“Quiero una imprevisible historia como lo es el curso de nuestras mortales vidas; una historia susceptible de sorpresas y accidentes, de venturas y desventuras; una historia tejida de sucesos que así como acontecieron pudieron no acontecer; una historia sin la mortaja del esencialismo y liberada de la camisa de fuerza de una supuestamente necesaria causalidad; una historia solo inteligible con el concurso de la luz de la imaginación; una historia de atrevidos vuelos y siempre en vilo, como nuestros amores; una historia espejo de las mudanzas, en la manera de ser del hombre, reflejo, pues, de la impronta de su libre albedrío para que en el foco de la comprensión del pasado no se opere la degradante metamorfosis del hombre en mero juguete del destino inexorable”. Edmundo O’Gorman.
Don Edmundo O’Gorman y O’Gorman nació el 24 de noviembre de 1906 en el barrio de Coyoacán, en el seno de una familia que había unido dos ramas de la misma familia de origen irlandés: su madre, Encarnación O’Gorman Moreno, descendiente del primer cónsul británico, Charles O’Gorman, y el ingeniero de minas Cecil Crawford O’Gorman, llegado a México a la vuelta de siglo.
Don Cecil, excelente pintor, rodeó a su familia de un ambiente cultural, pues en su casa reunía a músicos y escritores. Educó a sus hijos con esmero, tanto que Juan se distinguió como arquitecto y pintor y Edmundo como un historiador.
El espíritu renacentista de don Edmundo le dificultó elegir carrera. Al final estudió derecho y se graduó en la Escuela Libre en 1928. Durante una década, ejerció la profesión con gran éxito, sin abandonar las letras, el arte y la historia. Un buen día en 1938, se dio cuenta de que le aburría la profesión y entregó los papeles a sus clientes, les recomendó abogados y aceptó la subdirección del Archivo General de la Nación (AGN). Ya había publicado varios ensayos y un libro que sigue editándose: Breve historia de las divisiones territoriales. Aportación a la historia de la geografía en México, pero se inscribió a la maestría en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y empezó dar cursos.
Desde 1934, Daniel Cosío Villegas había fundado el Fondo de Cultura Económica y, a fines de esa década, la llegada de intelectuales españoles refugiados le inyectó nueva savia a la vida cultural mexicana, lo que favoreció que el Fondo ampliara sus publicaciones a humanidades y otras ramas. Don Edmundo colaboró con excelentes traducciones para esa casa editorial.
Para 1940 se habían fundado el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México y los institutos de Investigaciones Históricas y Estéticas de la UNAM, pero la historiografía mexicana seguía enferma de un maniqueísmo que negaba parte del pasado, defendía la “verdad objetiva” y rendía culto al documento inédito.
Ese estrecho contexto hizo que don Edmundo se rebelara y sacudiera a su gremio con preguntas impertinentes sobre el sentido de la historia, el oficio del historiador y la naturaleza del conocimiento histórico. Se empeñó en trascender la superficie de los hechos, explicar sus contradicciones y sacar a flote los hilos profundos de los acontecimientos en obras que significaron un verdadero parteaguas en la historiografía mexicana. Esto lo hizo blanco de violentos ataques que se extendieron a los que fuimos sus discípulos tempranos. Su personalidad orgullosa y su capacidad polemista despertaron terror en el gremio, que lo trató de neutralizar acusándolo de simple filósofo, a pesar de sus años como subdirector del AGN y excelentes ensayos en su Boletín.
En la Facultad recibió el impacto del seminario de José Gaos y de la lectura de Martín Heidegger, instancias que le permitirían redondear sus inquietudes sobre el proceso de constitución del concepto de América en el seno de la cultura occidental. En sus libros Fundamentos de historia de América (1942), Crisis y porvenir de la ciencia histórica (1947), La idea del descubrimiento de América (1951) y su corolario, La invención de América (1958), develó el enigma e introdujo una verdadera revolución en la historiografía mexicana y su enseñanza que, al decir de Antonio Saborit, lo convirtió en “uno de los pocos ingenios auténticamente grandes en nuestra historia moderna”. Álvaro Matute considera que Crisis y porvenir de la ciencia histórica y La idea del descubrimiento de América representan obras capitales de la historiografía mexicana del siglo XX, a las que yo agregaría La invención de América y México: el trauma de su historia (1977).
