Nombrado generalísimo por el Congreso de Anáhuac, Morelos se obsesionó con la idea de posesionarse de su natal Valladolid, la cual intentó conquistar durante su quinta campaña en la Guerra de Independencia en Nueva España. A pesar de contar con sus dos militares de mayor confianza, Matamoros y Galeana, las fuerzas del ejército virreinal, al mando de Ciriaco de Llano, acompañado de su segundo, Agustín de Iturbide, vedaron la tentativa, derrotaron al insurgente en las afueras de la ciudad, en Lomas de Santa María, y le infringieron un daño casi irreparable del que jamás pudo recuperarse.
Preámbulo de la batalla
La insurgencia novohispana había tratado de institucionalizarse, primero por medio de la Suprema Junta Nacional Americana, que se estableció el 21 de agosto de 1811, y después con el Congreso de Anáhuac, instalado en Chilpancingo el 14 de septiembre de 1813. Este esfuerzo se debió en gran parte a las pretensiones del cura José María Morelos y sus allegados, sobre todo Carlos María de Bustamante, quienes pensaban que su reunión sería la única y más perfecta forma de legitimar al movimiento armado. Además, se veía realizada la instrucción que había dado Miguel Hidalgo sobre la reunión de “un Congreso que se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares de este reino”.
Este cuerpo, en el que estaban representados los intereses de la revolución armada, creyó conveniente nombrar para el poder Ejecutivo al que sería conocido como Siervo de la Nación y se le concedió el grado de generalísimo el 15 de septiembre de ese mismo año, solo un día después de que el Congreso abriera sus sesiones. Así, Morelos se convertía en el líder indiscutible del movimiento, a pesar de tener en contra la opinión de Ignacio López Rayón, exvocal de la Junta de Zitácuaro, a la que el propio Morelos disolvió algunos días después de su designación.
Simultáneamente, el gobierno virreinal estaba desarrollando una campaña en contra de los rebeldes. El virrey Félix María Calleja estaba decidido a acabar con la insurrección, y además a lavar la deshonra que Morelos le había propinado en Cuautla Amilpas en mayo de 1812, al romper el sitio realista cuando él era comandante del ejército virreinal. Por eso, Calleja ordenó al comandante del Ejército del Norte, Ciriaco de Llano, perseguir y destruir al generalísimo. La contrainsurgencia debía reconfigurarse ahora que el movimiento armado había tomado más claros matices separatistas, ya que el 6 de noviembre de 1813 se publicó el Acta Solemne de la Declaración de Independencia de la América Septentrional, con lo que la lucha armada se asumía explícitamente como un movimiento independentista.
Dos días después de esta declaratoria, Morelos salió de Chilpancingo con dirección a Valladolid en busca de obtener un nuevo triunfo que revitalizara a la insurgencia y con el firme objetivo de apoderarse de esa ciudad tan importante, capital de intendencia y sede de obispado. Un mes después de su partida, llegó a sus cercanías, acompañado de sus lugartenientes más importantes: Mariano Matamoros y Hermenegildo Galeana, además de Nicolás Bravo, Antonio Sesma y Manuel Muñiz. Por su parte, Llano, que se encontraba en Zinapécuaro, se dirigió también hacia Valladolid junto a su segundo hombre al mando, Agustín de Iturbide, que se encontraba en Indaparapeo. Se reunió con él en Charo, desde donde desfilaron hacia el encuentro de los insurgentes.
