Antes que Hernán Cortés arribara a las playas de Chalchihuecan, el prodigioso tianguis de Tlatelolco recibía diariamente miles de almas que adquirían los insumos que les eran de importancia. Desde entonces la palabra “mole” ya tenía un significado culinario: en lengua náhuatl molli significa “guisado”.
El guajolote, la tortilla, el jitomate, el cacao, la miel de abeja, el aguamiel, el azúcar de caña de maíz, el cacahuete, los chiles mulato, ancho, pasilla y el chipotle rayado o “meco”, son productos originarios de México que fueron y son base primordial para preparar el mole de guajolote, platillo tan elogiado (y también vituperado), que fue llevado a la cumbre gastronómica mexicana desde hace más de tres siglos y medio. Sin embargo, este excepcional guiso de origen precolombino poco a poco fue tomando cuerpo gracias a otros productos llegados del mediterráneo, de los archipiélagos malasio y filipino, de India, Arabia y el continente africano.
Con la llegada de los españoles el mole precolombino se siguió desarrollando en los fogones del pueblo, en las cocinas de muchos lugares de la Nueva España, donde las matronas indias, mestizas, negras, mulatas y criollas europeas, le fueron adicionando una cosa u otra, para que con el paso de los años se convirtió en el platillo supremo, en la delicia fiestera y conmemorativa, puesto que un guiso de esta naturaleza no puede surgir por generación espontánea.
Hoy es muy amplia la presencia de este platillo en muchos estados de la República, basta con recordar el exquisito mole negro de Oaxaca, el mole de Xico, en Veracruz, el de Aguascalientes o el tlaxcalteca, que a pesar de sus variaciones, casi todos se basan en los productos con que se elabora el mole de guajolote poblano.
El mole –sobre todo el poblano– con el tiempo se ha convertido en una leyenda, pero también en una realidad a toda prueba, ya que hoy día es considerado el plato nacional por excelencia. Se le adjudican ascendientes diversos, como el aristocrático, pero principalmente el conventual, es decir, se afirma que nació de las “manitas santas” de las religiosas del convento de Santa Rosa en la ciudad de Puebla, y específicamente de la labor de Sor Andrea, imbuida de la sutileza ante el sobrado menaje de cacharros de cobre, madera, vidrio “verdizo” y la imponderable loza prieta y colorada del barrio de la Luz, donde todavía se fabrican las indispensables cazuelas moleras conocidas como “poblanas”.
Esta publicación es un fragmento del artículo “El mole” del autor Jesús Flores y Escalante y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 38.
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