Sus introducciones a obras clásicas de la historiografía nacional y colaboraciones conmemorativas lo hicieron reflexionar sobre otras etapas del pasado mexicano. Dos de sus ensayos son especialmente iluminadores: La supervivencia política novohispana y México: el trauma de su historia. Allí rechaza la visión esencialista de un país existente desde los principios del tiempo, ante la obviedad de que es el pasado el que lo constituye: México, como nación independiente, emerge de la Nueva España, al igual que esta aparece en la escena histórica en el antiguo Anáhuac, “tres entidades históricas distintas de nuestro pasado, [que] están estrechamente vinculadas”.
La vida con don Edmundo
De sus 89 años de vida, tuve contacto cercano con don Edmundo O’Gorman por casi 45, de manera que esos largos años están ligados al largo pase de ser la alum na que se atrevió a hacer la tesis bajo su dirección, ser ayudante y sustituta, hasta convertirme en amiga y colega, en medio de los cambios gigantescos de la UNAM y del país, que al principio de la década de 1950 tenía veintiséis y medio millones de habitantes y una capital que empezaba a rebasar los dos millones.
La Universidad estaba diseminada por el centro de Ciudad de México y la Facultad de Filosofía instalada en la vieja casona de Mascarones, elegante y austera, presidida por la estatua de don Alonso de la Veracruz, frente al pequeño café que abrigaba concienzudos debates sobre obras en el teatro de Bellas Artes, conciertos del rumano Sergiu Celibidache, el surrealismo o la bomba atómica. En las calles, el fluido tránsito con tranvías y camiones, mientras que pocos coches sorteaban algunos semáforos. Don Edmundo llegaba manejando su automóvil, pero estudiantes y algunos profesores llegaban en tranvía, incluso el elegante Pablo Martínez del Río, con sus polainas, guantes y bastón.
El país y la vida académica eran de tono menor y la ciudad era limpia, sin plantones ni jet set intelectual, aunque había iniciado la construcción de Ciudad Universitaria en un sur prácticamente despoblado. La vida era como la Universidad y la Facultad: más humana y menos ambiciosa, pero con las pasiones a flor de piel.
Lectora insaciable de novelas y libros de historia, fascinada con griegos, egipcios, romanos, tiempos medievales, descubrimientos y conquistas, con figuras como Alejandro Magno, Carlos V, Felipe II y Napoleón, pero con inclinación hacia las ciencias duras, mi padre me convenció de aprovechar los conocimientos de historia acumulados siguiendo esa carrera y, una tarde, a principios de febrero de 1950, llegué al edificio de Mascarones para iniciar mis cursos de historia, geografía y arte universales, con excelentes maestros mexicanos y transterrados españoles. Me sentía extraña en el ambiente de Mascarones, tan diferente al de la Preparatoria Uno que tanto había disfrutado.
Con esa sensación de estar fuera de lugar, en el segundo año de la carrera, en 1951, asistí a Historia de la Historiografía de don Edmundo O’Gorman, curso optativo y temible por las exigencias del maestro y el mote de monstruo que le daban sus amigos. Su imponente y cautivadora personalidad fascinaba desde el primer momento. En la cátedra, su elegancia, voz modulada y pequeños recursos de actor hacían de la clase un deleite que se llenaba de oyentes como la poeta Pita Amor y Cuca la telefonista.
Don Edmundo analizaba el pensamiento historiográfico desde la Antigüedad clásica hasta principios del siglo XX. Su discurso siempre se interrumpía al llegar al punto cumbre, para buscar sus cigarrillos y cerillos, mientras sus oyentes sostenían la respiración. Su maestría era tal que el historiador analizado aparecía siempre como el más genial, aunque después de seguirlo varias veces descubría que las sesiones dedicadas a Tucídides, San Agustín y Hegel eran las más brillantes. El curso disipó las dudas sobre mi vocación.
Embrujada por don Edmundo, en 1952 él anunció que ofrecería un seminario de tesis los jueves por la noche y no dudé en seguirlo, a pesar de que se llenó con maestros como Arturo Arnáiz y Freg, Sergio Fernández, Juan Ortega y Medina y estudiantes avanzados como Elisa Vargas Lugo, Clementina Díaz y Rafael Segovia. En el seminario se dedicó a analizar la Historia de las Indias de fray Bartolomé de las Casas y en esa lectura dirigida aprendimos más que la docena y media de cursos ya aprobados. Sus comentarios eran lecciones magistrales de cultura antigua, medieval y renacentista que sembraban dudas y nos obligaban a reflexionar sobre los conceptos del mundo y del universo, para seguir el proceso en que América fue admitida en el seno de la cultura occidental.
