Juan Diego y las apariciones de la Virgen

La santidad indígena

Antonio Rubial García

El 31 de julio de 2002 el papa Juan Pablo II canonizó a Juan Diego en la Ciudad de México, después de un apresurado proceso, sin ninguna prueba de su historicidad y sin cubrir el requisito de un milagro atribuible al personaje, aunque apelando a “un culto inmemorial” a su figura.

 

Desde el siglo XV, la cultura occidental creó un concepto unificador para denominar a los habitantes de América; concepto que, por otro lado, nació del error surgido desde los primeros contactos de los europeos con el “nuevo continente”, imaginado como la India. Desde entonces, la palabra indio sirvió para denominar a todo un complejo mundo de realidades sociales, lingüísticas y culturales, a las cuales se aplicó una misma calidad de inferioridad; aunque se le reconoció la humanidad, se le impusieron los esquemas peyorativos que Occidente utilizaba para definir al otro: bárbaro, pagano y salvaje.

Con la conversión al cristianismo de grandes masas de nativos americanos –hecho considerado como providencial y justificante de la conquista armada–, estos hombres y mujeres pasaron a ser considerados dentro de una nueva categoría: la de fieles católicos sometidos a la obediencia de las “paternales” autoridades virreinales y de la Iglesia. Con todo, la supervivencia de sus ritos y creencias antiguos, las numerosas rebeliones contra la dominación española y los fenómenos de sincretismo que modificaron las creencias cristianas, movieron a muchos religiosos, como fray Domingo de Betanzos, a considerar que estos neófitos eran incapaces de captar la grandeza de la religión que se les traía por ser viciosos, inconstantes y brutos.

Sin embargo, frente a esa posición negativa, hubo religiosos como fray Bartolomé de las Casas que proponían una visión más optimista y concebían a los indios como seres virtuosos, humildes, habilidosos e inteligentes. Ambas posturas tuvieron sus seguidores desde el siglo XVI y aún las podemos encontrar bien avanzado el Siglo de las Luces. En las centurias siguientes, una de las novedades introducidas en la discusión sobre la capacidad del indio se centró alrededor de la posibilidad de que algunos de sus congéneres pudieran alcanzar el más alto grado de perfección cristiana: la santidad.

La vida de Juan Diego

Aparte del relato de los niños mártires de Tlaxcala (Relatos e Historias en México, núm. 161), sacerdotes criollos e indios nobles comenzaron a recrear las vidas de aquellos indígenas visionarios presentes en la apariciones de las varias imágenes milagrosas que se veneraban en el ámbito novohispano desde el siglo XVI: Juan Cuauhtli, el otomí que tuvo la revelación de la Virgen de los Remedios; Juan Diego, el tlaxcalteca a quien se apareció la Virgen de Ocotlán; Diego Lázaro, quien recibió la visión del arcángel San Miguel en Nativitas, Tlaxcala; y, sobre todo, Juan Diego, el personaje principal de las apariciones de la Virgen de Guadalupe. A lo largo de los siglos XVII y XVIII, sus figuras comenzaron a tener una presencia destacada en la pintura y fueron tratados como personajes con atributos propios, aunque ninguno de ellos fue objeto de una biografía independiente del ícono prodigioso, salvo Juan Diego, el devoto de Cuauhtitlán.

El primer autor que incluyó datos sobre él fue Luis Becerra Tanco. En su obra Felicidad de México (1675) insistió en la situación de pobre macehual del vidente y remarcó que la aparición se hizo ante un humilde miembro de la raza conquistada, “para que no se acreditase el milagro con la autoridad de las personas sino con la evidencia del suceso”. Este autor hizo notar también algunas virtudes del sujeto patentes durante las apariciones: su humildad y obediencia, su ánimo discreto y la pureza de su conciencia. Agregó además (basado, como dice, en tradiciones más modernas) la presencia de una esposa, María Lucía, con la que vivió castamente después de haber recibido ambos el bautismo de manos de fray Toribio de Motolinía.

