San Fernando, el último de los reyes santos

Antonio Rubial García

Para la monarquía española, enaltecer al rey Fernando III sirvió para reforzar simbólicamente su política respecto a Francia, que veneraba como patrono al rey san Luis IX, primo de Fernando por ser hijo de su tía Blanca de Castilla.

 

Aunque, a raíz de la independencia, en México se experimentó un gran desprecio hacia la Inquisición y el régimen monárquico, sus habitantes seguían profesando la fe católica y, en la ciudad capital, el templo de los padres apostólicos de san Fernando continuaba siendo un importante centro de culto. Entre 1832 y 1833 los franciscanos abrieron un panteón anexo a su iglesia que muy pronto se convirtió en el espacio más solicitado para las sepulturas de las familias ricas, de políticos y militares.

Hasta 1859 el panteón fue propiedad de los padres apostólicos de san Fernando; en su templo se celebraban las exequias de la gente más prominente de la Ciudad de México y de su administración se hacía cargo un síndico nombrado por los religiosos. Pero ese año el presidente Benito Juárez ordenó que todos los cementerios privados pasaran a manos del Estado y su administración se entregó al ayuntamiento de la capital, aunque siguió conservando el nombre tradicional del santo rey castellano. Por estar enterrados en él muchos personajes destacados, fue declarado “Panteón de Hombres Ilustres” y en su espacio fueron enterrados Miguel Lerdo de Tejada, Ignacio Zaragoza, Ignacio Comonfort y el mismo Juárez.

Hasta el día de hoy, frente a la plaza de San Fernando, en la capital del país, se puede admirar el panteón histórico del siglo XIX y a su lado el templo que aún conserva en su fachada un relieve labrado sobre la puerta principal; en él está representado el rey santo con cetro, globo y corona, y vestido a la usanza de los reyes barrocos de los grabados. A los pies del pedestal sobre el que se levanta su figura, tres prisioneros encadenados y sometidos hacen referencia a sus conquistas, al igual que dos personajes con turbante que parecen venerarlo. A los lados del rey, sendas figuras alegóricas representan dos de sus virtudes: la fe con cáliz y cruz, y la fortaleza sosteniendo una columna. Un ángel con trompeta y dos querubines que sobrevuelan la escena hacen alusión a su apoteosis o elevación a los altares.

Muy pocos de aquellos que transitan por dicha plaza conocen los significados de ese relieve y las razones por las que este rey santo castellano del siglo XIII dio su nombre a uno de los espacios históricos más tradicionales de la capital mexicana.

Un rey guerrero

A fines del siglo XVI, en su Historia general de España, el jesuita Juan de Mariana elogió la labor del rey de Castilla Fernando III como extirpador de herejías; escribió que las aborrecía tanto y perseguía con tal ardor a los herejes, “que él mismo con su propia mano arrimaba la leña y les pegaba fuego”. En una ocasión, a una mujer que intentó seducir a un dominico, “la mandó echar en el fuego para que se abrasase, [por haber] pretendido abrasar en las llamas de la deshonestidad a aquel castísimo religioso”.

Para el padre Mariana, el ejemplo de Fernando III (rey de Castilla y León muerto en 1252) era un pretexto para exaltar a la monarquía imperial gobernada por Felipe II como reformadora del tribunal del Santo Oficio y perseguidora de herejes y disidentes. Su labor “purificadora” y el oficio inquisitorial quedaron vinculados en adelante al personaje como una de las varias facetas de este rey guerrero aún no canonizado que había conquistado Córdoba, Murcia, Jaén y Sevilla. Por otro lado, para la monarquía hispánica, Fernando era el candidato ideal para reforzar simbólicamente su política cambiante respecto a su vecina Francia, que veneraba como patrono a su primo, el rey san Luis IX, hijo de su tía Blanca de Castilla.

