Partícipe de la Revolución mexicana al lado de Pancho Villa y luego de Venustiano Carranza, Guzmán vivió en 1915 su primer exilio en España, adonde regresaría diez años después, en medio de la ebullición republicana contra el sistema monárquico.
En abril de 1925, exiliado en Nueva York, el político mexicano Martín Luis Guzmán decidió continuar su forzado destierro en el Viejo Continente. Cumplía más de un año en la ciudad de los rascacielos, adonde había llegado tras su participación en la fracasada revuelta de diciembre del 23 contra el gobierno de Álvaro Obregón.
Fue relevante su cercanía con el líder de esa rebelión, el expresidente interino y antiguo secretario de Hacienda obregonista, Adolfo de la Huerta. El activo protagonismo del futuro autor de Las memorias de Pancho Villa en el rompimiento entre Obregón, Plutarco Elías Calles y De la Huerta, operando desde la dirección de su periódico vespertino, El Mundo, y como incitador de la intriga política, por su actuación como fundador y diputado del Partido Nacional Cooperatista, lo situaron en el centro de los acontecimientos, convirtiéndolo en un protagonista de primer orden durante la convulsa década de los años veinte.
Agobiado por deudas y juicios mercantiles, aquel 1925 se enorgullecía de no ser “amigo político” del ahora presidente Calles, por lo que el regreso a México para defenderse estaba descartado. En diciembre de 1924 había comenzado a colaborar con el periódico La Prensa, dirigido por su fundador Ignacio E. Lozano desde 1913 y editado en San Antonio, Texas. En sus entregas lanzó severas críticas contra el gobierno mexicano, acompañadas de inteligentes propuestas, dirigidas hacia el ocupante de la primera magistratura y sus principales colaboradores.
En ese relevante medio de prensa fronterizo que se replicaba en Los Ángeles, California, con el nombre de La Opinión, publicará la mayoría de su obra periodística y literaria. Al unísono con los artículos de controversia política y deliberación ideológica, que en gran número permanecen inéditos, las mayores producciones de su pluma dentro del llamado género de la novela de la Revolución, El águila y la serpiente y La sombra del Caudillo, así como la aproximación biográfica que construyó a partir de los archivos españoles sobre Xavier Mina, vieron la luz en las páginas de ese rotativo de talante “popular independiente”.
En Estados Unidos, su situación era precaria. Las oportunidades en Europa tampoco parecían alentadoras. A pesar de ello, tomó la decisión y emprendió una nueva andanza. España fue el destino seleccionado. Según su testimonio, pesó mucho la consideración de ofrecer a sus hijos, en edad adolescente, una ventana de aprendizaje más relacionada con el carácter hispánico que con el anglosajón. Para entonces, la dictadura de Miguel Primo de Rivera y el crecimiento del anhelo republicano calentaban el ambiente político e intelectual.
Su primer exilio, allá por 1915, tuvo una breve estadía en la capital ibérica, donde compartió vivienda con Alfonso Reyes, a quien confesaba, en esta segunda retirada, sentirse “dispuesto a esperar, como la ocasión anterior, a que la gresca de los odios políticos mexicanos precise su dibujo suficientemente para que pueda yo acercarme a ella sin riesgo de daños irreparables”. Aguardó largo tiempo. Regresaría a su patria de nacimiento hasta 1936.
Una España en ebullición
Reencontrarse con los contactos establecidos una década atrás se entreveía como una perspectiva de arranque. Con bríos y la familia a cuestas, abordó un barco y cruzó el Atlántico. En Madrid se le recibió con los brazos abiertos entre sus contrapartes peninsulares. Ya fuera en el nostálgico local de la Granja del Henar o en el elegante establecimiento del Café Regina, ubicados ambos en la calle de Alcalá, disfrutó la charla y fue protagonista del debate del momento con personalidades como Ramón del Valle-Inclán, Enrique Díez-Canedo, Ángel Ossorio o Cipriano de Rivas-Xerif, quien describió al antiguo acompañante de Venustiano Carranza y Pancho Villa como digno representante de la “raza de los conquistadores con que la América española nos corresponde con los siglos”.
Otro de los miembros del cenáculo intelectual madrileño, el pedagogo y escritor Luis Bello, en atención al arribo del mexicano, se preguntaba qué vientos raros soplaban en las tierras aztecas que expulsaban “lo mejor, lo más sano y lo más fuerte”. Y se respondía otorgando la responsabilidad a los mismos que llevaron hasta allá a José Vasconcelos tras su renuncia a la Secretaría de Educación Pública, obligando al exilio a los contrincantes políticos. El intelectual salmantino se cuestionaba también cómo era posible que inteligencias tales sobraran en México, para desprenderse de ellas “sin duelo”, cuando en tierras ibéricas se les honraba como los mejores.
Gracias a una de las crónicas que don Martín enviaba a La Prensa con asiduidad, nos enteramos que solo seis pesetas, propina incluida, gastaron al degustar un almuerzo juntos en la Plaza del Sol los dos viejos amigos aludidos por Bello, ateneístas mexicanos en su juventud que se habían distanciado por un lío íntimo. No habían pasado tres años desde que uno era secretario de Estado y otro diputado y director de un periódico de gran circulación. Ahora, media botella de vino blanco y media de tinto acompañaban a una exquisita merluza en el reencuentro de un dueto de revolucionarios que acusaba pesimismo, deliberando sobre la “pertinencia de preconizar el ideal hispanoamericano”, sin caer en la “indeterminación y vaguedad” que contaminaban, muy a pesar de ambos, las perspectivas que entreveían del futuro. La novedad del ambiente español era la oportunidad para seguir abriendo brecha… y a eso se abocaron.
