La historia de dos locos por amor

Leonardo García

Algunos individuos fueron admitidos como enfermos, pero otros intentaban el diagnóstico de locura para salir impunes de actos coléricos u otras causas reprobables.

 

Dentro de aquel conjunto, en 1768 es posible encontrar el caso del sastre Joseph de Silva, proveniente de San Martín Texmelucan y de quien la Inquisición hizo el siguiente perfil: “El reo ha exclamado en público que ‘Dios nos caga la porra’, que ‘Dios fornica a la Virgen’ […] herejías tales como no creer en la existencia del infierno, decir que sus partes sexuales pueden servir como hisopo para el agua bendita y afirmar que Dios es un mentiroso. Se sospecha tiene algún pacto con el diablo. Por las declaraciones del sastre, que tiene en ese momento 46 años, nos enteramos de que su mujer se ha acostado con un fraile y que, después de un pleito violento y escandaloso, los esposos se separaron. El pobre hombre ha quedado, como dice, muy ‘mohíno’ y detesta todo lo que tiene que ver con la Iglesia”.

Después de haber sido encerrado por algunos años en situación de hereje, el padre confesor de las cárceles de la Inquisición declaró que dicho sastre parecía tener “perturbado el juicio”. Posteriormente, dos médicos confirmaron el diagnóstico, observando “una melancolía, morbo o delirio melancólico, y en lo delirioso una extraña tristeza con mucha displicencia y aborrecimiento a todo objeto y como inclinado a soledad y tedioso al comercio y trato racional”.

Con ello, el sastre fue internado en el hospital de San Hipólito. Teniendo intervalos de lucidez y de sensatez, fue considerado un “lunático”, y al no resultar un enfermo peligroso, se le permitió una ocupación en la portería del hospital.

Otro ejemplo es el arresto del mulato libre Antonio de la Cruz, en 1738, acusado de maltratar a su mujer, Polonia Rosales. Un año después fue enviado al Santo Oficio en Ciudad de México, debido a la sospecha de ser bígamo. Allí los médicos determinaron que padecía un “afecto melancólico” que afectaba su corazón, pero no la razón. El abogado defensor alegó que el reo manifestaba signos de demencia y fatuidad; sin embargo, el Santo Oficio se negó a aceptar la locura del mulato, sosteniendo que fingía.

Al igual que el caso del sastre Joseph de Silva, se sostuvo que Antonio de la Cruz mostraba signos de enloquecimiento, exacerbándose con los movimientos de la luna, pero sin llegar a considerarse completamente “lunático”. En enero del mismo año, la “melancolía” de Antonio de la Cruz y los argumentos de sus médicos y abogados terminaron persuadiendo al juez inquisidor, quien terminó enviándolo a San Hipólito, donde murió a poco más de un mes de haber sido internado.

Un tercer caso es el de don Andrés Sánchez de Tagle, quien la noche del 25 de agosto de 1796 y saliendo del teatro Coliseo, metió la mano bajo las enaguas de la sobrina del marqués de Sierra Nevada. Algunos testigos afirman que incluso la abrazo, otro que le había tocado las piernas y que la muchacha lo acusó a gritos de “pícaro insolente malcriado”. Un médico que anteriormente había tratado a aquel hombre certificó que sufría “un delirio melancólico, sin furor alguno ni audacia, por lo que se constituyó en el estado de simple demencia y no en el de manía”.

De igual forma se dijo que ya anteriormente se había restablecido mediante baños, diluyentes y ejercicios moderados, pero –agregaba el médico– que no se curó perfectamente, por lo que continuaba manifestando continuas vigilias, un genio taciturno y algunos raptos y enajenamientos. Los actos del supuesto enfermo le llevaron a ser encarcelado y posteriormente declarado como melancólico y puesto al cuidado de su madre para que lo procurara. Sin embargo, ella terminó por solicitar el ingreso de su hijo al hospital de San Hipólito.

 

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Lunáticos… y no tanto