Jaime Nunó

Ricardo Lugo Viñas

En 1901 Nunó fue redescubierto por un grupo de mexicanos en la ciudad de Buffalo, en el estado de Nueva York, después de que se le creía muerto. El gobierno porfirista lo invitó al país para ofrecerle un homenaje.

 

1901, mayo. La ciudad estadounidense de Buffalo, que hace frontera con Canadá mediante el cauce del río Niágara y sus emblemáticas cataratas, se ha convertido en el centro del mundo. ¿La razón? Es sede de la Exposición Panamericana, feria internacional en la que los países hacen gala de sus mejores

producciones e innovaciones tecnológicas, científicas y culturales. México ha enviado una representación. Una mañana, algunos de la comitiva nacional almuerzan en el restaurante del Women’s Educational and Vocational Union Building. Entre ellos destacan el capitán Víctor Hernández Covarrubias y Antonio Rivera de la Torre, periodista de El Imparcial que ha ido a cubrir la participación mexicana.

Aquel restaurante era frecuentado por un modesto viejecito catalán, pianista y maestro de canto, quien era muy popular entre la comunidad de aquella ciudad. Tal como lo relató meses después el periódico mexicano El Tiempo –y lo anota el pianista e investigador Cristian Canton–, cuando la camarera del lugar se percató de que aquellos comensales hablaban el idioma del personaje, le pareció una cortesía presentárselos. Así se dirigió al capitán Hernández: “[aquí hay] un señor que habla español y que a usted como mexicano le ha de simpatizar, pues compuso una pieza musical que en su país se toca mucho. Se llama Jaime Nunó”.

Los mexicanos no lo podían creer. Si era cierto lo que ella decía, el maestro Nunó, a quien se consideraba muerto, se encontraba a tan solo unas mesas de distancia, a punto de desayunar. El capitán y el periodista se levantaron y se acercaron al hombre, quien, quizá con asombro, los saludó respetuoso. “Lo conozco a usted, es el autor de nuestro himno”, sentenció Hernández. A lo que Nunó habría contestado: “Sí. ¿Pero cómo, aún se toca ese himno en México?”.

Cuba y el músico militar de la reina

1853, marzo. El general Antonio López de Santa Anna se encuentra en La Habana. Procedente de Colombia –de su autoexilio–, se dirige a México con el cometido de asumir la presidencia nacional por última vez. Antes decide hacer escala en la isla caribeña y aprovecha para encontrarse con antiguos amigos cubanos y autoridades españolas insulares. Es invitado a presenciar el concierto que ofrecerá en el Teatro Tacón la contralto mexicana Eufrasia Amat, llamada el Jilguero Mexicano.

El recital resulta un éxito. Santa Anna pide conocer al joven y talentoso pianista que ha acompañado a Eufrasia. Se trata del oficial del ejército español e instructor de la Banda del Regimiento de Infantería de la reina. Arribó a la isla en octubre de 1851 con la encomienda de coordinar musicalmente los actos oficiales de la Corona y a las bandas locales. Es Jaime Nunó Roca, originario de San Juan de las Abadesas, Gerona, región de Cataluña. Se educó en Barcelona e Italia con el maestro Saverio Mercadante. Tiene veintinueve años y es tremendamente valorado en los círculos artísticos habaneros y españoles.

Santa Anna le cuenta sobre la empresa que está por desempeñar en nuestro país y le ofrece trabajo. La oferta incluye su alta en el ejército mexicano con el grado de capitán y el puesto de director general de todas las bandas, amén de un rumboso sueldo. El catalán no lo piensa demasiado y dos meses después ya se encuentra en Ciudad de México, ofreciendo un concierto de beneficencia en el Palacio del Ayuntamiento.

No es la primera vez que pisa suelo nacional, ni que recorre las calles de la capital. Unos meses antes, en septiembre de 1852, había viajado desde La Habana en el bote inglés Deen. Invitado por su coterráneo y amigo, el también músico y editor Narcís Bassols –abuelo del futuro secretario de Educación Pública y diplomático mexicano–, quien hacía unos meses se había instalado en Ciudad de México, Nunó conoció nuestro país.

Ahora regresa, por invitación del general mexicano, y se instala nuevamente en la céntrica casona que renta su amigo Bassols, ubicada en la calle Zulueta –actualmente Venustiano Carranza–, muy cerca del entonces llamado Teatro de Santa Anna, donde el catalán compondrá aquella melodía patria que hoy es uno de nuestros más altos símbolos nacionales.

 

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