El trabajo fue tan gratificante que me atreví a pedirle que me dirigiera la tesis de maestría. Para revisión de mis progresos acudía a su casa de San Ángel, donde descubrí su calidez y comprensión de director; siempre se limitaba a sugerir posibilidades de desarrollar las ideas. Alguna vez me invitó a una merienda con sus amigos cercanos y pude disfrutar de las discusiones del doctor Gaos, Paco de la Maza, Justino Fernández, Sergio Fernández y John Phelan.
En 1954, con el traslado a la flamante Ciudad Universitaria, la vida de la Facultad cambió radicalmente. Se multiplicaron estudiantes y la conexión abierta con Leyes y Economía permitió que sus alumnos invadieran el territorio de Filosofía, una consecuencia de la integración de la Universidad, con sus ventajas y desventajas.
En la carrera de Historia cambiaron también los programas. Las viejas carreras de Historia de México, Universal e Historia del Arte se unificaron en una sola maestría y doctorado, mientras que los cursos de don Edmundo, Historia de la Historiografía, Geografía Histórica y Filosofía de la Historia, pasaron a ser obligatorios, con lo que su influencia como maestro se amplió. Ante la multiplicación del alumnado, me convertí en su ayudante y en 1960 lo sustituí en los cursos cuando tomó un sabático.
Mi recuerdo está lleno de imágenes de O’Gorman, el cautivador profesor, el don Edmundo que disfrutaba la frivolidad como dimensión de la cultura, el brillante expositor e historiador que buscaba rescatar la historia, el intelectual de una pieza, ávido lector que trabajaba, incansable, en la sencillez de su celda franciscana-Simmons, como describía a su casa. El padre intelectual exigente se convertía en amoroso amigo ante nuestros problemas personales y, sin dar consejo, ofrecía compañía.
El historiador y su patria
Su larga y fructífera vida al servicio de la Universidad y de México, a los que amó profundamente, dejó huella profunda en el quehacer histórico más allá de la UNAM, gracias a su colaboración con instituciones y publicaciones. A partir de la década de los sesenta pudo disfrutar de gran reconocimiento, sin dejar de defender sus puntos de vista. Fueron famosos sus debates con mexicanos y extranjeros: Marcel Bataillon, Lewis Hanke, Lino Gómez Canedo, Georges Baudot y Miguel León-Portilla, a los que puso en apuros con su clara inteligencia, amplia cultura y diestro manejo de la argumentación, legado del ejercicio jurídico.
Ante el panorama de nuestra crisis actual, me alegra que no la presencie. En México: el trauma de su historia analizó por qué el país ha fallado en lograr el objetivo de modernización en dos siglos de intentos. Fulminó toda retórica nacionalista por atizar la tensión monstruosa entre pasado y futuro, haciendo estallar un presente de contrahechuras.
Aunque fue más bien colonialista, estudió el siglo XIX y se interesó en el pasado prehispánico. A la Revolución la consideró un desperdicio de la evolución lograda por México durante el Porfiriato. Eso sí, O’Gorman situó el pasado mexicano en el contexto de la cultura universal, algo que no parece haber contagiado a sus discípulos. Detrás de sus maneras británicas, don Edmundo era entrañablemente mexicano. En el discurso “Del amor del historiador por su patria”, que leyó al recibir el Premio Nacional de Letras en 1972, expresaba que el mejor tributo que un historiador podía ofrecer a su patria era aceptar el pasado en su totalidad, con sus aspectos positivos y también los negativos. Su dictum era no regañar a la historia, sino comprenderla y explicarla.
Rodeado de estudiantes y amigos, en las casas que él mismo construyó en San Ángel y Temixco, así como con la espléndida biblioteca que reunió, don Edmundo gozó de una larga, fructífera y plena vida. Hasta un mes antes de morir, impartía su seminario, aceptaba entrevistas y participaba en eventos culturales, pero no pudo sobrevivir a un infarto cerebral que dio fin a su existencia el 28 de septiembre de 1995, dejando un profundo vacío en sus amigos y en el ambiente académico.
El artículo "Recuerdos de Don Edmundo O’Gorman" de la autora Josefina Zoraida Vázquez se publicó en Relatos e Historias en México número 128.