Saqueo, muerte y alianzas con piratas en Campeche en 1663

Adriana Rocher

La más grande flota de bucaneros, a las órdenes de sir Christopher Mings, se dio al saqueo desenfrenado en San Francisco de Campeche durante varios días de 1663. Pero lo extraño del asunto fue que no tocaron los haberes del rico español don Antonio Maldonado de Aldana.

 

23 de febrero

Habían pasado catorce días desde su desembarco en San Francisco de Campeche y seis de que su armada entera atracase en el vecino pueblo de Lerma con objeto de “hacer aguada”. Pero no se piense que los caballeros piratas se cansaron mucho llenando pipas y vasijas; ¡no señor!, esa labor la dejaron a los campechanos, a quienes guardaron esa última humillación. Nadie los estorbó; ni un alma alteró su reposo o su borrachera o lo que fuera que estuvieran haciendo en sus navíos; no había de qué preocuparse mientras tuvieran en su poder a los 36 rehenes escogidos de entre lo más granado del vecindario porteño, varios de ellos heridos, algunos de extrema gravedad, a los que negaron los auxilios más básicos a los que la humanidad obliga.

Llegado el momento de partir liberaron a los secuestrados, algunos de los cuales no eran ya otra cosa que cuerpos inertes, cuya muerte vendría a oscurecer aún más esa negra noche iniciada dos viernes atrás. Pero la luz no llegaría ese 23 de febrero, día de su liberación. Aún quedaban semanas de hambre para los sobrevivientes, pues los filibusteros habían arriado con todos los bastimentos almacenados en las bodegas del puerto. Las remesas de alimentos provenientes de Mérida no tardaron en llegar, aunque no pasaban de ser apenas un paliativo para tanta desgracia. No es de extrañar que se temiera la despoblación de San Francisco de Campeche; y sí, muchos se fueron, pero otros más se quedaron, permitiendo con su presencia la supervivencia de la maltrecha villa.

Al tiempo que recogían los pedazos de sus vidas rotas, algunos vecinos tal vez se preguntarían si sus tratos comerciales –así fueran pequeños– con contrabandistas de naciones enemigas habrían tenido algo que ver con el ataque; más aún, no sería de extrañar que hubiera quien encontrara alguna cara conocida entre las hordas filibusteras ya que, por regla general, los contrabandistas ejercían también de piratas y viceversa. La general carestía, provocada en buena parte por el restrictivo sistema comercial impuesto por la Corona española, hizo del contrabando una actividad no solo rentable sino, incluso, a veces necesaria para abastecer a los habitantes de la región. Sí, quizá habían pecado, pero ¿por eso merecían el infierno que estaban viviendo?

Un caso afortunado

Y mientras unos, los más, se ahogaban en su pena, otros navegaban venturosos entre ese mar de lágrimas sabedores de que la desgracia general les traería la gracia personal. Uno de esos escasos afortunados era Antonio Maldonado de Aldana. Desde su llegada a la villa de Campeche unos veinte años atrás había seguido una controversial carrera en la que destacaban oscuros negocios con contrabandistas ingleses y holandeses, justamente las dos nacionalidades que integraban las huestes de Christopher Mings. Antes de 1663, los gobernadores yucatecos intentaron en vano echarle el guante, pero sus buenos contactos en México y Madrid le salvaron el pellejo en más de una ocasión. A sus amistades peligrosas se debió que en varias ocasiones barcos con bandera no amiga merodeasen airosas por la rada campechana.

Producido el desembarco del 9 de febrero, Maldonado de Aldana se hizo cargo del único fuerte que los filibusteros decidieron no atacar. Mientras sus rivales en el cabildo o en el comercio local cayeron víctimas de los disparos enemigos o recibieron el tratamiento especial que los piratas dispensaron a sus rehenes, don Antonio salió sin un rasguño con todo que se batió como nadie, defendió más que nadie y mató más piratas que nadie… O por lo menos eso contaban los informes del menguado cabildo porteño, narraciones en las que es difícil no adivinar su ahora todopoderosa influencia dirigiendo la pluma del escribano.

Y es que, ya sin competencia en el frente, Maldonado de Aldana se convirtió de facto en la cabeza de San Francisco de Campeche, lo que se puso de manifiesto cuando fue él quien entró a la plaza de armas “a usanza de guerra” para pactar la rendición de la villa, acción por la que el capitán corsario lo premió encargándole supervisar el “mejor avío de su aguada”. Mirarlo con sospecha es casi inevitable pues, o Maldonado de Aldana era el más suertudo de los hombres, o es que lo era porque tenía pacto con el diablo, un diablo al que no dejó de frecuentar después de 1663; antes bien lo hizo con más descaro y a mayor escala que nunca. Actividades como la suya no dejaron de ser denunciadas por los riesgos que entrañaban para la seguridad de la villa. La experiencia lo enseñaba; los campechanos lo habían aprendido a la mala pero, desafortunadamente, esa y otras lecciones dejadas por el desembarco de Mings pronto serían olvidadas; parecería que la vieja máxima “la letra con sangre entra” no era solo aplicable al alfabeto, pues muchas más sangre habría de correr antes de que San Francisco de Campeche y sus gobernantes, de este y del otro lado del Atlántico, pusieran manos a la obra para así poner fin, de una vez y para siempre, a ese capítulo de su historia.

 

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Piratas en Campeche