Entre conferencias, lecturas, convivencias y reencuentros, Guzmán se hizo presente en la tribuna académica y en el coloquio social, involucrándose de lleno en el torbellino intelectual y político de una España que convulsionaba. Sin dilación, no solo buscó hacerse sentir en el ámbito de la creación y del arte, pues algunos miembros de la clase intelectual, cuyo epicentro era el Ateneo de Madrid, se hallaban inmersos en el acontecer de la política, donde alcanzarían un protagonismo histórico.
En ese cenáculo del saber, activismo e intriga contra el gobierno de la dictadura y la oposición a todo lo que oliera a monarquía tomaban visos revolucionarios, en los que la figura de otro concurrente del Regina se destacaba: Manuel Azaña. Su apariencia de timidez e introspección contrastaría con la envergadura y relevancia que personificó durante los álgidos años de la Segunda República española, de la que se convertiría en presidente en 1936.
Entre don Martín y Azaña se forjó una amistad entrañable que los convirtió en cómplices durante la coyuntura histórica que sacudía por entonces a la sociedad hispánica, cuyo desenlace fue una guerra fratricida y la imposición de una dictadura que concluyó hasta la desaparición física del investido como “Caudillo por la gracia de Dios”, Francisco Franco, en 1975.
“Revolucionario de la revolución española”
Tras la publicación y éxito inusitado de sus novelas descriptivas y vivenciales sobre la Revolución mexicana, el prestigio de Guzmán fue en ascenso, y el involucramiento en las cuestiones españolas también. El 12 de diciembre de 1930, en el pequeño poblado de Jaca, en la provincia de Huesca, el mar revuelto de los hechos se evidenció con bríos. Tras un pronunciamiento, encabezado por los oficiales Fermín Galán Rodríguez y Ángel García Hernández, el ayuntamiento se proclamó por la República. El gobierno nacional en turno, al mando del general Dámaso Berenguer, trató el caso con sumo hermetismo.
Azaña, enterado desde el primer momento de lo ocurrido, teme por su seguridad. Es sospechoso de incitar esa felonía contra la llamada “dictablanda”, junto con sus pares firmantes del Pacto de San Sebastián, acuerdo político que unió a las fuerzas por la República meses antes. En efecto, las ansias de cambio eran evidentes y el levantamiento armado se contemplaba como una opción, pero el suceso en Jaca, por falta de comunicación, se adelantó a lo planeado. Ante el peligro, Azaña, quien fungía como presidente del Ateneo de Madrid, encontró refugio inmediato en la casa de su amigo Guzmán, resuelto a ocultar al futuro presidente republicano. Solo fue una noche, pues el perseguido se trasladó a otro escondite al amanecer, justo antes de que la policía allanara el hogar del mexicano. Sin duda, Martín Luis estaba dispuesto a involucrarse en la sedición contra un sistema que no se ajustaba a sus preferencias ideológicas.
Mientras Guzmán publicaba artículos en periódicos de derecha o de izquierda, el soplar de los vientos republicanos continuaba. Las opciones de transformación se reducían debido a la actitud de los gobernantes. El anhelo democrático dio vuelco a la permanencia de los viejos esquemas, que buscaban impaciente renovación. Las elecciones cambiaron todo. Así, al amanecer del 14 de abril de 1931, Guzmán, invocado como “revolucionario de la revolución española” en la reseña publicada sobre ese día por Bello en el diario El Clarín, fue testigo de primera línea en los barrios madrileños, que resoplaban alegría, combinada con preocupación y azoro. Horas antes, hubo registro de fusilamientos contra el pueblo indefenso y otros actos agresivos. Bajando por la calle de Alcalá, frente al majestuoso edificio de Correos, unas manchas de sangre en las losas de la acera, que conducían hasta la puerta de un café, testificaban la violencia de los hechos. Desde el coche de un amigo, estacionado frente al Palacio Real, Guzmán observó al lado de dos compañeros el paso de la Guardia Real y la inquietud que pervivía entre los funcionarios gobiernistas. En el ambiente se escudriñaba claramente el diagnóstico: el rey y la monarquía estaban desahuciados.
Al extenderse la noticia de la victoria republicana, cúmulos desbordados de felicidad abarrotaron las avenidas de la capital española y las muestras de regocijo se armonizaban con el enaltecimiento de los símbolos que representaban el triunfo. La bandera roja, amarilla y morada comenzó a ondear en balcones privados y en astas de edificios públicos. Los expectantes tertulianos del Henar, ansiosos por información, vieron entrar al mexicano copartícipe de sus pesares y sobresaltos quien, como lo afirmó –con mucha certeza, por cierto– Rivas-Xerif (cuñado de Azaña), estaba acostumbrado “a los azares, sobresaltos, zozobras y esperanzas de las revoluciones”. Con semblante contento, invitó a todos a salir y contemplar, en lo alto del Palacio de Comunicaciones, frente a la Cibeles, el pabellón de sus querencias políticas. Luego corrieron al escondite donde todavía Azaña esperaba la comprobación del cambio. El encierro había terminado. El siguiente paso era tomar el poder.
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Un mexicano en la Revolución Española