La ciudad, que ya contaba con lámparas incandescentes en varias de sus calles más importantes, se llenaba poco a poco de cables y postes por donde fluía la electricidad, una tecnología que había sido asimilada con escasa o nula oposición por la mayoría de los ciudadanos y el gobierno desde el último cuarto del siglo XIX.
Los pasajeros que a diario pasaban a bordo del moderno tranvía por las actuales calles Amado Nervo y Héroes Ferrocarrileros de la colonia Santa María la Ribera, mientras se desplazaban con rumbo al centro capitalino o volvían de él, atestiguaron el cambio paulatino en materia de alumbrado público que el paisaje urbano experimentaba. La ciudad, que ya contaba con lámparas incandescentes en varias de sus calles más importantes, se llenaba poco a poco de cables y postes por donde fluía la electricidad, una tecnología que había sido asimilada con escasa o nula oposición por la mayoría de los ciudadanos y el gobierno desde el último cuarto del siglo XIX.
En 1898, por ejemplo, cuando se inauguró la primera gran obra en la materia con la que se iluminó el Zócalo, la actual calle de Madero, algunos tramos de Paseo de la Reforma y otros puntos importantes de las colonias cercanas, el periódico El Mundo Ilustrado sintetizó parte del sentir de la sociedad en torno a este invento: “Sin luz no hay higiene ni moralidad, la luz espanta al ladrón, modera al intemperante, refrena al vicioso, influye en el desarrollo de las buenas costumbres. Una ciudad alumbrada no es solo es más bella, no solo más cómoda, sino más segura, más morigerada y más pulcra. Bien por el ayuntamiento que nos ha redimido de las tinieblas”.
Los espectáculos públicos llevados a cabo en parques y plazas, las funciones en el moderno cinematógrafo o en el teatro, las conmemoraciones cívicas, los salones de baile, las cocinas de algunos lujosos restaurantes y otros no tanto vieron ensancharse o prosperar sus dinámicas sociales bajo el manto de la luz eléctrica e incluso la diversión por la noche pudo extenderse un poco más. O al menos eso anhelaron. Quizá entre los dueños de las fábricas textiles o mineras –favorecidas con el abasto energía eléctrica en las primeras décadas del Porfiriato– no faltó quien pensara que la llegada de la luz eléctrica a sus empresas magnificaría aún más su producción.
Pero no todo fue ensueño. Antes del cambio de siglo la sociedad, a través de la prensa, ya se había enfrascado en algunos debates que en la víspera del cambio de siglo resurgieron o se intensificaron: que si los ahuehuetes de la Plaza Mayor no crecían por culpa de la incandescencia de las bombillas; que si las plagas de zancudos se habían multiplicado por culpa de estas; que si la medicina incorporaría más y mejores tecnologías en su infraestructura gracias a la luz; que si los caminos se abrirían a pasos agigantados para la instalación de los rieles tranviarios que seguirían reduciendo los tiempos de traslado entre las colonias cuya población también se incrementaba; o que si este gran invento llegaría también a la mayoría de las casas habitaciones en sectores populares –pasarían varias décadas para que esto ocurriera.
Otro reto trascendental se dio en el ámbito legal, toda vez que se carecía de normas que regularan su uso. Desde que en 1901 tuvo lugar el primer caso de robo de electricidad, las inspecciones a distintos negocios y personas sospechosos de ser “ladrones de luz” se intensificaron. Así, Pedro Torres, dueño del hotel Ambos Rumbos, fue señalado de hacer uso de una conexión clandestina para abastecer “57 luces eléctricas”; o como un “salón de belleza por el área de Santa Ana que había establecido un circuito con una línea eléctrica que suministraba energía a una farmacia aledaña” (El Imparcial, 9 de diciembre de 1901). De a poco emergían casos de quienes se beneficiaban de la invisibilidad del recurso, desde los conocidos como la fábrica tabacalera La Michoacana, el Salón México o el reconocido teatro Monte Carlo, hasta uno que otro lector anónimo nocturno.
Pero no eran robos comunes, dado que requerían las habilidades de incipientes técnicos –que se colgaban de los cables, alteraban medidores, reconexiones interrumpidas, entre otros recursos– y la policía no fue al principio la encargada de sancionar; en realidad solo había personal capacitado por las empresas proveedoras para detectarlos e interrumpirlos, como la Compañía Mexicana de Luz y Fuerza (CMLF) establecida en 1902. Al paso de los años, las autoridades jurídicas debatieron en torno a cómo solucionar los vacíos legales para solucionar esta actividad criminal.
En aquella primera década del siglo XX, quien quisiera luz podía desde luego contratarla legalmente, pidiendo el suministro a la CMLF, ya fuera para fuerza motriz, calefacción, iluminación –el costo era por número de luces, que mucho después cambiaría a la regulación por medidores– o la combinación de ellas. Al tiempo, la expansión y evolución del recurso generó otros debates y tampoco satisfizo a todos los usuarios por igual, pues a pesar de que muchas regiones del país tuvieron acceso a una red eléctrica, ello no significó que puedan hacer uso eficiente de ella… hasta nuestros días.
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Ladrones de luz