Agustín de Iturbide fue un hombre admirado por Simón Bolívar por encauzar la independencia de México, aunque años después denostaría sus decisiones como monarca del nuevo imperio.
Muy temprano en la vida del efímero Imperio mexicano, en mayo de 1822, y una vez que había sido electo emperador por el Congreso, Iturbide le escribiría una carta al libertador sudamericano. En ella, declaraba la admiración por su heroísmo mostrado en la guerra, lo que fomentó, decía, “mis deseos de imitar las virtudes militares y civiles de que disteis repetidos testimonios”. La razón de escribirle era para comunicarle de su designación como monarca, “un peso que me abruma”, al tiempo de estrechar la “buena armonía establecida felizmente entre Colombia y México”, naciones libres e independientes que tienen, decía, el gobierno que eligieron, concluyendo que “sus caudillos no pueden dejar de amarse y protegerse”.
Por su parte, Bolívar no ignoraba del todo los acontecimientos de la antigua Nueva España, pues ya en la Carta de Jamaica (del 6 de septiembre de 1815) había referido que “los sucesos de México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados para que se puedan seguir en el curso de su revolución”; no obstante, estaba al tanto de la reunión de un gobierno en Zitácuaro, bajo el control del “célebre general Rayón”, quien seguía manteniendo a Fernando VII; conoció de la elección de un generalísimo dictador, “que lo es el ilustre general Morelos”; supo de la jura de una constitución “para el régimen del Estado”, así como la publicación del “sabio” plan de paz y guerra, del doctor Cos, en el que se reclamaba el derecho de gentes.
Finalizaba el repaso de la situación novohispana refiriendo que, según él, “por causas de conveniencia, se conservó la apariencia de sumisión al rey y aun a la constitución de la monarquía”. Es decir, que pensaba que se trataba solo de la máscara de Fernando VII (como la llamó Marco Landavazo), y no por convicción. En 1821, con el Plan de Iguala, se daría cuenta de lo contrario: que había una parte importante del reino que suspiraba por una monarquía.
Volviendo a 1822, el día 26 de septiembre desde Cuenca (Ecuador), Bolívar escribió a Fernando Peñalver para señalarle que se había enterado de que Iturbide “se hizo emperador”, y hacía una falsísima profecía: “sin duda será muy buen emperador; su imperio será muy grande y muy dichoso, porque sus derechos son legítimos, según Voltaire, por aquello que dice: El primero que fue Rey, fue un soldado feliz”. Se equivocaba rotundamente. Lo cierto es que esa proclamación monárquica no era de su total agrado, ya que aseguraba en tono irónico: “están creyendo algunos que es muy fácil poner una corona y que todos la adoren; y yo creo que el tiempo de las monarquías fue, y que, hasta que la corrupción de los hombres no llegue a ahogar el amor a la libertad, los tronos no volverán a ser de moda en la opinión”.
Y continuaba: “Usted dirá que toda la tierra tiene tronos y altares; pero yo responderé que estos monumentos antiguos están todos minados con la pólvora moderna y que las mechas encendidas las tienen los furiosos, que poco caso hacen de los estragos”. Era claro que la admiración por las acciones de Iturbide no se coronaba con la aprobación del sistema político que había elegido para gobernar México. De hecho, en algún momento Bolívar se refirió a Iturbide como “emperador por la gracia de Dios y de las bayonetas”, lo que no estaba tan lejos de la realidad.
Tres años después su idea del exemperador se desdibujaría todavía más, aunque sin dejar de reconocer sus pasadas acciones. Al tiempo de plantearle a Francisco de Paula Santander la idea del Congreso de Panamá, el 6 de enero de 1825 desde Lima, Bolívar refirió la noticia de la muerte de Iturbide y el nombramiento de Victoria como presidente, diciendo que “todo esto es muy bueno y aun lo mejor que podría suceder”. Además, su idea de la monarquía no variaría: “la muerte de Iturbide es el tercer tomo de la historia de los príncipes americanos. Dessalines, Cristóbal y él se han igualado por el fin. El emperador del Brasil puede seguirlos, y los aficionados tomar ejemplo”. Se refiere aquí al presidente y luego emperador Jean-Jacques Dessalines (1804-1806) y al jefe provisional y también monarca Henri Cristophe (1806-1820), ambos de Haití, así como a Pedro I de Braganzza, monarca de Brasil (1822-1831).
