La figura de San Jorge asimiló para el cristianismo características de héroes como Belerofonte, Perseo, Beowulf, entre otros, quienes derrotaron bestias místicas con antecedentes culturales muy antiguos. De acuerdo con la tradición, San Jorge se apareció ante los primeros cruzados ayudándolos a combatir por el dominio de la Tierra Santa. Génova y Barcelona lo nombraron su patrono, al igual que en Alemania lo hicieron los emperadores y los caballeros teutónicos.
Muchos de nosotros estamos familiarizados con la imagen de ese guerrero a caballo que atraviesa con su lanza a un fiero dragón, figura que ha despertado la imaginación de numerosos pintores y escultores occidentales desde la Edad Media hasta la era barroca. Van der Weiden, Uccello, Rubens y varios más han representado al héroe vestido con brillante armadura montado sobre su soberbia cabalgadura y han desbordado su fantasía en la bestia alada y serpentina, reptante y herida. Su mítica leyenda se difundió sobre todo a partir del siglo VII, época en que el imperio bizantino se enfrentaba con el avance del islam frente al que perdió sus territorios en Palestina, Siria y Egipto. En ese convulso periodo aparecieron los santos guerreros, soldados cuyas historias se remontaban a la época de las persecuciones romanas, escenografía de sus martirios; con los nuevos tiempos, fue rescatado el oficio militar que habían tenido en vida para convertirlos en protectores celestiales contra las fuerzas del mal representadas por los musulmanes.
Desde finales del siglo V circulaba un texto, la Passio Georgii, en la que se hablaba del origen capadocio del santo y se narraba su martirio. Sobre ese primer texto se elaboró una sorprendente y poco creíble serie de tormentos que duraron siete años y durante los cuales Jorge murió tres veces con sus sucesivas resurrecciones. Envenenado, cortado en dos con una rueda erizada de clavos y espadas e introducido en un sartén enorme lleno de plomo derretido, Jorge murió, resucitó y consiguió la conversión de sus verdugos y de la emperatriz Alejandra. Invocó al cielo para incendiar y destruir un templo pagano, con todo y sus ídolos y sacerdotes, y obtuvo de Dios la resurrección de diecisiete personas muertas desde hacía cuatrocientos sesenta años, solo para poder bautizarlas, haciéndolas desaparecer a continuación. El emperador que ordenó sus tormentos (Diocleciano supuestamente) y los 72 reyes paganos que habían promovido las persecuciones contra los cristianos fueron aniquilados por una ráfaga de fuego, mientras el santo moría finalmente decapitado. La insólita narración fue condenada como apócrifa por el papa Gelasio I en 476, quizás porque el relato de los resucitados muertos antes de la venida de Cristo sonaba a herejía y porque ningún emperador romano murió en la forma que la Passio describía. La versión latina debió ser heredera de una más antigua en griego y contemporánea de otras en copto, armenio, etíope y árabe, idiomas hablados por cristianos sobre los que el papado romano tenía nula influencia y que no se enteraron de la condena.
En esas primeras versiones del martirio de San Jorge todavía no aparecía la sorprendente historia del dragón, la cual debió surgir cuando su culto se difundió por Siria, Anatolia, Armenia, Egipto, Etiopía y Georgia (reino este último que tomó su nombre). Incluso en Occidente, el poeta Venancio Fortunato registró en el siglo VI una basílica dedicada a su culto en Maguncia y otras fuentes hablan de sus templos en Galia, Bretaña e Italia. En esos territorios, desde tiempos precristianos, héroes y dioses aparecían representados venciendo a monstruosos seres: el babilonio Marduk mató a Tiamat, encarnación del caos acuático, e impuso el orden; el egipcio Horus, sol invicto, alanceó al cocodrilo del inframundo; Indra, dios-héroe de India, venció con un rayo al dragón de la sequía Vritrá; el griego Belerofonte atacó y sometió a la Quimera; el micénico Perseo salvó a Andrómeda de la serpiente Cetus, convertida en piedra con la cabeza de Medusa; el germano Sigfrido aniquiló a un dragón, cuya sangre lo hizo invencible; Beowulf fue un guerrero anglosajón matador de dragones y monstruos. La figura de San Jorge asimiló a todos esos héroes, hizo posible su cristianización e insertó en la tradición religiosa de Occidente a un nuevo personaje cuya genealogía formaba parte de un sustrato universal muy antiguo.
El dragón (del griego drákon, serpiente), el otro actor de la narración, tenía también una larga historia detrás: acuáticos, terrestres y aéreos, algunos arrojaban fuego, otros aires pestíferos, unos tenían alas y patas, otros no; en varias culturas representaban regeneración, poder y sabiduría, para otras, como la cristiana, eran símbolos del mal y del paganismo vencido. Protector de los barcos y de los bosques entre los germanos; señor del inframundo para los eslavos; animal sagrado en China, portador de abundancia y fortuna; Quetzalcóatl, se representaba en Mesoamérica como serpiente emplumada, señor del viento y creador de la humanidad. Este ser fantástico estuvo presente en casi todas las civilizaciones del planeta.
Cuando los cruzados llegaron a Tierra Santa a finales del siglo XI San Jorge y su dragón ya habían anexado a un insólito martirio otra historia digna de un caballero andante, de un héroe mítico, de un personaje con validez universal. Fray Jacobo de la Vorágine, en la Leyenda dorada, inicia su relato sobre la vida de San Jorge cuando este guerrero llega a la ciudad de Silca, en la provincia de Libia, y se entera que un dragón que habitaba en su enorme lago infestaba con su aliento pestífero todo a su alrededor sembrando la muerte. Para aplacarlo, los habitantes arrojaban al agua todos los días dos ovejas, pero cuando se les acabaron sus rebaños, comenzaron a echar suertes para entregar jóvenes para ser devoradas. Tocó la suerte que la hija del rey saliera elegida para tan cruel destino, pero cuando se dirigía hacia el lago y el dragón iba hacia ella, fue interceptado por el Perseo cristiano San Jorge, quien lo hirió con su lanza después de hacer la señal de la cruz.
Aunque algunas versiones dicen que la bestia murió en el encuentro, Jacobo de la Vorágine le dio un final aún más insólito y milagroso al relato. El santo bajó de su caballo y pidió a la princesa su cinturón, el cual colocó en el cuello del dragón herido, que los siguió hasta la ciudad como un manso perrillo. Al ver a la fiera todos huían, pero San Jorge les dijo que nada debían temer, que Cristo lo había enviado para que su ciudad se convirtiera a la fe y los conminó a bautizarse. A continuación pidió al rey que en adelante protegiera los templos cristianos, respetara a sus sacerdotes, acudiera con su pueblo al oficio divino y fuese generoso con los pobres. “Despues de catequizarlos convenientemente –prosigue fray Jacobo– San Jorge dio un beso de paz al monarca y se marchó de la ciudad” para dirigirse a su martirio. Aunque fray Jacobo incluye en su relato varias de las torturas que se describían en las antiguas versiones, prefirió eliminar aquello de las resurrecciones, tan altisonantes para la ortodoxia católica.
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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).
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