Santa Apolonia de Alejandría, la patrona de los dentistas

Antonio Rubial García

El martirio de Santa Apolonia fue modificándose con el tiempo para minimizar el episodio de su suicidio y poner énfasis en la tortura con la que le arrancaron los dientes.

 

En su Leyenda dorada, fray Jacobo de la Vorágine narra así la insólita muerte de Santa Apolonia: “Viendo la santa que el fuego ya estaba encendido y que las llamas crepitaban, tras de pensar un momento lo que debía hacer, de repente se desasió de quienes la sujetaban y corrió a lanzarse por sí misma a la hoguera con que la amenazaban, dejando atónitos a los promotores de aquella crueldad, al comprobar que la anciana mujer se mostraba más dispuesta a arrostrar tan temible suplicio que ellos mismos a aplicárselo”. El autor dominico se vio obligado a señalar a continuación que Apolonia “se comportó tan serenamente en medio del fuego cual si sus brasas no quemaran ni causaran dolor alguno”. No parecía preocuparle, sin embargo, aclarar algo que saltaba a la vista: la supuesta mártir se suicidó al arrojarse ella misma a las llamas sin esperar a que lo hicieran sus verdugos.

El tema del suicidio era especialmente sensible para el cristianismo de los primeros tiempos, pues en el Nuevo Testamento aparecía uno paradigmático: el de Judas Iscariote. La muerte por ahorcamiento del “perverso traidor” contrastaba con el martirio de Cristo; ambas habían sido deliberadas, pero frente a la ilícita y egoísta de Judas se exaltaba la salvadora y amorosa de Jesús. El martirio, entrega voluntaria a la muerte por proclamar la fe de este último, no era considerado suicidio, pues estaba avalada por las palabras del Evangelio de San Lucas (12, 8-12): “A quién me confesare delante de los hombres, el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios. El que me negare delante de los hombres será negado delante de los ángeles de Dios”. La misma etimología de mártir (que significaba testigo), estaba asociada con aquella persona que daba testimonio público de su fe sin importar las consecuencias.

Sin embargo, durante los tres primeros siglos de nuestra era, la entrega al martirio no era aceptada por todos los cristianos y fue uno de los temas más discutidos por los teólogos. Algunos creyentes, considerados heréticos, veían el martirio como suicidio y creían que era válido el renegar de la fe falsamente para salvar la vida. En contraste, para la mayoría de los padres apologistas, el ofrecerse voluntariamente a la tortura y a la muerte eran no solo la forma más abierta de imitar a Cristo, el primer mártir, sino además el camino más seguro para llegar al cielo. Los “herejes” eran considerados unos cobardes por los pensadores católicos, aunque aconsejaban que el creyente debía ocultarse para no ser descubierto y mantenerse vivo para predicar la palabra. El martirio para ellos debía aceptarse cuando llegara, pero no buscarse afanosamente como un fin por sí mismo, pero insistían en que la sangre de los mártires fertilizaría la tierra y daría como fruto nuevas conversiones.

Para el siglo IV, con el triunfo de las iglesias helenísticas “ortodoxas” gracias al apoyo del emperador Constantino, no había duda de que el martirio había sido la forma más sublime de llegar a la santidad. Bajo la protección imperial, los obispos comenzaron a trasladar las reliquias de esos “atletas de la fe” desde las catacumbas a las basílicas de las ciudades para venerarlas. Al cesar las persecuciones, los santos mártires del pasado se convirtieron en patronos, al igual que la aristocracia terrateniente que vinculaba a su patronazgo a amplias capas de población.

A partir de entonces ellos fueron los compañeros invisibles, los protectores contra los males del mundo y los intermediarios entre Dios y los hombres. Para reforzar esta postura, los obispos reunieron como testimonios las “actas de los mártires”, textos de gran sobriedad que incluían los informes oficiales de los tribunales romanos, con interrogatorios, deposición de testigos y sentencias. No ha quedado el acta de Santa Apolonia, pero sí una carta de Dionisio (obispo de Alejandría) dirigida a Fabio (prelado de Antioquía) en la cual este testigo narraba cómo Apolonia había perdido sus dientes a causa de los golpes que le dieron en la cara durante una revuelta popular contra los cristianos acaecida en 248.

 

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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).

 

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La patrona de los dentistas