“A un paso de Valladolid”
Las fuerzas virreinales estaban formadas por el Escuadrón de Dragones de México, cuyo capitán era Juan Miñón; los Dragones Fieles del Potosí, comandados por el teniente coronel Matías de Aguirre, y la división que comandaba Iturbide: el Batallón Provincial de Infantería de Celaya. En el camino hacia Valladolid, recibieron correos del comandante de las fuerzas que defendían la ciudad, el teniente coronel Domingo Landázuri, quien avisaba que el enemigo se estaba acercando peligrosamente con alrededor de 20 000 hombres, suma que era a claras luces exagerada. Ante ello, aceleraron la marcha y llegaron el 23 de diciembre a la loma del Zapote, donde se abalanzaron sobre las fuerzas de Morelos, cerrando una pinza junto a las tropas defensivas de la ciudad, lo que provocó que los insurgentes recularan estrepitosamente, no sin antes perder, según el informe de Llano, parte de su infantería y su caballería, más unos doscientos hombres que cayeron prisioneros y fueron fusilados; un total de setecientos elementos. Desesperado, Morelos escribió en la mañana del día siguiente a los hermanos López Rayón para pedirles que le dieran alcance y así apoyarlo en Santa María, donde se había fortificado el caudillo.
A pesar de haber dado un golpe de autoridad, Llano e Iturbide sabían que no habían ganado nada aún, y la tarde del 24 de diciembre, la Nochebuena, reorganizaron sus filas, de las que quedó al frente “el bizarro señor coronel Iturbide”, como lo describe el político e historiador Lucas Alamán. Al frente de una compañía de Marina que servía en esa provincia, de los cazadores del regimiento fijo de México, unos 230 caballos y una pieza de artillería, este comandante se dirigió a hacer el reconocimiento del frente enemigo. Además, cuando Iturbide estuvo a tiro de cañón de los rivales, Llano envió para apoyarlo a su ayudante de campo, el capitán Alexandro de Arana, que llevaba tres compañías del fijo de México, y al capitán Vicente Filisola, que comandaba a 150 elementos de caballería.
Por otra parte, aunque Ignacio y Ramón López Rayón habían hecho caso omiso del llamado de Morelos, el Congreso había enviado alrededor de mil caballos para reforzar a la expedición, con lo que sumaban cerca de 5 000 insurgentes. Y seguramente pensando en que era inevitable que esa noche se presentara una nueva escaramuza ante las fuerzas virreinales, el cura ordenó a sus hombres que quienes tuvieran descubiertas cara, manos y piernas se las pintaran de color negro, quizás con la intención de intimidar o para tener un claro distintivo frente al enemigo; sin embargo, con lo que no contaban los insurgentes era con la maña militar que había desarrollado luego de tantos años el coronel miliciano Iturbide.
Una vez que la oscuridad de la noche se apoderó de las serranías de Lomas de Santa María, Iturbide aleccionó a un corto grupo de sus hombres para que de una manera muy rápida atravesara el campamento rival, hicieran escándalo y dispararan a los soldados rebeldes, mientras otra parte de su fuerza contenía el embate de la caballería de Matamoros. Todo ello sería realizado mientras la tropa de Morelos se encontraba relajada. El cura no estaba preparado para un embate así, por lo cual Iturbide pudo tomarlo por sorpresa e incursionar en el centro de sus filas, por la loma escarpada que era “casi inaccesible”, con un bullicio que provocó que los desconcertados insurgentes comenzaran a hacer fuego en la dirección del sonido de los cascos de los caballos, es decir, contra sus mismos compañeros que al mando de Luciano Navarrete habían llegado al campamento. Así, al pasar a gran velocidad, Iturbide pudo salir ileso con sus fuerzas, a las que no alcanzaron los proyectiles enemigos, dejando una cantidad enorme de bajas para los insurgentes, pues todos los disparos que acertaron fueron a dar al pecho de sus correligionarios.
Consecuencias de la derrota insurgente
El comandante Llano señaló estar “muy satisfecho, en general de la conducta militar de todos los jefes, oficiales, y soldados de este ejército”, pero particularmente recomendó ante el virrey Calleja a su segundo, el coronel Agustín de Iturbide, quien había “desempeñado mis encargos a toda mi satisfacción” y además había tomado por trofeo dos banderas y cuatro cañones de los veintisiete que perdió el enemigo. Asimismo, se acercaron lo suficiente a la tienda de campaña de Morelos, la que “hicieron pedazos a cuchilladas, y por poco no lo cogen a él mismo”. Lo que sí lograron fue la captura de su confesor Miguel Gómez, cura de Petatlán, fusilado el día 28 de diciembre, así como herir a Juan Nepomuceno Almonte, hijo del Siervo de la Nación.
