La historia del hijo maldito

Joaquín E. Espinosa Aguirre

Bolívar acogió a Agustín Jerónimo de Iturbide, hijo del primer emperador mexicano y quien fue uno de sus ayudantes más cercanos, por lo que lo acompañó en diversas andanzas, prácticamente hasta la muerte del libertador caraqueño en 1830.

 

Una última asociación que se dio entre ambos personajes fue cuando el primogénito de Iturbide, Agustín Jerónimo, sirvió a las órdenes de Bolívar durante sus últimos años de vida. Este muchacho había permanecido en Europa estudiando en el colegio anglo-católico de Ampleforth, en Yorkshire, y contaba con veinte años cuando se convirtió en ayudante o edecán de Bolívar (había nacido en 1807). Sin embargo, el cómo acabó viajando Iturbide al sur no queda muy claro, pero en 1827 ya se encontraba al servicio del caraqueño. Por supuesto, el ministro del exterior mexicano no estuvo de acuerdo; sin embargo, Bolívar ignoró las quejas, y al final, terminó acercándose de manera sobresaliente al que en 1822 había sido príncipe heredero a la Corona del Imperio mexicano. Es curioso que sea la literatura la que más justicia le ha hecho a esta relación, por medio de la espectacular novela de Gabriel García Márquez, El general en su laberinto, donde el premio nobel señaló:

“Tres cosas conmovieron al general desde los primeros días. Una, fue que Agustín tenía el reloj de oro y piedras preciosas que su padre le había mandado desde el paredón de fusilamiento, y lo usaba colgado del cuello para que nadie dudara de que lo tenía a mucha honra. La otra era el candor con que le contó que su padre, vestido de pobre para no ser reconocido por la guardia del puerto, había sido delatado por la elegancia con que montaba a caballo. La tercera fue su modo de cantar.”

Lo último le había conmovido tanto, que alguna vez Bolívar le dijo al joven: “con diez hombres cantando como usted, salvábamos el mundo”. En el informe sobre la muerte de Bolívar, se dice que “jugó a la manilla [que es un juego de cartas], apoyado en su edecán Iturbide [...] que a poco, le ayudó a subir la escalera antes de acostarse”. El libertador falleció esa noche, la del 17 de diciembre de 1830, y Agustín Jerónimo regresó a México, ya que en ese momento se había levantado la proscripción a su familia. Seguramente la decisión de ir a su parricida patria se había fundado en las recomendaciones de su mentor, recogidas nuevamente por García Márquez:

“Váyase para México, aunque lo maten o aunque se muera. Y váyase ahora que todavía es joven, porque un día será demasiado tarde, y entonces no se sentirá ni de aquí ni de allá. Se sentirá forastero en todas partes, y eso es peor que estar muerto”. Lo miró directo a los ojos, se puso la mano abierta en el pecho, y concluyó: “Dígamelo a mí”.

Agustín Jerónimo moriría en Nueva York en diciembre de 1866. Su madre lo había hecho cinco años antes, también en el destierro, en Filadelfia. Los Iturbide no regresarían a México sino con Maximiliano, que adoptó a dos descendientes del primer y único emperador mexicano; sin embargo, el final de este segundo monarca tampoco distaría mucho del primero: ambos fueron destronados y fusilados después, lo que seguramente habría complacido a Bolívar.

 

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Bolívar e Iturbide: simpatías y diferencias