Recuerdos del Zócalo: “La entrada de Francisco I. Madero a Ciudad de México, 7 de junio de 1911”

Adiós Porfirio Díaz
Isabel Tovar de Teresa y Magdalena Mas

 

Cayó la noche del 6 de junio de 1911 y en Ciudad de México se respiraba un ambiente festivo. No era como en otras ocasiones, cuando la gente esperaba el inicio de la Semana Santa o la noche del Grito de Independencia. Era un sentimiento diferente. Apenas unos días atrás había caído el presidente Porfirio Díaz y, tras su partida al exilio, se esperaba la llegada del jefe de la revolución Francisco I. Madero.

 

 

El primer revolucionario que entra a la capital

 

El 7 de mayo de 1911, Porfirio Díaz había hecho público un manifiesto en el que declaraba que todavía no había llegado la hora de abandonar el poder. Pero las exigencias revolucionarias eran claras, empezando por la petición de las renuncias de los supuestos ganadores de la elección del año anterior. Su avance se perpetraba ya no solo desde el norte, sino que la toma de Cuautla (Morelos) por los zapatistas imponía un cerco mortífero a Ciudad de México. El 21, los Tratados de Ciudad Juárez dejaban claro el armisticio a favor de la revolución y tres días después iniciaron las manifestaciones frente a la Cámara de Diputados de la capital y en la propia casa de Díaz, quien tuvo que renunciar el 25 de ese mes y luego se embarcó rumbo a Europa. Después de medio año de lucha había triunfado la revolución.

 

La multitud se agolpó frente a la estación Colonia de la capital (por el actual Monumento a la Madre), donde verían pasar al futuro presidente del país. Se convocaría a nuevas elecciones y se preparaba ya el ingreso triunfante de Madero a la ciudad para el miércoles 7 de junio, de manera que esta sería la primera de varias entradas de diferentes sectores revolucionarios victoriosos a la capital. El evento era parte de la segunda campaña maderista.

 

El día que tembló la tierra

 

La noche del 6 de junio de 1911, la gente regresó a sus hogares dispuesta a levantarse temprano para ocupar las calles, avenidas, monumentos y aceras para no perder detalle de la entrada del menudo pero valiente Madero a la mañana siguiente. La ciudad entró en su descanso nocturno confiada, apacible, esperanzada, pero el terremoto social iniciado el 20 de noviembre de 1910 tendría una réplica con la que la naturaleza parecía advertir de los inciertos y violentos sucesos por venir.

 

Los titulares del periódico El Imparcial del 8 de junio expresaron: “El formidable temblor que sacudió ayer a la ciudad no ha tenido precedente”; “Las víctimas se cuentan por centenares en la República”. La lista de muertos era interminable y el número de personas seriamente heridas se ignoraba. Debajo de esta perturbadora noticia aparecía otro encabezado: “Ayer fue para la capital un día de jubiloso regocijo patriótico”. En una forma que muchos calificarían de simbólica, un temblor oscilatorio derrumbó casas, muros y columnas. La gente salía de sus viviendas gritando y suplicando al cielo; se suspendió el servicio de luz eléctrica, se rompieron las cañerías, se levantaron los rieles de los tranvías y hubo varios incendios.

 

La naturaleza parecía burlarse de los designios de los hombres, al sepultar entre escombros a soldados guarnecidos en San Cosme, a quienes si bien no los había tocado la avasalladora revolución, el temblor hizo lo propio en un abrir y cerrar de ojos. Pese a este terrible suceso, cuando amaneció buena parte de la población olvidó, al menos de momento, los daños infringidos por el terremoto, para volcarse a la recepción del héroe cívico.

 

Los vecinos empezaron a barrer sus calles, como si quisieran limpiar no solo los destrozos del temblor, sino los restos de una era que se desvanecía. Para recibir a ese nuevo periodo que se suponía democrático y feliz había que adornar fachadas con banderas que, a su vez, tapaban desconchados y ventanas rotas.

