El triunfo de Baco en Coyoacán

La primera borrachera tras la Conquista

Ricardo Lugo Viñas

Tras más de 90 días de una sangrienta batalla naval sin cuartel, la tarde del 13 de agosto de 1521 –lluviosa, funesta y torrencial– fue capturado el último tlatoani mexica: Cuauhtémoc. La aprehensión la llevó a cabo el conquistador castellano García Holguín, a las afueras de la ciudad de Tlatelolco, en la laguneta de Coyonacazco, a la altura de donde hoy se levanta la capilla de la Concepción Tequipeuhcan, en el corazón del barrio de Tepito.

Aquel hecho significó la caída de la ciudad de México-Tenochtitlan, la más grande e importante de Mesoamérica, y el fin del imperio mexica. Los cronistas de la época coinciden en que, tras el arresto de Cuauhtémoc, la ciudad se sumergió en un profundo y tétrico silencio, y durante los días subsecuentes un fuerte e insoportable olor a muerte se apoderó de todo el ambiente de la destruida metrópoli, volviendo imposible la existencia.

Fue así como Hernán Cortés tomó la decisión de trasladarse al lejano pueblo de Coyoacán, al sur de la cuenca, mientras que los derrotados mexicas, al mando del antiguo cihuacóatl bautizado como Juan Velázquez Tlacotzin, limpiaban de cadáveres y catástrofes la arrasada ciudad imperial. Así, cuatro días después de la caída de Tenochtitlan, el 17 de agosto Cortés y sus huestes partieron rumbo a Coyoacán, en donde fueron bien recibidos por el tlatoani del lugar: Quauhpopoca, uno de sus aliados.

En Coyoacán, Cortés improvisó una casa y al segundo o tercer día de su arribo organizó un banquete para agradecer a Dios por la victoria obtenida y “por las alegrías de haber ganado”. El banquete incluyó mucho vino de un navío que recientemente había llegado de Castilla y varios puercos procedentes de Cuba. Así lo describe Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.

Con mucha seguridad, en el convite también hubo tortillas, pues Cortés se hizo acompañar en Coyoacán de varios señores indígenas (aliados y vencidos), incluido Cuauhtémoc. Pero resulta que el banquete se tornó en bacanal. El chispeante y cálido vino trajo consigo el desorden y el tumulto. Hubo bailes, danzas y “sortilegios”. Además, la “planta de Noé” (vino) condujo “a algunos a hacer muchos desatinos”.

En la borrachera y el delirio, los capitanes alardeaban con que se comprarían sillas para montar de oro macizo; los ballesteros, que adquirirían saetas con puntas de rutilante oro. Otros bailaban arriba de las mesas o “iban por las gradas abajo rodando”. Luego se quitaron las mesas y las parejas más inverosímiles bailaron, cantaron, dando tropiezos, con los ojos desvariados por los efluvios y las pasiones propias del dios Baco. Fue tal el exceso que el propio Díaz del Castillo tachó en el manuscrito de su Historia… dicho episodio.

Como era de esperarse, al día siguiente hubo muchos que “no acertaban a salir al patio”. “Hubo cosas tan malas en el convite y en los bailes” –apunta Del Castillo– que Cortés ordenó al fraile Bartolomé de Olmedo que organizara una procesión y ofreciera una misa. Con tremenda resaca, cabizbajos y contritos, todos desfilaron con “banderas levantadas y algunas cruces”, cantando letanías y perdones a Cristo.

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