Los claroscuros del Porfiriato

Iliana Quintanar Zárate

El Porfiriato es uno de los periodos más controvertidos de la historia de México, pues si bien fue notable el crecimiento económico, también se destacó por el uso y abuso del poder por parte del presidente Porfirio Díaz. Sea visto como desarrollista o autoritario, se trata de un periodo formativo de la historia mexicana y lleno de claroscuros que todavía quedan por esclarecer.

 

Respecto a las polémicas sobre el Porfiriato, el historiador Paul Garner menciona que es posible identificar tres corrientes de pensamiento en torno del periodo: el porfirismo, el antiporfirismo y el neoporfirismo. El primero, realizado en su época, resaltó las cualidades políticas y personales de Díaz para establecer los cimientos del Estado mexicano; mientras que el segundo fue desarrollado como parte de las narrativas revolucionaria y posrevolucionaria que tendían a destacar el autoritarismo político y la desigualdad socioeconómica acrecentada en este periodo, en aras de legitimar la lucha revolucionaria. El neoporfirismo desarrollado a partir de los años noventa del siglo XX, se caracteriza por un revisionismo historiográfico que tiende a equilibrar las dos visiones anteriores para ofrecer una reevaluación histórica del periodo, al analizar su legado en el sistema político posrevolucionario.

El régimen porfiriano tuvo dos pilares en los que cimentó su continuidad: la formación de un sistema político controlado desde el Ejecutivo y el despliegue de su proyecto económico basado en la modernización de todos los sectores. Respecto al pilar político, Luis Medina Peña ha destacado la habilidad del caudillo para establecer un sistema de reglas informales que, sin atentar contra los principios de la Constitución de 1857, evitó enfrentamientos y conflictos entre el poder Ejecutivo y el Legislativo, la federación y los estados, el gobierno y los diversos actores locales con la finalidad de garantizar la gobernabilidad del país. Esto lo hizo porque, a su entrada a la presidencia, Díaz hubo de enfrentarse a uno de los mayores retos: la discordia política provocada por la pugna entre distintas facciones, ya juaristas, lerdistas, iglesistas o conservadores. El desafío no era menor, pues había que formular un sistema en el que no solo tuvieran cabida todas las ambiciones y corrientes políticas para evitar sedición y levantamientos armados, sino que al mismo tiempo asegurara la progresiva concentración del poder en el Ejecutivo.

La negociación en la política

Es bien sabido que una de las principales características de la Constitución de 1857 era el desequilibro de poderes. Para evitar abusos de poder, el texto constitucional había dotado de escasas facultades al ejecutivo federal, lo que a la postre fungió como uno de los principales obstáculos para la gobernabilidad del país, ya que el Congreso de la Unión y los estados de la República ejercían sus derechos frente a las pretensiones del ejecutivo de echar a andar proyectos nacionales. Recuérdese por ejemplo el rechazo de la cuenta pública en tres ocasiones presentada en la década de los sesenta por Matías Romero, a la sazón secretario de Hacienda, al Congreso de la Unión. De ahí que durante la República restaurada fuese muy común la petición de facultades extraordinarias por parte del ejecutivo, ya fuese para sofocar alguna rebelión o para establecer arreglos en la hacienda pública.

La primera estrategia de Díaz para asegurar la gobernabilidad del país fue eliminar la tensión entre la federación y los estados, promoviendo el nombramiento en las gubernaturas estatales de sus antiguos aliados militares, especialmente aquellos que habían participado y apoyado en la Revolución de Tuxtepec (1876). Esto permitió que en su primer periodo de gobierno tres cuartas partes de los gobernadores provinieran de las fuerzas armadas. A decir de Sandra Kuntz y Elisa Speckman, esta estrategia le valdría la formación de cuadros leales que pudieran dar continuidad y alcance nacional a las políticas elaboradas desde la Federación. El patronazgo fue entonces uno de los principales elementos que sostuvo el sistema político porfiriano, ya que, mediante la dotación de recompensas tangibles y recíprocas, Díaz se hacía cada vez más de la lealtad de sus allegados, quienes generalmente expresaban su gratitud con actos de deferencia y adulación hacia la figura presidencial.

