En 1805 España, siguiendo los designios de Napoleón, vivió una de sus mayores derrotas marítimas en Trafalgar en contra de la Armada británica, lo que volvió a poner en tela de juicio, en España y en América, la política seguida por el ministro Godoy.
Simpatía creciente por Napoleón
El encumbramiento de Napoleón como cónsul de la República francesa le atrajo lo mismo simpatía que malquerencias de distintos sectores sociales, no solo de Francia, España, Inglaterra, Italia y Austria, sino del mundo americano, pues gracias a la prensa, pagada o no por el gobierno francés, fue posible dar a conocer, aunque de una forma sesgada y manipulada, las hazañas que el poderoso ejército de Napoleón obtenía en los campos de batalla frente a las impasibles fuerzas de Austria y de Gran Bretaña que, a decir de las publicaciones francesas, no cejaba en su empeño por denostar la envidiable administración de Bonaparte, gastando grandes caudales de dinero en su lucha por la preminencia político-comercial de Europa y América.
Muchas de estas noticias propagandísticas, en especial las francesas, llegaron, por mediación de la Gazeta de Madrid, a Nueva España, donde fueron copiadas (completa o escuetamente) y difundidas por las publicaciones periódicas, aludiendo muchas de ellas a la devoción, valor, generosidad y lealtad que Napoleón expresaba frente a sus súbditos, soldados, aliados y enemigos. En algunos casos, era difícil que estos últimos no concedieran algún homenaje o leve simpatía por Bonaparte.
Muy especial fue para los panegiristas de Napoleón en la Nueva España dar por sentada su devoción y compromiso hacia la religión católica, aun cuando había proclamado la libertad de culto en Francia y sus territorios subordinados. Cuando se entabló el Concordato entre la República francesa y Roma en 1801 –lo que implicaba el restablecimiento del culto católico en Francia y que el papa Pío VII concediera una visita, por demás obligada, en 1804 para consagrar la coronación de Napoleón y su esposa Josefina como emperadores–, la opinión general se volcó a favor de la piedad de Bonaparte, a quien muchos agradecieron “por haberles devuelto el domingo”.
Tales acontecimientos no pasaron desapercibidos en la Monarquía hispánica. A Nueva España llegaron noticias, así como una serie de objetos propagandísticos, que colocaron a Napoleón en la cumbre de su popularidad. Cantos, poemas, oraciones, loas y otros testimonios encomiásticos, escritos por mujeres y hombres de Ciudad de México, dieron fe del amor, admiración, respeto y complacencia que muchos otros “sin voz” pudieron ofrendar al valor, gallardía y amistad del emperador Napoleón I:
“La Francia cante el éxito glorioso
de Napoleón su jefe esclarecido.
Templos consagre a Marte enfurecido
de Albión soberbio el clima tenebroso.
El cañón con estruendo pavoroso
halague de Austria el ánimo aguerrido.
El Ruso Imperio empuñe enardecido
de Belona el azote sanguinoso.”
Sin embargo, la realidad que se cernía sobre las relaciones políticas entre Carlos IV, su ministro Godoy y Napoleón estaban prontas a sacudir la frágil estabilidad social de sus reinos.
De Trafalgar a Bayona
La correspondencia entre Godoy y Napoleón no fue del todo serena, ni mucho menos cordial, pues el Príncipe de la Paz se vio no pocas veces supeditado por las irascibles decisiones que Bonaparte y su gabinete tomaban respecto a las propias del gobierno español. Dicho sea de paso, el que el ministro se mostrase presto a obedecer los designios del emperador, en pro de acabar con Gran Bretaña, evidenció en muchos de sus enemigos políticos los temores sobre el destino que aquella influencia forjaba para la Monarquía.
Y es que la situación de España no era la mejor. La consolidación de las impopulares medidas fiscales tomadas por la Corona entre 1804 y 1808, así como los excesivos préstamos que se daban desde los virreinatos americanos para solventar los gastos de las guerras de Bonaparte, aunado a periodos de sequía y especulación de los granos tanto en América como en España, exacerbaron los odios contra la dirigencia del “choricero” Godoy, de quien “a voces” se decía que sostenía una impúdica relación con la esposa del rey, que no era ajeno a esas acciones, pero que, cegado por la complacencia hacia su ministro, le permitía hacer y deshacer a placer.
Peor aún fue el que tanto en la Corte como en el pueblo se percibiese que la funesta derrota de la armada hispano-francesa en el cabo de Trafalgar frente a la armada británica, en octubre de 1805, implicó el desmembramiento de los ejércitos españoles para desestabilizar la defensa de la península frente a las ambiciones de Gran Bretaña y Francia. Tal situación se verificaría a finales de 1807, cuando el ejército galo, auspiciado por el Tratado de Fontainebleau, avanzó sin mayor problema por territorio español en camino a Portugal, aliado de los británicos, iniciando una nueva ofensiva contra aquel reino.
