Napoleón Bonaparte y la Nueva España

Carlos Gustavo Mejía Chávez

Antes de 1808, en la América española las opiniones sobre Napoleón fueron elogiosas; por ejemplo, la Gazeta de México, entonces dirigida por Juan López Cancelada, publicó loas al emperador francés.

 

La festividad amarga

Durante los primeros días de agosto de 1808, los habitantes de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de México, y algunos pueblos vecinos, se prepararon para llevar a cabo una serie de ceremonias de las que hasta entonces no se había tenido noticia en el amplio territorio novohispano. Con motivo de la jura por la llegada al trono del “más amado de los monarcas todos”, el rey Fernando VII, hombres y mujeres de todas las edades y clases sociales engalanaron las casas, templos, palacios, plazas y calles para festejar y ofrecer su más ferviente respeto y devoción por el bienestar de aquel monarca.

En medio de un ambiente de entusiasmo, que pretendía dejar de lado las diferencias y odios raciales, las autoridades políticas y religiosas de Ciudad de México supervisaron y alentaron la obediencia al pacto de lealtad a la dignidad regia, dignificada en las pinturas del monarca y representada en la figura política del virrey y las instituciones establecidas.

Sin embargo, el festejo tenía un dejo de amargura, pues para entonces muchos estaban enterados de la terrible situación que se cernía sobre España, luego de haber sido invadida por los ejércitos franceses, así como de la inquietante, aunque no del todo precisa, situación por la que pasaba Fernando VII. Las noticias ofrecidas por la Gazeta de México, así como las del Diario de México, no fueron tan exactas con respecto a lo que había ocurrido con el monarca.

Varias versiones de lo acaecido entre marzo y abril de 1808, desde el encumbramiento en el trono de Fernando –del que algunos sospechaban que se había hecho bajo el indigno sello de una conspiración contra su padre y su denostado válido Manuel Godoy– hasta su partida a Bayona, donde se entrevistaría con el líder de la Grande Armée, el poderoso emperador de los franceses Napoleón Bonaparte, aseguraban que se encontraba prisionero en alguna innoble prisión en Francia; los más audaces conjeturaron que Fernando VII regresaría a España “napoleónico” o muerto.

Según se contaba, Bonaparte, con engaños, había atraído al joven e inocente Fernando a una trampa, obligándolo a abdicar su corona, para así el emperador entregarla a un miembro de su familia y hacerse del dominio de España. Empero, el levantamiento ocurrido en Madrid en mayo, así como otros contra la intrusión francesa en diversos poblados de la península ibérica, dieron ocasión para declarar la guerra contra el “hereje francés”, fomentando, especialmente, el rencor iracundo hacia Napoleón.

Por tal razón, entre 1808 y 1810, durante las variadas ceremonias populares que se celebraron a lo largo y ancho del territorio novohispano, fue común que algunos enfurecidos participantes buscasen y secuestrasen –sin cometer ningún desmán– pinturas, bustos, retratos y estampas de Bonaparte para execrarlas y destruirlas en curiosos rituales carnavalescos. Lejanos y malditos eran para algunos novohispanos los días en que aquel “traidor” había sido alabado como un gran héroe y generoso aliado de la Monarquía española al grito de “¡Viva Napoleón!”.

Napoleón antes de Bonaparte

Hacia 1798 Napoleón Bonaparte comenzó a tener notoriedad en la América hispana debido a la circulación de pequeñas noticias y algunos grabados que referían sus hazañas durante las campañas de los ejércitos franceses en Italia y, en menor medida, en las de Egipto. Pero fue hacia 1805, gracias a las noticias publicadas a instancia de Juan López Cancelada en la Gazeta de México y de Carlos María de Bustamante, en el Diario de México, que el recién consagrado como emperador de los franceses fue percibido como un gran estratega e inspirador héroe, infundido en los portentosos ejemplos de Julio César y Alejandro Magno, y que asistía a su aliada España en la lucha contra el ambicioso expansionismo de la Gran Bretaña.

Hacia 1795, la República francesa entabló un tratado de paz y alianza con la Monarquía española –representada por el influyente Manuel Godoy, para entonces conocido por el título de Príncipe de la Paz– en contra de la Gran Bretaña, que pretendía hacerse de las rutas marítimas y el comercio libre con América y otros territorios de Europa. Aquella costosa paz, concebida luego de la revolución en Francia en 1789, atrajo nuevamente la simpatía de un variado conglomerado hispanoamericano respecto a las costumbres, modas y lecturas que llegaban desde París. Empero, muchas otras personas consideraban irreligiosa y hasta sospechosa aquella antinatural amistad.

La intervención de España en la guerra contra la Convención francesa en 1793, por el enlace parental entre Carlos IV y Luis XVI, generó una serie de rencores y miedos entre los españoles y novohispanos respecto a lo y al “francés”, considerando sus costumbres, modas y lecturas como sacrílegas, irreligiosas y revolucionarias, lo que dio pie  a una serie de delaciones y arrestos contra europeos y paisanos, tenidos como peligrosos instigadores. Sobra decir que en España, una vez establecida la paz, la Inquisición y algunos miembros de la alta jerarquía eclesiástica y del Real Acuerdo se mantuvieron a la expectativa sobre la simpatía que se daba a los franceses, especulando que Godoy estaba preparando un golpe total en contra de las corporaciones eclesiásticas que años antes habían sufrido graves intentos de reformas.

 

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Carlos Gustavo Mejía Chávez. Doctor en Historia por El Colegio de México. Profesor en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, donde ha impartido cursos sobre la historia de la Inquisición en España y la Nueva España, iconografía virreinal e historia de lo cotidiano en México (siglos XVI-XIX). Actualmente realiza una estancia postdoctoral en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, bajo la supervisión del Dr. Iván Escamilla González.

 

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