 

Hasta el Zócalo

 

Cuando por fin, a las 12:20 horas, llegó al andén el tren en el que viajaba el jefe de la revolución triunfante, la gente ya se agolpaba ansiosa para ver a su nuevo líder. Venía asomado por la barandilla trasera del vagón, sencillo y de civil con su “traje oscuro y sombrero de bola”, en palabras de El Imparcial. Más de cien mil personas aclamaron al pequeño y enérgico gigante acompañado por su esposa, padres y hermanos. Era tan grande la multitud, que el tránsito de la estación a Palacio Nacional llevó más de dos horas, pues todos querían ver de cerca a quien había terminado con un régimen de treinta años que nada ni nadie parecía poder derrumbar. Por donde pasaba se oían aplausos, repique de campanas –incluso en la catedral– y cohetes. Los vivas a Madero se escuchaban por doquier.

 

Una rima que empezó a circular no podía ser más elocuente: “El día que Madero llegó/hasta la tierra tembló”. ¿Fue un presagio de la triste suerte que correría el entonces victorioso y admirado Madero? Desde luego, seguramente muy pocos imaginaron en esa fecha de alegría lo poco que se mantendría en el poder. Su misma honestidad y confianza en la vida cívica y el respeto le harían fiarse de quienes lo traicionaron. Pero ese día nada parecía empañar la sensación de triunfo, de inicio fresco de una nueva etapa, mejor y más justa para el país.

 

El recorrido obligado que hizo el líder en un carruaje tirado por cuatro caballos y seguido por un séquito de trescientos charros, incluía la calle de Plateros –hoy precisamente Francisco I. Madero–, hermosa y llena de tiendas, restaurantes y cafés de lujo, tanto así que el poeta Manuel Gutiérrez Nájera bautizó a ese elegante sector de la capital el “París de las Américas”. En esa vía se encontraban el Cinematógrafo Lumière, el Jockey Club y varios escenarios tan cosmopolitas y encantadores como para ser frecuentados por la duquesa del Duque Job, es decir, por la sociedad porfiriana que veía nacer, entre el azoro y la incertidumbre, una etapa distinta a lo que había conocido hasta entonces.

 

Todo el recorrido fue saludado por innumerables ramos de flores arrojados desde balcones y azoteas de los edificios que fueron engalanados con banderas tricolores. Fue hasta pasadas las dos de la tarde que se produjo la llegada a Palacio Nacional. Este recinto emblemático presentaba el aspecto de un fuerte militar, pues las tropas, las armas y “las cananas llenas de tiros” trataban de prevenir un fatal atentado o alguna desgracia similar. En los salones presidenciales, el mandatario interino Francisco León de la Barra departía con algunos ministros mientras llegaba el esperado.

 

Por fin fue conducido Madero al Salón Verde, acompañado de su familia y de Giuseppe Garibaldi, nieto del revolucionario italiano del mismo nombre. Tras intercambiar unas palabras los Madero con De la Barra, el líder y el presidente saludaron desde el balcón principal al gentío agolpado en el Zócalo. Posteriormente el jefe de la revolución bajó la Escalera de Honor, a cuyo pie lo esperaba una pequeña de corta edad con las consabidas flores.

 

A su regreso pasó por la Diputación o Ayuntamiento, el Portal de Mercaderes, San Francisco, avenida Juárez y Paseo de la Reforma, hasta llegar a su residencia en la capital, situada en la esquina de las calles Berlín y Liverpool (en la colonia Juárez). Todavía en la tarde recibió allí a entusiastas y aduladores que se aprestaban a quedar bien con el nuevo régimen. Mientras tanto, las multitudes recorrieron las calles hasta pasada la medianoche: hubo contingentes de obreros, boleros, torcedoras y de los más variopintos gremios que cantaban el Himno Nacional y proferían vivas sin provocar disturbios ni destrozos.

 

De vuelta a la primera plana de El Imparcial, podemos leer: “El recibimiento que el público metropolitano hizo ayer al señor don Francisco I. Madero, jefe de la Revolución, fue de lo más entusiasta, y su recuerdo será duradero en cuantos la presenciaron”. No habrían de pasar ni dos años para que, de nuevo, en trágicas y muy diferentes circunstancias, regresara Madero al Zócalo.

 

 

Esta publicación es sólo un extracto del artículo "Recuerdos del Zócalo (VI): “La apoteósica entrada del revolucionario Francisco I. Madero a Ciudad de México, 7 de junio de 1911”" de las autoras Isabel Tovar de Teresa y Magdalena Mas, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 110.