¡Vamos al cine! Les recomendamos “Los hijos de Sánchez”

(Hall Bartlett, 1978)

Marco A. Villa

Jesús Sánchez vivía hacinado con sus cuatro hijos, nietos y pareja en turno en un espacio cuya escasa amplitud era fácilmente depredada por el hacinamiento. Compartían desde la falta de privacidad y los alimentos, hasta los sueños de por fin acabar con la miseria.

 

Dicen que le pusieron “la Casa Blanca” porque uno de sus moradores se parecía a Abraham Lincoln. Entonces era un amplio predio tepiteño con decenas de hogares de escasa higiene que articulaban una vecindad más en el cuadro central de la capital del país. Algunos alojaban talleres con los que sostenían a sus familias e intentaban mantenerlas cohesionadas, a veces a regañadientes. Entre sus residentes había quienes conservaban viva esa añeja historia de campesinos migrando a Ciudad de México para buscarse una mejor vida; otros eran oriundos y alguno más extranjero.

Uno de ellos era el furibundo viudo Jesús Sánchez, quien vivía hacinado con sus cuatro hijos, nietos y pareja en turno en un espacio cuya escasa amplitud era fácilmente depredada por el hacinamiento. Compartían desde la falta de privacidad y los alimentos, hasta los sueños de por fin acabar con la miseria: don Jesús buscando “pegarle al gordo”; su hija Consuelito queriendo ser azafata; Manuel y Roberto, hermanos de ella, siempre ambiciosos... Pero el futuro dentro y fuera de ese Aztlán de lo urbano –como definió Monsiváis a la vecindad–, no parecía que les concedería un mejor destino, pues la falta de oportunidades, las precarias condiciones laborales, la violencia doméstica y el abuso contra las mujeres son el pan cotidiano que nubla sus aspiraciones.

La pobreza es la moneda de cambio en este arrabal capitalino donde viven los Sánchez, que muy lejos está de reflejar esa bonanza económica y social de la que el régimen en turno se vanagloriaba. Ellos, a su vez, también distaban de esa imagen arquetípica del pobre, del humilde, concebida y diseminada entre la sociedad mexicana desde los primeros gobiernos posrevolucionarios, al igual que la de la misma familia, pues en la de ellos se debradaba esa idoneidad formulada desde el sistema político.

Es en este universo marginal en el que se desarrolla la cinta Los hijos de Sánchez, basada en la novela-estudio homónimo publicado en 1961 por el antropólogo estadounidense Yehezkiel Lefkowitz, mejor conocido como Oscar Lewis, quien se avecinó en la propia Casa Blanca para estudiar a los Sánchez, que en realidad eran Hernández. Así, con este y otros trabajos Lewis forjó su mayor aportación conceptual: la cultura de la pobreza, donde esta última no es un estado transitorio que podría resolverse, sino un orden genuino proveniente de las mismas estructuras institucionales que pretendían erradicarla y en el que las prácticas, códigos y más se transmiten generación tras generación.

En México, la novela se publicó por primera vez en 1964. Fue tal el éxito que su segunda edición llegó al año siguiente, al igual que la denuncia a Lewis porque en su libro “no existe picardía, insolencia, palabra soez que no esté escrita y repetida mil veces […] y ello no es nada comparado con la cruda descripción de escenas eróticas y homilías de ebrios, marihuanos, ampones y vagos”, además de que era “antimexicano y subversivo, ya que con toda mala fe presenta solamente aspectos negativos de la familia mexicana de escasos recursos económicos”, e intenta convencer al lector de que solo la integran “vagos y malvivientes”.

Al final la denuncia no procedió, aunque los rumores sobre algunos efectos colaterales como la persecución política de la familia Hernández, que dicho sea de paso, algunos de sus miembros ayudaron a Lewis en posteriores trabajos. En cuanto a la novela, sus adaptaciones al teatro y al cine serían igualmente polémicas y censurables en aquellos días.

 

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Los hijos de Sánchez