Nuestra Señora de la Luz

Yolanda Yépez Silva

La advocación de Nuestra Señora de la Luz es un culto jesuita llegado del Viejo Continente a Nueva España hacia el primer tercio del siglo XVIII. En el origen de esta devoción a la Virgen está la revelación que tuvo una beata italiana a petición de un miembro de esta orden, Juan Antonio Genovese, quien deseaba contar con una imagen de la Madre de Cristo para que fuera patrona de las misiones jesuitas y llevara la luz verdadera a los feligreses para que no perdieran el camino a la salvación, “es decir, la luz auténtica, la que disipa las tinieblas de la noche, frente a la luz engañosa de la razón ilustrada”, según el historiador Enrique Giménez López. En el relato –expone la también historiadora Janeth Rodríguez Nóbrega–, María se aparece a la mística, quien dicta la idea o guía la mano del pintor para que su lienzo sea lo más cercano a lo que solicita la Virgen.

 

El origen de la imagen

Una de las primeras publicaciones que mencionan el origen de esta imagen se divulgó en Nueva España en 1737 con el título La devoción de María Madre Santísima de la Luz, cuyo autor fue el jesuita Lucas Rincón. Es una traducción del italiano de un texto escrito por el también jesuita José María Genovese, el cual fue dado a conocer en la ciudad de Palermo entre 1733 y 1734. Ambos escritos tenían como objetivo la difusión de esta advocación mariana de incipiente acuñación.

La imagen mencionada se pintó en Palermo en 1722 a petición del jesuita Juan Antonio Genovese, probablemente hermano del escritor de la versión italiana. Juan Antonio deseaba contar con una imagen exclusiva de la Virgen María para que sirviera de patrona de las misiones de su orden y manifestara su facultad de encender los corazones en señal de fidelidad y fervor. Con este objetivo en mente, se entrevistó con una beata del lugar que tenía fama de vidente mariana y la instó a que pidiera a la Virgen una representación suya para llevar a cabo su tarea misional.

A la mañana siguiente, después de haber comulgado, la beata tuvo una visión portentosa de la Virgen, quien le indicó que debía memorizarla cuidadosamente para no perder ningún detalle y así complacer al jesuita. También le pidió “ser llamada con el nombre de la Madre Santísima de la Luz” y le anunció que sería artífice de numerosos prodigios y milagros cuando se le invocase con ese nombre.

La beata comunicó la visión al padre Genovese y este, a su vez, la refirió a un pintor para que la plasmara en un lienzo, aunque alteró algunos de los rasgos iconográficos, pues cambió el color de la toga del blanco al rojo, prescindió de los querubines que acompañaban a la Virgen y colocó una media luna a sus pies. Estas omisiones suscitaron que María se presentara de nuevo a la beata, demandando la pronta enmienda de la pieza.

El cuadro se pintó otra vez, pero, para evitar fallos, se hizo bajo las indicaciones directas de la visionaria y de la Virgen, quien se presentó en el momento mismo en que el artista empezó a realizar la obra para guiar su mano. Esta pintura fue el resultado de una revelación divina en cuya ejecución participó la Virgen como guía y modelo; por lo tanto, nos referimos a una imagen “verdadera”, llevada a cabo por medios sobrenaturales, cosa nada extraña en la cultura barroca.

En esta pintura, la Virgen aparece representada de pie sobre tres cabezas de querubines. Porta una túnica blanca que hace alusión a su pureza y virginidad y a su condición gloriosa, y un manto azul que señala su carácter celestial. Un par de angelillos colocan una corona imperial sobre su cabeza, confirmando a la Virgen como reina del cielo, y a sus pies vemos una filacteria (banda con inscripciones o leyendas que se coloca en la parte superior o inferior de retablos, pinturas o esculturas, y que se representa como si fuera tela, pergamino, etcétera, con los extremos enrollados) que dice “Madre Santísima de la Luz”.

En la imagen, la Virgen sostiene en la mano derecha la figura de un alma, mientras que con el brazo izquierdo carga al Niño Jesús, quien coloca un par de corazones llameantes en un cesto que un ángel le ofrece de rodillas. El corazón en llamas representa la caridad cristiana, una de las principales virtudes teologales para conseguir la salvación de las almas. A los pies del alma suspendida se encuentra el bíblico Leviatán (Sal. 74, 14), animal fabuloso con las fauces abiertas que se identifica con un monstruo marino que, desde la Edad Media, se había convertido en el símbolo de la entrada al infierno al ser representado tragando a los condenados.

El culto en Nueva España Provisto con esta imagen, el padre Genovese se consagró a predicar entre la licenciosa población siciliana, obteniendo cuantiosos portentos. Esta milagrosa imagen será consagrada por los jesuitas como patrona de sus misiones y enviada a la Nueva España en 1732. Después de un sorteo para determinar el lugar en el cual sería establecida, la suerte recayó en la catedral de León (en el actual Guanajuato), cuyo edificio, entonces aún en obras, se concluyó en 1746.

El culto se difundió con rapidez en la Nueva España. Entre numerosas versiones pictóricas y escultóricas, destacan un retablo barroco y lienzos realizados durante el siglo XVIII por artistas como Miguel Cabrera y Andrés López en el antiguo colegio jesuita de San Francisco Javier (hoy parte del Museo Nacional del Virreinato, donde se encuentran hasta la fecha dichas obras), en Tepotzotlán. Incluso puede encontrarse la imagen en misiones franciscanas como la de Tancoyol en la Sierra Gorda queretana, que se fundó en 1744 y está dedicada a esa advocación.

 

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