoamericana en recibir el preciado galardón y –hasta ahora– la única mujer de habla hispana.
Por esa época, Mistral –cuyo nombre original era Lucila de María Godoy Alcayaga– se encontraba algo enferma. La diabetes y la hipertensión le habían generado algunos estragos físicos; por ello solicitó al presidente mexicano el consulado en Veracruz, para así evitar la altura de la Ciudad de México. Alemán Valdés aceptó la petición y dispuso para ella –y para su pareja, la escritora estadounidense Doris Dana– la hacienda El Lencero, un antiguo edificio cerca de la ciudad de Xalapa que perteneció a un soldado de Hernán Cortés y en el que vivió el expresidente de México Antonio López de Santa Anna.
Una maestra rural
Esta segunda estancia de Mistral en México no se pareció en nada a la primera, que fue de una intensidad y una vorágine creativa sin límites. Aquella vez había llegado a nuestro país en el verano de 1922, con 33 años a cuestas y siendo prácticamente una desconocida para el gran público mexicano. La joven chilena fue invitada expresamente por el flamante secretario de Educación Pública, el filósofo, político y escritor José Vasconcelos, que estaba implementando una revolución cultural y educativa en México.
Vasconcelos conocía el trabajo y la trayectoria de Mistral, tanto en el ámbito literario como en el intelectual y educativo. Desde muy joven, la futura nobel se interesó por la educación y defendió el acceso a esta –derecho que a ella le había sido vedado por su condición de mujer y su precaria situación económica–. Así, siendo casi una niña, con 15 años se convirtió en maestra rural y comenzó a publicar poemas y ensayos en diarios de su país. Recorrió prácticamente todo Chile, fundando escuelas, editando materiales educativos para las comunidades indígenas y capacitando a maestros.
Por ello, Vasconcelos convenció al entonces presidente Álvaro Obregón de invitar a la maestra chilena, para que compartiera con los docentes nacionales su experiencia pedagógica implementada en su país. Hay que recordar que, para entonces, la mayoría de la población en México era analfabeta y que uno de los compromisos de los protagonistas de la Revolución fue atender la grave crisis educativa de la nación y regenerarla a través de la cultura y las letras.
Enseñar siempre
Así, el 19 de julio de 1922, Mistral arribó al puerto de Veracruz, a bordo del barco Orcoma, con la intención de integrarse al gran proyecto cultural y educativo de Vasconcelos: las misiones culturales. En el muelle fue recibida por una comitiva –enviada por el secretario– integrada por la escritora y diplomática Palma Guillén, el director del Departamento de Bibliotecas de la Secretaría de Educación Pública (SEP), Jaime Torres Bodet, y Julio Jiménez Rueda, director del Archivo General de la Nación. Años después, Guillén narraría así aquel momento:
“Fuimos a recibirla al puerto en nombre de la Secretaría. No sé la impresión que Gabriela hizo a Bodet. A mí: que era una muchacha presumida; me pareció mal vestida, mal fajada, con sus faldas demasiado largas, sus zapatos bajos y sus cabellos recogidos en un nudo bajo. Cuando Vasconcelos supo que Gabriela había aceptado la invitación que nuestro gobierno le hizo, me llamó y me dijo: ‘Palmita, va a llegar Gabriela Mistral. Viene a trabajar con nosotros. Yo quiero que conozca bien a México; quiero que vea lo bueno y lo malo que tenemos aquí; lo que estamos haciendo y lo que nos falta. ¿Usted sabe quién es Gabriela Mistral?’. Yo sabía muy poco. Puedo decir, honradamente, que no sabía nada de Gabriela Mistral”.
La joven maestra chilena llegó a un país todavía convulsionado por la Revolución. Guillén y Bodet tenían la instrucción de darle trato de “huésped de honor”, así que la hospedaron en el mejor hotel de la ciudad, el Geneve, en la colonia Juárez. Pronto, Mistral conoció a Vasconcelos y comenzó así el intenso trabajo. Visitaría escuelas, fundaría bibliotecas, recorrería el país del brazo de Palma, redactaría discursos y artículos de prensa, elaboraría materiales educativos y escribiría, junto con el diputado poblano José Gálvez, la Ley de Misiones Culturales, en la que la poeta hizo énfasis en la educación indigenista.
Estando en nuestro país, apareció en Nueva York, en 1922, el que sería el primer libro de Mistral: Desolación, un poemario que entre otras cosas denunciaba el exterminio de indígenas en la Patagonia. Aparte, con la SEP, publicaría dos libros: Lecturas para mujeres. Destinadas a la enseñanza del lenguaje, en 1923 (su segunda obra), en el que recopiló textos con “una mínima parte de la cultura artística” que debía ser difundida particularmente entre las mujeres pobres y campesinas, y Lecturas clásicas para niños, en 1924.
En México, Mistral fue ante todo una gran maestra. Solía decir: “Enseñar siempre. En el patio y en la calle, como en la sala de clase. Enseñar con la actitud, el gesto y la palabra”.
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