En la capital de Nuevo León, dos nombres se hallan en escuelas y calles, y en la ciudad todos los conocen: María de Jesús Dosamantes y Josefa Zozaya. Representan a tantas mujeres que en el anonimato combatieron la invasión de Estados Unidos en septiembre de 1846. Esto es lo que sabemos de ellas…
María Josefa Zozaya
Aunque no fue la única mujer que destacó por su valor y determinación durante la lucha en Monterrey, el hecho de que haya sido la única mencionada por su nombre en una obra tan famosa como Apuntes para la guerra entre México y Estados Unidos, publicada en 1848, contribuyó a su notoriedad, además de que María Josefa pertenecía a una familia distinguida, a diferencia de las anónimas mujeres que también participaron en la batalla, algunas de las cuales –según testimonios de soldados norteamericanos– perdieron la vida durante los combates en las calles de la ciudad.
Viuda a los veintidós años y con su hija mayor de apenas tres, Josefa decidió dejar la vida rural, en el pueblo de Villagrán, Tamaulipas para emigrar a Monterrey; quizá buscaba mayor seguridad. Al parecer, llegó a la ciudad en 1845, pero lo único que podemos afirmar es que en el verano de 1846 ya ocupaba una enorme y bella casa en la plaza principal, frente a la Catedral, propiedad de la familia de su difunto marido, los Garza Flores. Con el pasar del tiempo el edificio se convirtió en el Hotel Continental –calles de Corregidora y Zuazua–, que actualmente es un espacio de la Macroplaza, justo donde hoy se alza el emblemático y moderno Faro del Comercio.
Redoble de tambores
En el verano de 1846 ya soplaban los vientos de guerra que venían de la frontera hacia Monterrey. Las dificultades con Texas y la posterior admisión de ese territorio a la Unión Americana conducirían finalmente a la guerra entre México y Estados Unidos. Los primeros campos de batalla se desarrollaron en la margen norte del río Bravo.
Tras las derrotas de Palo Alto y Resaca de Guerrero, y la evacuación de Matamoros, el ejército mexicano conducido por Mariano Arista se retiró primero a Linares, Nuevo León, y luego regresó a Monterrey. Ante el inminente avance de los norteamericanos sobre la capital nuevoleonesa, desde principios de junio de 1846 comenzaron los trabajos de fortificación de la ciudad que continuaron sin interrupción durante tres meses.
Se edificaron fortines en la periferia, se levantaron murallas de contención, se cavaron trincheras en las bocacalles, se construyeron parapetos sobre los techos de las casas y se abrieron aspilleras o aberturas en las paredes para asomar los mosquetes de los francotiradores. Todo esto causó expectativa y temor entre los habitantes de la ciudad por los acontecimientos que estaban por sobrevenir.
El miedo de la población de quedar atrapada en una batalla sangrienta provocó que algunas familias abandonaran la ciudad. Muchos buscaron refugio en sus fincas, en los alrededores o con familiares en otros poblados. Pero, a pesar de tener la oportunidad de marcharse a Villagrán, Josefa Zozaya tomó la decisión de correr la suerte de los habitantes de Monterrey que decidieron enfrentar al enemigo y con sus hijas permaneció en su casa para enfrentar la situación, cualquiera que esta fuera.
Su casa formó parte del último recinto defensivo del plan de combate del general Pedro de Ampudia, comandante del ejército mexicano, y fue ocupada con tropas, ya que desde ahí se podía dominar el paso de varias calles.
¿Quién era Chepita?
Originaria de Villa Real de Borbón (a partir de 1827 cambió de nombre a Villagrán), un pueblo ubicado en los límites con Nuevo León, a escasos cincuenta kilómetros de Linares, Josefa Chepita Zozaya nació el 12 de octubre de 1822 en una familia acomodada.
De acuerdo con los registros parroquiales de la iglesia de La Inmaculada Concepción (también conocida como de Santa María), en Villagrán, fue bautizada con el nombre de María Eduarda Josefa Francisca Zozaya Valdés. Su padre fue Cristóbal Zozaya Flores, un importante hacendado, y su madre María Gertrudis Valdés del Valle.
Con fuertes raíces en Navarra, España, el apellido Zozaya proviene de Zozaia, una pequeña población al norte de Pamplona, un lugar que con los años se integró como un barrio al actual pueblo de Oronoz, ubicado en el colorido valle de Baztan, casi a la vista de los montes Pirineos y la frontera con Francia.
Su abuelo, el capitán Juan Miguel de Zozaya, había emigrado a México y se estableció en Villa Real de Borbón; fue gobernador de la provincia del Nuevo Santander en dos ocasiones (1786 y 1789) y logró amasar una importante fortuna en tierras y dinero. Al morir en 1798, todo pasó a sus hijos; entre ellos el padre de Josefa.
Poco se sabe de la infancia de Chepita, como era llamada en la familia, con excepción de que debió crecer en compañía de sus hermanos mayores Vicente, José Francisco Javier y María Francisca de Paula; y que cuando tenía trece años, su madre murió, recibiendo “a tiempo los sagrados sacramentos”.
Antes de dos años, el viudo don Cristóbal casó con la joven María Teresa Chavarri, de Ciudad Victoria, Tamaulipas. De este matrimonio nació el último hermano de Chepita, Juan Miguel Zozaya Chavarri, quien vivió hasta 1916 en Linares, Nuevo León. Pero don Cristóbal falleció a los tres años de casado, en 1840. Vicente, el hijo mayor, se hizo cargo de los bienes familiares y del cuidado de sus hermanas María Francisca y Josefa.
