Las dos caras de San Cristóbal

Antonio Rubial García

El mito de San Cristóbal remite a los teomama, aquellos sacerdotes que cargaban los bultos o envoltorios (tlaquimilolli) sagrados de los aztecas durante su peregrinación. Quizá por ello fue rápidamente asimilado en las comunidades indígenas.

 

En el muro norte del templo de Santiago Tlatelolco, en la Ciudad de México, aún se puede admirar un enorme mural que representa a San Cristóbal cargando al niño Jesús sobre sus hombros ante la mirada de un pequeño ermitaño que los observa desde su cueva. La pintura, muy posiblemente posterior a la remodelación del templo que se hizo a principios del siglo XVII, es un mudo testigo del interés de los franciscanos por fomentar entre los indígenas el culto a este santo, muy popular como patrono de los viajeros. Los indios tomaron su imagen para representar al teomama, el sacerdote que en el mundo prehispánico portaba el bulto sagrado de los dioses. Muchos pueblos y ciudades de Nueva España se pusieron bajo su protección (como Ecatepec, Ciudad Real en Chiapas y Tlacotalpan); descubridores y conquistadores como Colón y Olid llevaban su nombre. Su devoción sigue aún viva en México, donde es común encontrar sus estampas en taxis y camiones.

La popularización del culto a este peculiar santo gigante en la Europa cristiana se remonta al siglo XIII, aunque su leyenda comenzó a gestarse al menos dos siglos antes. Su enorme imagen aparecía pintada, ya para el Bajo Medioevo, en los muros de muchas iglesias para que todo viajero la viera, pues había la creencia de que aquel que lo hiciera no sufriría ese día una muerte súbita. Las primeras noticias de un santo venerado con ese nombre surgieron en el Oriente cristiano, muy posiblemente en Egipto, donde se le conocía como “el cabeza de perro (kenokephalos)”. Quizás como remembranza de las antiguas divinidades egipcias (como el dios chacal Anubis), o bien como recuerdo de las campañas de Diocleciano entre los marmaritanos de Libia (asociados con los hombres perro que habitaban en las márgenes del mundo), su leyenda se vinculó con un gigante de cabeza monstruosa obligado a servir como guerrero al imperio. Según la narración mítica, este personaje se convirtió al cristianismo en Siria, recibió en el bautismo el nombre de Christophorus (el portador de Cristo) y murió martirizado alrededor del año 300.

Los cristianos orientales lo representaron a menudo como un soldado romano con cabeza perruna, pero no fue hasta el tiempo de las cruzadas que los occidentales comenzaron a tener noticias de este peculiar santo que, salvo su nombre y el hecho de ser un gigante, les era totalmente desconocido. Por ello, desde el siglo XII varias narraciones comenzaron a llenar ese vacío de información alrededor de ese “portador de Cristo”, con versiones muy alejadas de su original oriental con cabeza de perro. Jacobo de la Vorágine, en su Leyenda dorada, fue el encargado de recopilar dichas versiones y lo describe como un gigante cananeo (único elemento que sobrevivió de su canino origen) de nombre Reprobus (rechazado, maldito) que, orgulloso de su fuerza, solo estaba dispuesto a ponerse al servicio del rey más poderoso del mundo.

Primero encontró uno que pretendía serlo, pero descubrió que dicho monarca le temía al Diablo; fue entonces en busca de este y se puso a su servicio, hasta que en el cruce de un camino el demonio huyó despavorido al contemplar una cruz con el Cristo muerto sobre ella. Reprobus decidió entonces buscar a ese poderoso señor que tenía tal poder sobre Satán y en sus pesquisas llegó a la cueva de un ermitaño, quien lo instruyó en el cristianismo y le aconsejó servir al prójimo ayudando a los viajeros a cruzar un caudaloso río.

Una tarde llegó a solicitar sus servicios un niño, a quien el gigante subió sobre sus hombros y que conforme avanzaba en el trayecto iba pesando cada vez más, por lo que Reprobus estuvo a punto de perecer ahogado. Al llegar a la otra orilla, el niño le comunicó ser Cristo y para probárselo le ordenó clavar en la tierra el tronco que le servía de báculo para cruzar el torrente. Al instante el cayado se convirtió en una frondosa palmera cargada de dátiles. A partir de entonces el gigante cambió su nombre por el de Cristóbal, el portador de Cristo, a quien sirvió el resto de su vida.

 

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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).

 

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