La mención del reconocido fraile franciscano, así como el tema de la castidad en el matrimonio (basado en las vidas de San Isidro labrador, San Julián y otros santos casados), son dos de los recursos retóricos más novedosos de esta construcción. Un último dato, expresado bajo el argumento demostrativo de la “voz común”, es el de la visita que la Virgen hizo a Juan Diego antes de su muerte. Becerra Tanco aportó tembién fechas de nacimiento y muerte de los personajes implicados en la narración, incluido el tío Juan Bernardino, lo que daba al relato cargas de historicidad.

Para tales aseveraciones, Becerra se basó en el texto indígena Nican motecpana (atribuido a Fernando de Alva Ixtlilxóchitl) y, sobre todo, en los testimonios de las informaciones que en 1666 se mandaron hacer entre la nobleza indígena de Cuauhtitlán, con motivo de la primera petición de un oficio propio para la advocación guadalupana ante la Santa Sede. Aquí debemos resaltar que los detalles sobre la vida del vidente fueron obtenidos en un ambiente indígena, aunque más de cien años después de los supuestos sucesos y ante la total ausencia de testimonios originales del siglo XVI.

Sobre esos datos, el jesuita Francisco de Florencia elaboró la primera biografía formal de Juan Diego, la cual, aunque aportó muy poco a lo dicho por Becerra, enriqueció en cambio la construcción hagiográfica con numerosas disquisiciones morales. Este autor incluyó, en La estrella del norte de México (1688), un apartado especial (el capítulo XVIII) con el título: “Quién fue Juan Diego, sus virtudes y dichoso fin”.

Al hablar de su humildad y sus demás virtudes, Florencia consideraba que ellas lo hicieron merecedor de los favores celestiales. La práctica de la castidad es utilizada como argumento para demostrar la capacidad racional de los indios y refutar las opiniones que se dieron desde la Conquista respecto a que ellos carecían de entendimiento o eran incapaces para el cristianismo. Aunque en Florencia está presente la asimilación de virtud a civilización (lo que coloca al México prehispánico en el nivel de la barbarie), el rescate de los indios cristianos a través de la figura de Juan Diego, de su tío Juan Bernardino y de su mujer María Lucía es utilizado como argumento de su capacidad moral.

Al final de su biografía, Florencia nos pinta a un Juan Diego ermitaño que ha entrado al servicio del santuario después de la muerte de su mujer y con permiso del obispo Zumárraga, y que durante diecisiete años realizó humildes oficios y ocupó largos espacios de su tiempo en la contemplación y la meditación, ejercitándose en obras de mortificación, ayunos y disciplinas, y comulgando tres veces a la semana. En 1548, a sus 64 años, Juan Diego recibió, mientras barría la ermita, el aviso de “la señora desde su altar” sobre “la cercanía de su tránsito”; al acaecer este, su cuerpo fue colocado junto al de su mujer en la iglesia del santuario. Además de su deuda con Becerra Tanco, Florencia dice basarse en una historia manuscrita en lengua mexicana (sin lugar a dudas el Nican motecpana) que le facilitó Carlos de Sigüenza y Góngora, heredero de los papeles de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl.

El final de la hagiografía, sin embargo, presenta un dato que no había sido cuestionado hasta ahora: la disquisición sobre una imagen, copia del original, que Juan Diego legó a un hijo suyo y que poseía, en tiempos del padre Florencia, don Juan Caballero y Ocio, criollo ilustre, quien la donó al santuario de Guadalupe construido por su iniciativa en su natal Querétaro. La mención a un hijo del venerable contravenía la tradición avalada por el Nican motecpana que aseguraba que Juan Diego y su mujer se habían mantenido vírgenes y no tuvieron hijos. Florencia soluciona la contradicción diciendo que pudo ser un niño adoptado por el casto matrimonio entre los innumerables huérfanos que quedaron de la guerra de conquista.

La hagiografía creada por Florencia fue la fuente de la que se valieron todos los escritores posteriores que hablaron del venerable e inspiró la primera pintura que lo representa de manera individualizada: se trata del “verdadero retrato de Juan Diego”, donde el vidente aparece arrodillado frente a un pozo y que en la actualidad forma parte de la colección de la Basílica de Guadalupe.

 

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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).

 

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