En septiembre de 1847 una bandera distinta a la mexicana ondeaba en el mástil de Palacio Nacional. Todo había comenzado en abril de ese año, cuando se tuvo noticia de la derrota en Cerro Gordo, cerca de Xalapa, Veracruz. Una vez franqueado el paso, la capital del país tendría que dar la cara para enfrentar a los invasores. Antonio López de Santa Anna, el general presidente, decidió llevar a cabo uno de sus espectaculares actos teatrales, de los más sonados en la época, cuando convocó a la población de Ciudad de México a unirse en fuerzas civiles para su defensa.
En el Peñón Viejo –a un costado de la actual calzada Ignacio Zaragoza–, sitio que en 1847 sería cercano al paso obligado de las tropas invasoras de Estados Unidos en su camino de Veracruz a Ciudad de México, se llevó a cabo un acto masivo de patriotismo tardío: los mexicanos de todas las clases se alistaron en batallones cívicos con los que el gobierno pretendía organizar la defensa de la capital del país.
Tal como se ve en la película El cementerio de las águilas (1939), protagonizada por Jorge Negrete y dirigida por Luis Lezama, el ardor patrio se mostró en todo su esplendor entre aquellos que por rencillas políticas no habían apoyado al presidente Valentín Gómez Farías, mientras Antonio López de Santa Anna enfrentaba las primeras batallas frente al enemigo. Aquel 9 de agosto de 1847, además de lo “más selecto de la sociedad” que ofrecía a sus hijos para la defensa, el pueblo entero acudió al llamado de la instalación de la Guardia Nacional. Así lo recuerda Guillermo Prieto en sus Memorias de mis tiempos: “En el Peñón, en las llanuras que rodean el cerro, carretones, carruajes, caballos, burros, traficantes agobiados con canastos y tercios, y reverberando en hervidero inquieto; sombrillas, sombreros, toldos, ramas, vestidas con todos los matices y todos los colores imaginables”.
Cuentan los redactores de México a través de los siglos que, en aquella acción, más teatral que de guerra, los sacerdotes del templo de la Profesa habían facilitado la vela o toldo que se utilizaba en la procesión de Corpus para evitar que el sol lastimase a los aristócratas. Como puede suponerse, a pesar de la buena fe de muchos, “aquel paraje se convirtió en paseo y cita de las principales familias que celebraban allí verdaderos días de campo”.
Preparándose para la guerra
Es sabido que de nada sirvió esa parafernalia que conmovió a muchos pero no ayudó a detener el avance de las tropas estadounidenses después de su paso por Puebla. Como medida precautoria ordenada por el ayuntamiento de la capital, cuenta Guillermo Prieto, “se abrieron fosos, se arbitraron recursos, se hicieron depósitos de semillas, se proveyeron cárceles y hospitales, se mandaron quitar las cajas de los coches para que, convertidos en carros, condujeran la madera de la Plaza de Toros que se desbarató para blindajes”.
La misma asamblea municipal había dispuesto que uno de sus regidores, el abogado y filántropo Urbano Fonseca, se diera a la tarea de establecer varios centros de sangre. Para ello, pidió al general Manuel María Lombardini, jefe del Ejército de Oriente, que pusiera a su disposición el local del Colegio de San Pablo que estaba destinado a cuartel y del cual pudo tomar posesión el 16 de agosto, fecha ya cercanísima a los ataques norteamericanos sobre Ciudad de México.
El centro médico se entregó a cinco integrantes de las Hermanas de la Caridad, que eran de origen español, estaban encabezadas por la reverenda Micaela Ayanz y en esa época resultaron muy solicitadas. La labor de acondicionamiento del Colegio de San Pablo tuvo que ser velocísima; en los claustros se instalaron las enfermerías, para lo cual fue necesario cerrar los arcos con adobe, en tanto que las camas se construyeron con las vigas y puertas de la gran plaza de toros contigua. La situación debió ser desesperada.
La batalla de Churubusco
El 19 de agosto, tres días después de haber empezado el acondicionamiento del recinto hospitalario, las tropas extranjeras iniciaron su marcha sobre Padierna y Churubusco; en el primer punto, los mexicanos fueron derrotados por las malas acciones de los jefes y la retirada de Santa Anna, por lo que seguramente los estadounidenses consideraron que tendrían paso franco hasta Ciudad de México. Pero en Churubusco, atrincherado en el antiguo convento que aún sobrevive, se encontraba el general Pedro María Anaya con un ejército formado por paisanos valientes que habían acudido como voluntarios.
Esta batalla ocurrida el día 20, luego de que las fuerzas nacionales resistieran hasta su última munición, arrojó múltiples víctimas que casi de inmediato fueron trasladadas al centro de sangre. Considérese lo que significaría llevar a un malherido desde Churubusco hasta San Pablo, por los rumbos de La Merced. Si a la lejanía agregamos la falta de vías alternas de comunicación, resulta fácil suponer que por la misma calzada debieron mezclarse los heridos con el ejército invasor victorioso, lo que habría provocado una mayor confusión.
El ayuntamiento se percató de todas esas situaciones y, al año siguiente, una vez concluida la guerra y perdido más de la mitad del territorio nacional, el puesto de sangre de San Pablo se convirtió en hospital municipal y se le dotó de servicios para sesenta camas dedicadas a atender de manera primordial a los presos.
Tumulto popular
Es sabido que después de la batalla de Churubusco, los norteamericanos establecieron su cuartel en Tacubaya, a donde entraron el 21 de agosto precedidos por un grupo de los llamados poblanos, “desnaturalizados mexicanos que formaban la vanguardia del ejército invasor, como guías y denunciantes”, según narra Antonio García Cubas en su Libro de mis recuerdos. Durante su estancia en aquella población, los extranjeros propusieron una tregua para abrir una negociación que pusiera fin a la guerra.