Los líderes insurgentes salieron de la zona y la tropa que quedó allí se dispersó rápidamente al ver que aquellos habían huido. Solo Hermenegildo Galeana, Nicolás Bravo y Guadalupe Victoria lograron recuperar parte de su armamento antes de abandonar la loma, más los cien hombres que pudieron huir por Acaten con el Siervo y otros tantos con Matamoros por Atécuaro. La pérdida para Morelos fue de cerca de 2 000 elementos, así como municiones, víveres y “menudencias”, a cambio de no más de veinticinco muertos y sesenta heridos.
El día de Navidad el obispo electo de Valladolid, Manuel Abad y Queipo, relató con “satisfacción, el desastre de Morelos frente a Valladolid”, en Lomas de Santa María, que era “la boca” de aquella ciudad. Por su parte, Juan N. Rosáins señalaba a Carlos María de Bustamante en Zirándaro, el 10 de enero de 1814: “Lloremos compañero la total ruina del ejército del sur […] maldigamos los montes de Santa María”.
Con esta victoria, Iturbide demostró que Morelos no era invencible. Había podido batir al más importante caudillo de la insurgencia en ese momento, logrando a su vez el triunfo más importante que realizaría en toda su etapa al servicio de las armas reales. Aunque antes había salido victorioso de sus enfrentamientos ante rebeldes como Albino García, Chito Villagrán, José María Cos, José María Liceaga y los hermanos López Rayón, fue sin duda la derrota propinada a Morelos en la tierra natal de ambos la que más prestigio dio al miliciano.
El grado que Iturbide ostentaba era el de coronel, conferido por el virrey Calleja en abril de ese mismo 1813, pero esta vez no obtuvo ascenso alguno, lo que hace pensar que ese era el nivel máximo al que podía acceder un criollo durante estos años de la guerra, pues sin duda lo acaecido en Santa María fue mucho más meritorio que la victoria en Salvatierra (Gto.) ante los “Rayones”, por lo cual le confirieron dicho grado. No fue sino hasta septiembre de 1815 cuando fue designado comandante del Ejército del Norte, con lo que le quedaron encargadas las intendencias de Michoacán y Guanajuato, esta última bajo su control desde abril de 1813.
Por su parte, la insurgencia fue reagrupándose poco a poco y los oficiales de Morelos se reunieron al poco tiempo en su huida hacia el sur de la intendencia de Michoacán, en Tacámbaro, para luego dirigirse a Puruarán, donde el generalísimo fue acometido por el mismo Llano recién entrado el año de 1814. Ya las fuerzas rebeldes contaban con 3 000 hombres y unos veinte cañones, por lo que, confiado en ellos, el cura Morelos aguardó al enemigo; se encontraban con él Ramón Rayón, Matamoros y el intendente Sesma. No obstante, la planicie en la cual se estaban fortificando presentaría una desventaja para los defensores, quienes con trincheras de piedra buscaron poner freno a la artillería enemiga.
En la vanguardia quedó Matamoros, en tanto que Morelos se retiró a seis leguas de ahí, en la hacienda de Santa Lucía, desde donde observó el 5 de enero que los cañones enemigos destrozaban las piedras colocadas estratégicamente en zanjas, ante lo cual se verificó la retirada por el único escape posible: la estrechez de un puente. Muchos cruzaron a nado por el vado del río, lo que facilitó la labor de Francisco de Orrantia y del propio Iturbide, quienes provocaron la muerte a cerca de seiscientos hombres y la prisión de otros tantos, entre ellos Matamoros, que fue delatado por un traidor. Con esto se daba el colofón a la campaña del Siervo de la Nación, quien además de ser derrotado en su tierra natal, había perdido a su brazo derecho. Matamoros fue fusilado en Valladolid el 3 de febrero siguiente, luego de que el gobierno rechazara el canje de doscientos prisioneros que ofrecía Morelos por la libertad del cura.
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