Chepita era bella, y justo el día que cumplió sus dieciocho años, en 1840, contrajo matrimonio en la parroquia de su pueblo natal con Manuel Urbano de la Garza Flores, originario de Lampazos, Nuevo León. Urbano era viudo, de veinticuatro años, proveniente de una familia propietaria de ranchos en Nuevo León y Tamaulipas y con un largo abolengo en la región. En los viejos mapas del estado de Tamaulipas había incluso un lugar llamado Garza Flores. Aunque existía cierto parentesco entre los esposos, por el lado materno de Chepita, la iglesia local les otorgó una dispensa para realizar el matrimonio.
Se establecieron en Villagrán y allí nacieron sus hijas: Juana Romana del Refugio y María Trinidad. Urbano se dedicaba a la administración de las distintas fincas que poseía, y tal vez la vida de Josefa hubiera transcurrido tranquila y apaciblemente, criando a sus hijas, como cualquier otra mujer de su época en un pequeño pueblo del noreste mexicano, de no ser por los inesperados tumbos que a veces toma el destino, sobre todo cuando se presenta una tragedia familiar.
A los cuatro años de casada, en octubre de 1844, Manuel Urbano cayó súbitamente enfermo mientras visitaba su rancho El Borrego. A los pocos días falleció “de una fiebre”. La muerte fue tan repentina que no hubo tiempo para que recibiera los últimos sacramentos o para hacer su testamento. Josefa decidió, pues, emigrar a Monterrey.
La batalla
El 19 de septiembre de 1846, una sólida columna con cerca de 6 250 soldados norteamericanos se presentó ante Monterrey, por el camino que venía del río Bravo, seguida con sus cañones y cientos de carretas de suministros.
Desde la Ciudadela, el principal fuerte mexicano que dominaba el acceso por el norte, la artillería nacional de grueso calibre abrió fuego. El eco de las explosiones retumbó en toda la ciudad para anunciar la apertura de las hostilidades.
“Las familias que hasta entonces no habían emigrado –narró Guillermo Prieto– ahora abandonaban en tropel sus hogares con el terror en los semblantes. Escenas de dolor y ternura se veían por todas partes... la joven sosteniendo los pasos del trémulo anciano, el padre cariñoso llevando en brazos a sus hijos”.
Durante los siguientes días, la batalla estalló con una violencia nunca antes vista en Monterrey. Una serie de asaltos y ataques frontales de los yanquis fueron respondidos por los cañones y la caballería mexicana, que iban de la periferia hacía el interior. Los primeros enfrentamientos se dieron en torno a los fortines en los suburbios. Luego los norteamericanos avanzaron hacia el interior de la ciudad el 21 de septiembre, pero esta se encontraba adecuada para dar la batalla en las calles, un tipo de conflicto urbano para el que los invasores no estaban preparados ni entrenados para enfrentar.
El general Zachary Taylor sufrió la más grande derrota de la guerra de invasión en los callejones del oriente de la ciudad. El saldo de bajas fue de cuatro a uno a favor de los mexicanos. Nunca supusieron que las calles se hubiesen convertido en una trampa mortal y que una división entera pudiese quedar atrapada entre el fuego de los cañones, los francotiradores y de los atrincherados en esas callejuelas.
“El 23 [de septiembre] al amanecer –escribió un oficial mexicano– ya se había abandonado la primera línea y reconcentrado en la última toda la fuerza, que quedó reducida al pequeño recinto de la Plaza de Armas, blanco de las bombas y granadas. Los americanos fueron por consiguiente dueños de toda la población, que penetraron en el acto, orando paredes y circundándonos de rifleros, que antes eran nulos y entonces ya se hacían respetables”.
Posesionados de algunas casas contiguas a la plaza principal, varias compañías de Rifleros de Mississippi, armados con sus rifles Whitney de cañón rayado, abren fuego desde la parte alta de los edificios. Los soldados mexicanos, apostados en las azoteas aledañas, también desde la casa de Josefa Zozaya, responden al tiroteo y el combate se generaliza por entre los techos. Las balas silban, caen como granizo y rebotan en los muros de sillar de los parapetos.
Las municiones se consumen y es necesario pertrechar a las tropas. Es en este punto en que aparece mencionada Josefa Zozaya por Guillermo Prieto, como si tuviera una cita con el destino, y que, con valor y determinación, enfrenta su momento sin imaginar que con este acto pasará a la historia. Ante el riesgo de perder la vida, Chepita sube a la azotea y, desdeñando la mortal precisión de los “rifles Mississippi”, lleva pólvora y balas a los que las necesiten, lo que entusiasma a los combatientes.
José María Roa Bárcenas, David Alberto Cossío, Ricardo Covarrubias, Santiago Roel y muchos otros historiadores y escritores han descrito este acto valeroso: “aprovisionó a los soldados”; “logró infundirles ánimo en la lucha”; “inyectó nuevos alientos a los defensores”.
En Apuntes para la guerra entre México y Estados Unidos, Prieto se encargó de redactar el capítulo de la batalla de Monterrey con base en relatos de los testigos, como el coronel Manuel Robles; su hermano, el capitán Luis Robles, y del propio general en jefe del ejército, Pedro de Ampudia. Escribió:
Sublime como las heroínas de Esparta y de Roma, y bella como las deidades protectoras que se forjaban los griegos, se presenta la señorita doña María Josefa Zozaya […] entre los soldados que peleaban en la azotea; los alienta y municiona.
Su osado acto, al presentarse en la primera línea del combate durante uno de los momentos más difíciles del conflicto, ha sido justa razón para que la ciudad la haya consagrado como la “Heroína de Monterrey”.
Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "Las valientes mujeres que enfrentaron la invasión norteamericana a Monterrey en 1846" de los autores Ahmed Valtier y Pablo Ramos, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 111.