La red de lealtades se consolidó durante su segundo periodo de gobierno, es decir después de la presidencia de Manuel González (1880-1884), pues la reforma constitucional de 1887 que autorizó la reelección consecutiva del ejecutivo federal y los estatales permitió tanto la desmilitarización de las gubernaturas a favor de personajes locales leales al presidente, como su continuidad en los gobiernos de los estados. De ese modo, de 1886 a 1903 el número de militares al frente de los estados de la República pasó de veintiuno a ocho, mientras que algunos gobernadores se mantuvieron más de una década en el poder, como Bernardo Reyes en Nuevo León, Teodoro Dehesa en Veracruz y José Vicente Villada en el Estado de México.

La elección de gobernadores afines al régimen implicó una serie de concesiones con el objetivo de mantener el equilibro entre los intereses locales y los nacionales, en aras de lograr la estabilidad política. Dado que los gobernadores podían controlar a las élites locales, había que dejarles cierto margen de acción. La estrategia para lograr ese equilibro político fue un sistema que, si bien respetaba los lineamientos constitucionales sobre las elecciones, también las controlaba. Era bien sabido que quien contaba con el favor del presidente ocuparía el cargo para el que fuese candidateado.

Aunque durante el Porfiriato se realizaron los procesos electorales de manera regular, el presidente elaboraba un listado de nombres para los cargos de diputados y senadores titulares antes de los comicios, mientras que dejaba el nombramiento de los suplentes a los gobernadores, quienes también tenían como facultad el nombramiento de los jefes políticos, la magistratura y los integrantes del Congreso local. De esa forma, el sistema aseguraba cierta autonomía política a los gobernadores, pues por medio de ese mecanismo podían formar su propia red de influencia, a cambio de ofrecer su lealtad a la persona de Díaz para asegurar su continuidad en el cargo. Cabe señalar que, si bien el sistema garantizaba cierto control sobre las élites regionales, esto no necesariamente eliminó toda oposición, como se verá más adelante.

Así, es posible notar que en el régimen político porfiriano predominó la negociación y conciliación, cosa que también se puede advertir en la integración de su propio gobierno. Díaz eligió a miembros de su gabinete dentro de su grupo más cercano e integró a algunos personajes de facciones diferentes, de tal forma que lerdistas (Ignacio Mariscal y Manuel Romero Rubio), juaristas (Matías Romero) e incluso imperialistas (Manuel Dublán) ocuparon las secretarías de Relaciones Exteriores y de Hacienda.

Con el objetivo de eliminar la tensión existente entre las distintas camarillas políticas que componían el Congreso de la Unión, Díaz desplegó un sistema de manipulación de las elecciones y reelecciones de sus miembros, lo que le permitió erigirse como árbitro de los conflictos que pudiesen presentarse entre ellos. Naturalmente, esto hizo que el régimen se volviera cada vez más personalista. Este proceso de concentración de poder en la figura presidencial también se vio fortalecido con la elaboración de varias reformas constitucionales y leyes que tendían a aumentar las facultades de la Federación frente a los estados, tales como el Código de Comercio, el Código de Minería y las leyes de deslinde de terrenos y tierras baldías, entre otras.

Si bien el control de las elecciones de los principales cargos públicos le permitió a Díaz consolidar su autoridad, lo cierto es que la misma estrategia de conciliación y negociación también fue desplegada en los ámbitos militar y eclesiástico. Díaz era muy consciente de que las fuerzas armadas podrían ser un foco importante de insurrecciones y levantamientos; y también sabía que la jerarquía eclesiástica podría negarse a cooperar con el gobierno debido a la aplicación agresiva de las Leyes de Reforma.

 

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