Reinaba en las Españas el católico monarca don Carlos III, y gobernaba en México el célebre Virrey Bucareli, cuando el 20 de noviembre de 1778, nació en esta muy noble y leal ciudad una niña que, andando el tiempo, había de ocupar prominente lugar en la sociedad de la colonia. Era hija de don Antonio Rodríguez de Velasco y Jiménez, del consejo de su Majestad, Regidor perpetuo de la Ciudad de México; y de doña María Ignacia Ossorio Barba y Bello Pereyra, ambos de antiguas y nobles familias. Desde su infancia fue de la más peregrina hermosura, llamando tanto la atención por la profusión de sus cabellos rubios, que pronto fue conocida en toda la capital del Virreinato por la “Güera Rodríguez”.
Cuenta la crónica que cuando era aún muy joven, solía salir de su casa todas las tardes en compañía de su hermana mayor, doña María Josefa, pasando por el cuartel de Granaderos, regimiento que se distinguía por tener como oficiales a los jóvenes más ricos y bien parecidos de la nobleza. Si semejante conducta fuera reprochable en nuestros días, ¡cuánto más no lo sería en aquellos tiempos en que las damas no acostumbraban salir a la calle, si no era acompañadas de sus padres, maridos o dueñas! No habían de escapar [de] la atención de los oficialillos dos muchachas preciosas que pasaban tarde con tarde por la puerta del cuartel; de manera que muy pronto se entabló entre dos de ellos y las niñas un noviazgo que a la vez que escandalizaba a algunos vecinos, servía de diversión a otros, hasta que fué sorprendido por el Virrey en persona, al salir éste inesperadamente del Real Palacio por la puerta de los Granaderos. Disgustóse sobremanera Revillagigedo, y habiendo preguntado a las jóvenes quién era su padre, hízole llamar a su presencia y le dijo en tono muy severo:
—Señor don Antonio Rodríguez de Velasco, ¿qué hace Ud. todas las tardes?
—Excelentísimo señor —contestó el Regidor—, suelo ir al Sagrario a rezar el rosario.
—Mejor sería que lo rezara Ud. en su casa y velara por el honor de sus hijas.
Quedó pasmado el bueno de don Antonio al saber la conducta de las niñas y convino con el Virrey en que, para acallar las malas lenguas, era preciso casarlas con los oficiales; mas los padres de éstos ofrecieron no poca oposición, tanto que el Gobernante tuvo que interponer toda su autoridad para que se pactaran los enlaces. Casáronse por fin, la “Güera” con don José Jerónimo López de Peralta de Villar Villamil en México a 7 de septiembre de 1794 y doña Josefa con el hijo del Marqués de Uluapa, el 10 de julio de 1796. Once años duró la unión de la primera, (pues murió Villamil en 1805 en Querétaro, a donde había sido enviado con su regimiento); y fueron fruto de ella un hijo, don Jerónimo, y tres hijas, tan hermosas todas que merecieron, junto con su madre el apodo de “Venus y las tres Gracias”; llegó la fama de su belleza hasta la misma España, en donde el Rey quiso conocerlas y ordenó que uno de los mejores pintores de México las retratase para que se remitiera el cuadro a Madrid. Dícese que este retrato aún se conserva, arrumbado con muchos otros, en una bodega del Palacio Real de Madrid.
Innumerables son las historietas y anécdotas que de la “Güera” se cuentan, pero si algunas son auténticas, no cabe duda que su mayoría carece de fundamento y presenta a doña Ignacia como de una conducta mucho más ligera que la que había de corresponder a una gran dama de la corte virreinal. Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que fue citada ante el tribunal de la Inquisición para responder a los cargos que se le hacían por haber conspirado en contra del Gobierno. Acaeció que los jueces de la temida institución eran de ella muy conocidos y allegados y, después de un proceso que rayó en lo jocoso, el arzobispo Virrey, don Francisco Javier de Lizana y Beaumont le impuso como castigo un corto plazo de destierro a la ciudad de Querétaro, pena que cumplió con el mayor desenfado. No abandonó su simpatía por la Independencia y, años más tarde, tuvo grande amistad con Iturbide, quien la distinguió a tal grado, que se asegura que la entrada del ejército trigarante no se hizo por las calles de San Andrés y de Tacuba, como en un principio se proyectara, sino por las de San Francisco, con el objeto de que ella pudiera admirarlo desde su casa en la calle de la Profesa; y al pasar delante de dicha casa, el futuro emperador de México detuvo un momento la marcha y, desprendiendo de su sombrero una de las plumas tricolores que en él llevaba, la envió con uno de sus ayudantes a la hermosa “Güera”.
Algunos años después de la muerte de su primer marido, contrajo segundas nupcias con don Mariano de Briones, quien ocupaba un alto puesto en el Gobierno.
Murió al poco tiempo el de Briones, y la Güera quedó en estado de buena esperanza, con lo cual disgustáronse sobremanera los herederos de aquél, al grado que, sabiendo doña Ignacia que pretendían acusarla de subterfugio, decidió que el nacimiento de su hijo fuera delante de testigos; pero como el suceso acaeció antes de lo que se esperaba, vióse la Güera precisada a llamar a su alcoba a algunas personas que en esos momentos transitaban por la calle, para que dieran fe de la autenticidad del alumbramiento. Nacióle una hija y púsole por nombre Victoria, en señal de que la había obtenido sobre sus contrarios; pero, desgraciadamente, murió la niña de corta edad.
Casó la Güera por tercera vez con don Juan Manuel de Elizalde, quien más tarde ocupó el puesto de Cónsul de Chile, su país natal, y quien sobrevivió a su esposa. Ordenóse de sacerdote e ingresó en el Oratorio de San Felipe Neri; desempeñó por algún tiempo un cargo de importancia en la Profesa, y regaló a una de las imágenes de dicha iglesia las magníficas alhajas que habían sido de la Güera y cuyo paradero actualmente se ignora. Murió el P. Elizalde a los ochenta años de edad, el 12 de diciembre de 1870.
Pasó los últimos años de su vida la Güera Rodríguez dedicada a ejercicios de piedad, habiéndose recibido en la tercera orden de San Francisco. Al morir, el 1º de noviembre de 1851, desapareció la figura de mayor relieve, socialmente hablando, que había habido en México durante los siglos XVIII y XIX.
Las “tres Gracias” se llamaron respectivamente, María Josefa, María de la Paz y María Antonia. Desde temprana edad fueron…
Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "Venus y las tres gracias", un texto de Manuel Romero de Terreros, marqués de San Francisco, 1880-1968, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 104.