Pita Amor: la poeta terrible y genial

Ricardo Cruz García

 

Pita llega y sorprende: su abrigo de mink negro brilla tanto como sus redondos ojos. No pierde el tiempo y se para al centro de la galería de arte Excélsior. De pronto, el abrigo cae y, más que los extraordinarios rubíes que porta, resalta su blusa de gasa transparente, la desnudez de sus senos apenas ocultos. Sin duda, ella era la reina de la noche en la Ciudad de México de los años cincuenta.

 

Pita ejerció como nadie la poesía, pero también sabía que su cuerpo y su belleza, coronada por sus labios rojos en forma de corazón, eran en sí mismos una obra de arte que muchos idolatraban, y en varias ocasiones se aprovechó de eso. Era provocadora e hipnotizante, genial y soberbia.

 

Guadalupe Teresa Amor Smichdtlein nació en la capital mexicana el 30 de mayo de 1918, por lo que este año se cumple su centenario. Descendiente de la aristocracia porfiriana venida a menos con la Revolución, su infancia la pasó en una residencia con decenas de habitaciones en la calle Abraham González, en el centro de Ciudad de México. Allí, “casa redonda tenía/ de redonda soledad:/ el aire que la invadía/ era redonda armonía/ de irrespirable ansiedad”.

 

Formada en una familia profundamente católica, la menuda Pita pasó de un colegio religioso a otro; del Motolinía al Francés, del de las Damas del Sagrado Corazón a uno en Monterrey. El orden y la disciplina no eran lo suyo, así que de estos dos últimos la expulsaron sin remedio.

 

De regreso a la capital de país, no pasaba los diecisiete años cuando intentó saber lo que era el amor y escapó con José Madrazo, un criador de toros de Aguascalientes, en medio del escándalo familiar. Pese a ello, el silencio sepultó la voz de las buenas conciencias y Pita, que nunca se casó ni vivió con aquel hombre, se dedicó a ir a los cafés, restaurantes y centros nocturnos de la capital, donde entró en contacto con la élite intelectual y artística de la época: de Jaime Torres Bodet a Lola Álvaro Bravo, de Salvador Novo a Manuel González Montesinos (nieto del que fuera presidente de la República), de Enrique González Martínez al extraordinario Xavier Villaurrutia, quien tuvo una enorme influencia en ella.

 

Sus poemarios sorprenderían al mundo literario. El primero se tituló Yo soy mi casa y fue publicado en 1946 con un corto tiraje por la editorial Alcancía, de los historiadores Edmundo O’Gorman y Justino Fernández. Ellos publicaron también su siguiente libro, Puerta obstinada (1947), al que siguió Círculo de angustia (1948). Estas obras le alcanzaron para ser considerada poeta, aunque algunos no creyeron que ella escribiera tales versos y atribuyeron su autoría a Alfonso Reyes, quien replicó: “Nada de comparaciones odiosas: aquí se trata de un caso mitológico”.

 

Pita entonces se creyó con derecho a todo y que nadie podía rechazarla, aunque el propio O’Gorman la corrió de una fiesta en la que pretendía opacar a la diva María Félix. En 1953 llegaron sus Décimas a Dios, su poemario más celebrado. Era su época de esplendor, cuando podía declamar: “Shakespeare me llamó genial/ […] García Lorca, la grandiosa/ y yo me llamé la Diosa”; cuando se unía “mi belleza a mi genio” y los artistas se placían en retratarla desnuda, de Diego Rivera a Juan Soriano, de Raúl Anguiano a Cordelia Urueta.

 

Pero el tiempo pasaba y Pita se iría con él, al igual que aquel México de mediados del siglo XX. Dio a luz a un hijo que perdió a los dos años y luego fue internada en clínicas psiquiátricas. Publicó cuentos y una novela, además de muchos más poemarios. En el ocaso de su vida, anciana, enferma de grandeza y clasismo, casi en la miseria, dormía en hoteles y se paseaba como un fantasma por la Zona Rosa de la capital del país dando bastonazos a diestra y siniestra.

 

La belleza se había ido y ahora solo brillaban sus enormes joyas y sus vestidos de diseñador, aunque hasta el final sobreviviría por su poesía: se cuenta que en los restaurantes ofrecía, por unos pesos, sonetos improvisados en una servilleta. Perdió amistades y familia, y algunos la llamaban la “abuelita de Batman”, mientras ella lucía su atropellado maquillaje de “jícama enchilada”, como opinara su sobrina Elena Poniatowska.

 

Sin embargo, su obra ha resistido el paso de los años y parece que ha llegado la hora de que el mito que construyó se diluya para valorarla por una poesía que en su tiempo sorprendió por atreverse a retomar las formas clásicas, cuando la mayoría se inclinaba por las nuevas tendencias artísticas.

 

La “dueña de la tinta americana”, aquella que tuvo como estilo de vida la provocación y rompió los moldes en los que en la época se encasillaba a la mujer, se fue de este mundo con el inicio del siglo XXI, el 8 de mayo de 2000, envuelta también en poesía al escribir: “Mi cuarto es de cuatro metros,/ mi cuerpo mide uno y medio/ y la caja que me espera/ será el final de mi tedio”.

 

 

El artículo "Pita Amor" del autor Ricardo Cruz García se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 121. Cómprala aquí