El proceso de beatificación de Fernando III, sin embargo, no sería promovido por Felipe II –para quien sus vecinos galos no constituían un peligro por estar saliendo de sus desgastantes hostilidades religiosas entre protestantes y católicos–, sino por su nieto Felipe IV (1605-1665). Este rey necesitaba un refuerzo de la imagen de la monarquía hispánica, agobiada por su entrada al conflicto bélico entre Austria y los territorios protestantes alemanes por el control de Bohemia (Guerra de Treinta Años), con Francia aliada a los protestantes y con las calvinistas provincias unidas de Holanda disputándole su independencia. En esta situación de inestabilidad, en 1624 se solicitaron a Roma las “cartas remisoriales”, primer paso para dar inicio a la causa ante la Sagrada Congregación de Ritos.

Un largo proceso de beatificación

Además del monarca español, otros actores muy interesados en la promoción eran los arzobispos de Sevilla, en cuya catedral se conservaba el cuerpo “incorrupto” del rey. Ellos pusieron un especial interés en promocionar un proceso que tendría muchas dificultades derivadas de los nuevos procedimientos implantados por el papa Urbano VIII para las causas de beatificación y canonización.

En 1627 el arzobispo de dicha ciudad, Diego Guzmán de Haro, pidió al jesuita Juan de Pineda la elaboración de un memorial donde se recopilaron las razones para pedir su canonización y un breve recuento del tipo de imágenes con las que se había venerado al rey Fernando, ya conocido para entonces con el apelativo de “el Santo”. A pesar de las disposiciones de Urbano VIII que desde 1625 prohibían la representación de los postulados con atributos de santidad, las imágenes del rey aparecían ya nimbadas con la aureola propia de los bienaventurados.

Después de una década de avance, el proceso se detuvo en 1634 debido a los nuevos decretos emitidos por el papa Urbano VIII, los cuales restringían las canonizaciones y establecían un nuevo sistema, más burocratizado, para el seguimiento de las causas en la Congregación de Ritos. En la suspensión del proceso incidieron también las tensas relaciones entre el sumo pontífice, abiertamente antihispano, y el nuevo arzobispo de Sevilla, Gaspar de Borja y Velasco, promotor de la beatificación ante Roma. Por ello, la causa sólo pudo ser reabierta hasta la muerte del pontífice en 1644 y con el nombramiento de Borja como arzobispo de Toledo y cardenal ese mismo año.

España por entonces sostenía una guerra con su vecino Portugal, cuya aristocracia encabezada por la familia Braganza pretendía separarse del imperio al que estuvo unido desde que Felipe II heredara su corona (1556). De nuevo, la causa del rey Fernando servía para alimentar el nacionalismo castellano alrededor de un monarca que luchaba en varios frentes, pues la guerra en el centro de Europa continuaba devorando enormes recursos y las revueltas en Cataluña amenazaban con otra segregación.

En las siguientes décadas, los arzobispos sevillanos continuaron recopilando información, centrando toda su argumentación en la larga tradición del culto a sus imágenes en dicha ciudad. Entre 1649 y 1652 el arzobispo dominico fray Domingo Pimentel, embajador del rey en Roma, ordenó a los pintores Francisco López Cano y Bartolomé Esteban Murillo hacer una visita a todos los templos de Sevilla, la cual arrojó un recuento de numerosas imágenes del rey, muchas de ellas nimbadas. Con esa información, el arzobispo Pedro de Tapia conseguía en 1657 una declaración de la Sagrada Congregación de Ritos que permitía reanudar el proceso, reconociendo que el rey Fernando de Castilla había recibido veneración como santo desde tiempo inmemorial.

En 1659 España firmaba la paz de los Pirineos después de una prolongada guerra con Francia; era sellada con el matrimonio de Luis XIV con María Teresa de Austria, hija de Felipe IV. A esa momentánea paz se agregaba un apoyo franciscana. En reediciones posteriores del popular Flos sanctorum del jesuita Pedro de Ribadeneyra, se insertaron en su vida las profecías que precedieron su nacimiento, su ascetismo cuando iba a la batalla portando un cilicio bajo su armadura, los milagros que sucedieron en las campañas de Andalucía contra los moros y la actividad religiosa del rey en la zona como patrono de iglesias y conventos, así como difusor de la fe cristiana.

 

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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).

 

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