Pero lo que pensaba de Iturbide se mantenía firme, e incluso el elogio que le dedicaba llama la atención poderosamente:
“el tal Iturbide [ahora era “el tal Iturbide”] ha tenido una carrera algo meteórica, brillante y pronta como una brillante exhalación. Si la fortuna favorece la audacia, no sé por qué Iturbide no ha sido favorecido, puesto que en todo, la audacia lo ha dirigido. Siempre pensé que tendría el fin de Murat. En fin, este hombre ha tenido un destino singular, su vida sirvió a la libertad de México y su muerte a su reposo. Confieso francamente que no me canso de admirar que un hombre tan común como Iturbide hiciese cosas tan extraordinarias. Bonaparte estaba llamado a hacer prodigios. Iturbide no; y por lo mismo, los hizo mayores que Bonaparte.”
Aquí salta a la vista uno de los elementos que hermanó a ambos personajes; es decir, la admiración por Napoleón, ¡y cómo no, si era el personaje de la época entre los militares americanos! Iturbide, sabemos, quiso imitar la coronación de Bonaparte en su propia ceremonia de consagración; y si bien no hay certeza de que Bolívar presenciara este suceso en Notre-Dame el 2 de diciembre de 1804, se ha especulado con al menos dos versiones: una dice que siendo invitado a asistir junto al embajador español, rechazó acudir porque para Bolívar ya no era Napoleón un héroe de la república, sino un tirano monarca; la otra versión dice que si bien le dio repulsión la ceremonia monárquica, le causó mucha admiración la aclamación universal de que fue objeto Bonaparte. Finalmente, como escribió John Lynch en su biografía, el caraqueño “sentía atracción y repulsión al mismo tiempo”.
El caso es que a partir de la muerte de Iturbide, terminan por desdibujarse las referencias que hace Bolívar de él, pues se convirtió en un ejemplo más del fracaso monárquico, lejos de ser héroe o libertador. Interesante resulta el dato de que, una vez fusilado Iturbide, las autoridades mexicanas destinaron a Ana Huarte, viuda de aquel, para que residiera en Colombia, lo cual incluso fue notificado al ministro Miguel Santa María. Sin embargo, no se concretó este destierro y los Iturbide-Huarte se trasladaron junto con su madre a Estados Unidos, donde muchos de ellos morirían posteriormente.
Años después, en febrero de 1826, desde Lima, Bolívar envió una carta confidencial a Santander, donde hacía referencia a los planes “napoleónicos” de José Antonio Páez, y en una parte reservadísima, le dijo que aquel “debe temer lo que Iturbide padeció por su demasiada confianza en sus partidarios; o bien, debe temer una reacción horrible de parte del pueblo por la justa sospecha de una nueva aristocracia destructora de la igualdad”, pues ese pueblo sabía de sus planes de amonarcarse, con los que daba muestra “de la ambición vulgar y de una alma infame capaz de igualarse a la de Iturbide y esos otros miserables usurpadores”. Iturbide ahora era un usurpador.
Cuando escribió algunos días después al propio Páez para reprocharle sus aspiraciones, le advirtió lo siguiente: “en fin, amigo, yo no puedo persuadirme de que el proyecto que me ha comunicado Guzmán sea sensato, y creo también que los que lo han sugerido son hombres de aquellos que elevaron a Napoleón y a Iturbide para gozar de su prosperidad y abandonarlos en el peligro”. Sin embargo, también Bolívar tenía enemigos, y como Iturbide, sus dotes de estadista le ganarían todavía más. De ahí el señalamiento que le hizo a Santander en enero de 1824, que parece más bien un anuncio profético:
“Sería demencia de mi parte mirar la tempestad y no guarecerme de ella. Bonaparte, Castlerogh, Nápoles, Piamonte, Portugal, España, Morillo, Ballesteros, Iturbide, San Martín, O’Higgins, Riva Agüero y la Francia, en fin, todo cae derribado, o por la infamia o por el infortunio ¿y yo de pie?, no puede ser, debo caer.”
Y cayó, pero no de manera tan vertiginosa como aquellos, no a manos de sus propios compatriotas, como el mexicano. Para él estaba guardado otro desenlace, no menos lastimero.
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