Durante el armisticio, Santa Anna permitió la entrada de los estadounidenses a la ciudad para que se apertrecharan de los insumos básicos para su supervivencia. La entrada de los enviados provocó la ira popular y, según narra José María Roa Bárcena, el pueblo comenzó a gritar mueras al invasor y a Santa Anna, a quien calificaba de traidor. Luego impidió el tránsito
de los carros a pedradas, lo que causó heridas a los carreteros e incluso la muerte de algunos. Las autoridades mexicanas enviaron “patrullas de lanceros” para reprimir el desorden, lo que avivó la indignación. El general José María Tornel, gobernador del Distrito Federal, intentó en vano aplacar el tumulto, mismo que solo pudo contener el expresidente José Joaquín de Herrera, comandante general de Ciudad de México.
Derrota y muerte
Vanos fueron los esfuerzos por conseguir la paz en virtud de las casi enloquecidas pretensiones de Estados Unidos, mismas que fueron rechazadas por los comisionados mexicanos. La ciudad se encontraba abandonada, con montones de basura y calles con “pavimentos de tierra floja”, ya que los léperos habían arrancado las piedras que daban solidez a las calles y las habían trasladado a las azoteas para utilizarlas como proyectiles.
La ocasión se les presentó una vez rota la tregua, pero mucho más a partir del bando publicado el 7 de septiembre por Herrera, en el que señalaba que “todo mexicano está obligado a hacer la guerra al enemigo” con las armas que tuviera a su disposición, “como fusiles, carabinas, pistolas o espadas, pudiendo servirse de piedras que se arrojarán desde las azoteas, franqueándoseles las casas con ese objeto”. Este bando –cuyo original se resguarda en el Archivo Histórico de la Ciudad de México– exceptuaba de esta obligación a los enfermos, quienes tenían que entregar al propio Herrera las armas que tuvieran, “ya fueran blancas o de fuego”, para que fuesen empleadas “útilmente”.
Fue así que las hostilidades se reanudaron. El ejército invasor derrotó a los mexicanos en las batallas de Molino del Rey y Chapultepec, donde los llamados Niños Héroes y las tropas que defendían el Castillo cayeron vencidos por los estadounidenses que se adueñaron de Ciudad de México la noche del 14 de septiembre de 1847.
Antes, el 8 de septiembre, día de la batalla de Molino del Rey, los norteamericanos habían atendido también otro asunto: juzgar a los desertores del Batallón de San Patricio, otrora cuerpo de su ejército formado mayoritariamente por irlandeses, quienes desde el principio de la guerra se habían pasado del lado mexicano –entre otras cuestiones, por compartir la religión católica– y después se distinguieron por el valor demostrado en la batalla de Churubusco.
A pesar de los esfuerzos de los mexicanos por conseguir el perdón para ese cuerpo que se había ganado el cariño y respeto del pueblo de México, y en particular de las señoras de San Ángel. Finalmente, 59 fueron enjuiciados: veintinueve fueron sentenciados a la horca y treinta más terminaron ahorcados en Mixcoac el 13 de septiembre, mismo día de la batalla en Chapultepec. Otros nueve fueron “perdonados” y su ejecución se conmutó por la pena de ser marcados –como reses– en la cara con una “D” de desertor, además de ser azotados públicamente. Veinte más fueron ejecutados en la plaza de San Jacinto, en San Ángel.
Llovían piedras y ladrillazos
Desde la madrugada del 14 de septiembre, ante la salida del ejército mexicano de la ciudad y la huida de Santa Anna, el ayuntamiento se presentó en Tacubaya con el jefe de los invasores triunfantes, el general Winfield Scott, para garantizar la seguridad de la población. Presentó asimismo una enérgica protesta cuya parte inicial sentenciaba que si, por los azares de la guerra, la capital estaba ahora en poder de Estados Unidos, “nunca es su ánimo someterse voluntariamente” a ningún jefe o autoridad que no emanara de la Constitución mexicana. Buscaba también garantizar la seguridad de los templos, conventos, hospitales, casas de beneficencia, bibliotecas, archivos, colegios, escuelas y toda la propiedad particular, además de conservar su autoridad en el orden civil y criminal, entre otras cosas que, por supuesto, dada su condición de vencidos, no fueron aceptadas por los invasores.
Sin embargo, Scott se comprometió a hacer cumplir las garantías que fuesen compatibles con la seguridad de su ejército y a respetar la vida de los habitantes; asimismo, nombró al general John A. Quitman gobernador militar de la capital. Por otro lado, impuso a la ciudad una contribución de 150 000 pesos pagaderos en cuatro abonos semanales. Dado el lastimoso estado en que se encontraban las finanzas públicas, el ayuntamiento se vio precisado a contratar un préstamo con don Manuel Lazqueti y don Alejandro Bellangé, “hipotecándoles todas las rentas del Distrito”, como se lee en México a través de los siglos.
Al amanecer del día 14 comenzaron a entrar las tropas invasoras mientras “llovían piedras y ladrillazos desde las azoteas”. Tal como coinciden todos los cronistas de la época, “por todas partes se veían heridos y muertos, riñas sangrientas y castigos espantosos”. Desde ese momento y durante los siguientes días, el pueblo dio muestras de heroísmo y orgullo.
Si quieres saber más sobre la inasión a Ciudad de México durante la intervención estadounidense busca el artículo completo "La ciudad invadida" de la autora Guadalupe Lozada León que se publicó en Relatos e Historias en México, número 120. Cómprala aquí.