En 1539 algunos indios bautizados sirvieron de guías a los religiosos españoles para llevarlos a la cueva donde veneraban a su Dios. Los predicadores, con ardor y eficacia, les hicieron ver los bárbaros sacrificios y demás impiedades, que por relación habían sabido, para dar inicio al proceso de sustitución de Oztoteotl por Cristo, a través de un sorprendente prodigio.
El dios está en la cueva sagrada, réplica del útero materno, exigiendo corazones para mantener el mundo, hacía él se dirigen los peregrinos que desde los cuatro puntos cardinales llegan danzando a las barrancas de Chalma. Caracolas, cascabeles, flor y canto se unen en la celebración del ritual de la vida en que se ofrece a Oztoteotl, el Señor de las Cuevas, la sangre preciosa, para que el espejo de Tetzcatlipoca Negro siga humeando, todos los milagros ocurran, la vida continúe y el universo persista.
Sereno e impenetrable, juez y vengador, omnipresente y omnisciente, va a cambiar de forma y figura al ser sustituido por un Cristo agustino y novohispano que, a sus muchos atributos, agregaría la facultad de perdonar, inútil en un mundo donde el pecado no existía, indispensable en la nueva cristiandad.
Dos versiones de la aparición corrieron paralelas, la que defendieron algunos de los indios diciendo que la imagen había sido colocada en el sitio por los padres y la que sostenía que la habían llevado al lugar los ángeles del cielo. No importaba ya, Oztoteotl-Tezcatlipoca no había podido defenderse, su destrucción no había ocasionado el fin del mundo, ni mayor catástrofe que su derrota. La estupefacción, las dudas penetraron en el alma de los indios ¿y si el Dios de los frailes fuera más poderoso?
Esta publicación es un fragmento del artículo “El Santo Señor de Chalma” de la autora Esther Sanginés García y se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, núm. 28.