Historias de taxista

Cómo ser taxista y no morir en el intento

Marco A. Villa

Una boyante y moderna metrópoli a la que aspiraba ser la Ciudad de México en la década de 1910 merecía también servicios de la mejor calidad y los taxis no fueron la excepción.

 

Aunque la capital nacional aún no estuviera preparada para proveerles la infraestructura ni las leyes necesarias para su eficaz operación, con todo y que los caminos y calles empezaban a ser alineados, pavimentados y alumbrados, se ubicaron paradas, edificaron estaciones e instalaron más sitios de coches de alquiler en puntos clave, además de que se aplicaban reglamentos como el de Circulación de Automóviles de 1903 o el de Coches de Alquiler reformado en 1905.

Más abundantes cada vez, los automóviles de alquiler –incluidos los forcitos o fortingos, como llamaban al modelo Ford T, que alcanzaba los setenta kilómetros por hora–, y los modernos autotaxímetros que ya comenzaban a circular, debían seguir algunas incipientes reglas que imitaban las de otras naciones del mundo (como Francia y EUA) para poder compartir los tradicionales caminos de terracería, macadán o asfaltados con alguna que otra maltrecha calandria, (que cobraban 75 centavos por hora), así como con carros guayines movidos por animales, con decenas de tranvías de mulitas y también con los modernos trolleys eléctricos y los hacinados autobuses que a veces corrían sin control, ocasionando accidentes mortales. Todo ello para satisfacer la demanda de una población cada vez más numerosa que quizá también comenzaba ya a vivir de prisa.

En medio de estas nuevas formas de sociabilidad y la vorágine de la nueva dinámica urbana que además viviría la década armada, ser chauffeur del servicio público era considerado un trabajo calificado al despuntar la década de 1920, aunque de los de menor jerarquía en esa clasificación. Ello no significaba que la obtención de la licencia correspondiente fuera un trámite sencillo y poco exigente. Incluso, puede inferirse que los primeros requisitos de quienes se ponían frente al volante era conocer lo mejor posible no solo los caminos sino también sus atajos, además del tipo de automotor que condujeran, fuera un Oldsmobile, Packard, Cadillac, Columbia Six, Stutz Bearcat, Studebaker, Locomobile, White, entre otros modelos que se irían incorporando en los siguientes años.

Enseguida estaban las disposiciones del gobierno capitalino, en las que la licencia de conducir y la libreta para el servicio público eran los fines últimos. Para ello, los candidatos debían presentar un difícil examen con el inspector de automóviles –que también revisaba las unidades y aprobaba o descalificaba su incorporación al servicio de alquiler–. Si lograban aprobar, debían dar dos fotografías e informar nombre, edad y domicilio, los cuales eran registrados tanto en la Inspección del Gobierno del Distrito Federal, como en la licencia.

Posteriormente les aplicaban un segundo examen para hacerse de la codiciada libreta que los acreditaba, ahora sí, como chafiretes. Más difícil que la anterior, esta prueba era ante un inspector de coches de alquiler y un jurado calificador integrado por propietarios de unidades o flotillas, pues a fin de cuentas, serían estos últimos quienes emplearían a algunos de los choferes. Por otra parte, debían corroborar que eran mayores de veintiún años, saber leer y escribir, tener buen desarrollo físico y demostrar buena conducta, para lo cual era necesario presentar un documento en el que dos personas “idóneas”, que vivan en la Ciudad de México, den cuenta de conocer al candidato desde hace por lo menos un lustro, calificándolo como un hombre honrado.

Una vez aprobado este segundo examen, había que dar cinco fotos al Gobierno del Distrito Federal, que después de archivar la solicitud y crear un expediente, por fin emitía la libreta en la que el nuevo conductor podría registrar sus viajes en hojas blancas, además de consultar el reglamento vigente que, entre otras cosas, le exigía que portara un uniforme, exhibir una bandera metálica azul o roja, dependiendo de la categoría del auto, y llevar visible e impreso el tarifario. Está demás decir que el auto debía estar impecablemente aseado, al igual que ellos.

Hoy algunos podrían pensar que los requisitos para ser chofer de taxi se han suavizado; sin embargo, cada época implica la adaptación y transformación de las exigencias –al igual que las trasgresiones– para obtener las licencias y placas de los siempre polémicos taxis. Pero lo que sí es un hecho es que este tiempo, a principios del siglo XX, representó un parteaguas en una materia que sigue evolucionando hasta nuestros días.

 

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