Finalmente, tras bambalinas, actuaba un grupo de cortesanos, políticos y eclesiásticos seguidores del joven Príncipe de Asturias, Fernando, quien ansiaba hacerse del trono y echar por tierra a Godoy y sus políticas reformistas. Fernando, quien odiaba con ardor al ministro, planeaba, bajo la guía de su confesor, instructor y consejero Juan Escóiquiz, los medios para hacer caer a Godoy en desgracia, ultrajando su reputación frente al pueblo mediante una serie de rumores y la distribución de libelos infamantes, sin importarle llevar al traste también a sus propios padres.
Fernando suponía que, al quitar a Godoy del escenario político y dadas las graves crisis económicas que se vivían, podría presionar a Carlos IV a cederle pacíficamente la Corona y, una vez en el poder, conceder protección a las corporaciones y personas cuyos intereses y riquezas se mermaron por culpa de las reformas del ministro. Tales intenciones, y los posteriores eventos que se suscitaron durante la conspiración de El Escorial en 1807, favorecieron la causa de Fernando, impulsando su imagen frente a sus súbditos como el ansiado, el deseado monarca que restablecería el orden, trayendo una verdadera paz y prosperidad.
Desde luego, existía un paso infranqueable que Fernando y su grupo debían salvar para lograr sus cometidos: hacerse de la simpatía y aprobación del indiscutible árbitro político de Europa, el emperador Napoleón I, quien, pese a ser el verdadero responsable de los desequilibrios políticos y económicos de España y sus colonias, aún era percibido por muchos como un gran héroe e incuestionable aliado en la lucha frente a las ambiciones del “oro inglés”.
Las elogiosas publicaciones del Diario y la Gaceta de México, entre 1805 y 1807, respecto a las victorias de los ejércitos franceses en Ulm, Austerlitz, Jena, Eylau y Friedland sobre las fuerzas conjuntas de Gran Bretaña, Austria, Rusia y Prusia, dieron fe del cariño y respeto que, hasta entonces, concedían ciertas mujeres y hombres hacia Napoleón, cuya infatigable labor por lograr la paz para su imperio se proyectaba a la Nueva España: Invicto Bonaparte, tus victorias de respetuoso asombro me han llenado. Mis laureles te cedo: las historias no canten más mi nombre celebrado. Sube al trono de Marte: allí tus glorias te tienen ya el asiento preparado. Así Alejandro a Napoleón hablaba de la fama en el templo, donde entraba. Pero la hora de Bayona tocaba a su puerta y, si bien es cierto que Napoleón no tuvo una resolución inmediata respecto al motín de Aranjuez (marzo de 1808), momento en que Fernando se encumbró como soberano de la Monarquía española, sí tenía razones suficientes para considerar poco fiable a aquel artero rey.
La moneda estaba en el aire. Los ejércitos franceses se asentaban sin mayor problema en los poblados de España y Joaquín Murat, lugarteniente de Napoleón en ese reino, se posicionó en Madrid, dando órdenes de que se distribuyeran proclamas, panfletos y estampas en las que se insistió que las tropas de Bonaparte estaban ahí para garantizar la seguridad del reino y sus gobernantes.
Esta situación causó animadversión entre los pobladores, aunque tampoco fueron pocos los que supusieron que Napoleón aparecería para vengar las afrentas cometidas por Godoy contra Fernando VII; incluso, algunos esperaban que Bonaparte instaurase un nuevo régimen bajo su tutela que generara grandes cambios que beneficiasen al reino, lo que significaría la necesaria destitución de la casa de Borbón.
Pocos días después, en abril de 1808, en Bayona Fernando VII y Napoleón sellarían el destino de España y los reinos americanos para siempre. Así, la otrora imagen del emperador de los franceses, sacralizada y respetada hasta entonces, se convirtió en objeto de odio y aberración. Sus grabados, estatuas, bustos y pinturas, antes centro de veneración y culto, fueron alimento para el fuego, blanco para las flechas, estocadas de espadas y repositorio de sustancias inmundas.
Entre 1808 y 1815, el nombre de Napoleón Bonaparte fue objeto de burlas, execraciones y odios nacidos por la efervescencia patriótica de los leales súbditos de Fernando VII. Quién podría imaginarse que tiempo después, el cautivo de Santa Helena, fallecido hace doscientos años, el 5 de mayo de 1821, volvería a estar en boca de los ahora mexicanos, siendo estimado por personajes como Carlos María de Bustamante como el innegable promotor de la independencia nacional:
“Napoleón Bonaparte... [¡]Napoleón Bonaparte!... Permítaseme que repita este nombre dulce para mi corazón y memoria, y que si acaso su sombra generosa gira en torno de mi cabeza, la salude respetuoso y la diga: [¡]á ti Genio inmortal, á ti debe la América la libertad é independencia que hoy disfruta!”
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Napoleón Bonaparte y la Nueva España
Carlos Gustavo Mejía Chávez. Doctor en Historia por El Colegio de México. Profesor en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, donde ha impartido cursos sobre la historia de la Inquisición en España y la Nueva España, iconografía virreinal e historia de lo cotidiano en México (siglos XVI-XIX). Actualmente realiza una estancia postdoctoral en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, bajo la supervisión del Dr. Iván Escamilla González.
Napoleón Bonaparte y la Nueva España