El Colegio de Tlatelolco representa el proyecto más importante que haya tenido lugar en la Nueva España para la educación de los indígenas y la compenetración de las tradiciones occidental y mesoamericana. Al cabo de sesenta años, miles de indígenas adquirieron en el colegio las herramientas jurídicas, literarias, administrativas y lingüísticas para comprender el nuevo orden y garantizar la comunicación entre los mundos indígena y español. El dominio del latín les abrió las puertas para el conocimiento de las ciencias, la filosofía y el derecho occidentales. De Tlatelolco salieron notables intelectuales y escritores indígenas, como Hernando de Alvarado Tezozómoc, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Juan Bautista Pomar o fray Diego Valadés, y muchos otros asumieron cargos de autoridad en sus pueblos, como gobernadores, alcaldes o miembros del cabildo.
Lo que no era el colegio
Es fundamental distinguir el Colegio de Tlatelolco de otras instituciones educativas. En cada convento franciscano, y probablemente en algunos de sus pueblos de visita (es decir, en los que no había “casa” de los frailes, pero sí acudían a administrar sacramentos) había una escuela de artes y oficios. A estas escuelas acudían sobre todo jóvenes que pertenecían a familias de artesanos, y en ellas continuaban su formación en los oficios de tradición indígena, como la plumaria, y aprendían una notable variedad de nuevos oficios artesanales europeos: como fundir una campana, bordar en punto de cruz o fabricar una vihuela.
En cada convento se practicaba también la enseñanza de la lectura y la escritura, destinada, sobre todo, a los hijos de la nobleza indígena local. Tal alfabetización ocasionó una reacción en cadena, por así llamarla: los nobles de mayor edad y otros jóvenes con diversos cargos en cada pueblo pedían con avidez a los jóvenes que se estaban formando en el convento que les enseñaran también a ellos a leer y escribir. Esta práctica permitió que en los pueblos de indios hubiera autoridades con capacidad para manejar testimonios y registros escritos. Gracias a eso los indígenas dejaron constancia escrita de su historia, sus genealogías y sus conflictos, y pudieron llevar los registros propios de la escribanía (había escribanos indígenas en los diferentes ámbitos, unos llevaban los asuntos de la iglesia, otros, las actas del cabildo, algunos más las causas presentadas en la audiencia local).
Tendríamos que agregar también la formación del grupo de indígenas que integraban las “capillas” de música de cada pueblo. Ellos recibían y reproducían la instrucción musical de tradición europea, había instrumentistas y cantores, todos ellos adquirían prestigio y prerrogativas en la comunidad por su saber especializado y, por cierto, adquirían cierto conocimiento del latín, puesto que debían aprenderlo para los cantos.
Por último, hay que tomar en cuenta que la catequesis matutina en el atrio, en la que participaba toda la población, era una forma de enseñanza que incluía las oraciones básicas, como el Padre nuestro, el Credo y el Ave María, además de los sacramentos.
Pues bien, el Imperial Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco no era ninguna de las cosas antes descritas.
En primer lugar, es preciso recordar que, de acuerdo con la tradición medieval –en ese aspecto, plenamente vigente– existía una distinción tajante entre las artes manuales y las artes liberales. Entonces, los estudiantes y egresados del Colegio de la Santa Cruz podían colaborar con artistas formados en las escuelas de artes y oficios, pero no habían tenido otro contacto con ellas; eran formaciones separadas. De hecho, los colegiales de Tlatelolco tenían cercanía con libros cuyas páginas estaban estampadas; así que conocían muchas imágenes de origen europeo y posiblemente tenían un buen entendimiento de ellas, tanto plástico como iconográfico, pero ese no era su oficio.
A veces se vincula con ligereza el estilo de las ilustraciones del Códice Florentino con los estudios en el Colegio de la Santa Cruz. Se trata de un error fruto de la ignorancia del tema educativo por autores como el propio Donald Robertson (1919-1984). Los grandes colaboradores de fray Bernardino de Sahagún en la concepción, recopilación, en las transcripciones, redacciones del Códice Florentino se habían formado en el colegio, por supuesto que sí. Eran corresponsables, junto al franciscano, de la realización intelectual del proyecto. Es muy probable que varios de los colegiales de Tlatelolco tuvieran un vínculo preferente con algunos pintores individuales o con algunas cuadrillas de pintores en particular, y que ese vínculo se haya prolongado a lo largo de los años y haya influido, por ejemplo, en la muy buena cultura libresca que tenían los pintores de este manuscrito, conocedores de infinidad de grabados. Un indicio de este vínculo lo constituye la presencia, en los muros del convento de Tepeapulco, de composiciones y figuras similares a las que se utilizarían en el Códice Florentino, que no fue puesto en limpio en Tepeapulco. Pero lo que es importante tener claro es que ninguna “escuela” de pintores pudo formarse en el colegio de Tlatelolco, que era una institución de altos estudios, sin ninguna liga formal con los oficios manuales.
Lo que sí era el colegio
El Colegio de la Santa Cruz era una institución de altos estudios, es decir, de nivel universitario, si bien tenía sólo algunas de las cátedras que se impartían en la Universidad. Las asignaturas fundamentales eran Gramática, Lógica (a veces llamada “dialéctica”) y Retórica, que constituían lo que se conocía como el trivium. En las épocas de auge del colegio había más maestros y era posible introducir otras asignaturas, como geografía, historia y preceptiva literaria. Por un tiempo se estudió también medicina.
No había una asignatura de derecho en el colegio, pero tenemos indicios de que el uso de autores latinos y de algunas obras propias de la cultura humanista, como los Emblemata del jurista Alciato, dio cierta familiaridad a los estudiantes con los conceptos e instituciones jurídicos, lo cual dejó cierta huella en los cabildos indígenas del siglo XVI. Dicho de otra forma, el entendimiento de las leyes y los procedimientos, también de aspectos simbólicos y jerárquicos de la administración virreinal, era mucho más viable para los indígenas que habían sido alumnos del colegio; muchos de ellos iban a ocupar puestos en los cabildos de sus respectivos pueblos.
Orígenes y sentido del colegio
Al ver el interés y buena disposición que mostraban algunos indígenas a seguir aprendiendo, después de habérseles enseñado a leer y escribir, los franciscanos empezaron a dar cursos de gramática latina en el año de 1532. Aprovecharon para ello un área contigua a la capilla de San José de los Naturales del convento de México, donde hacía unos cinco años que florecía una magnífica escuela de artes y oficios.
Los cursos tuvieron suficiente éxito como para llamar la atención del obispo fray Juan de Zumárraga y del virrey Antonio de Mendoza, quienes dieron su apoyo a la iniciativa franciscana de fundar un colegio en forma, y de agregar a los cursos de gramática los de lógica y retórica. Se decidió utilizar los terrenos del convento de los franciscanos en Tlatelolco, y allí se inauguró el nuevo colegio el día de la Epifanía de 1536, con la advocación de la Santa Cruz y el beneplácito del rey. Muchos pueblos indígenas, en particular del valle de México y sus alrededores, enviaron a uno o dos jovencitos pertenecientes a la nobleza para formar la primera generación de estudiantes, que llegaron a ser unos 80. Es bastante seguro afirmar que los chicos llegaban al colegio a la edad de 12 años y regresaban a sus pueblos al cumplir 14 o 15. En algunos casos, sin embargo, es posible que hayan llegado más pequeños. Sabemos que los franciscanos preferían alejarlos cuanto antes de su entorno familiar, para asegurarse de que crecieran alejados de la influencia de algunos adultos de sus comunidades. Por ello llegaron a argumentar sobre la conveniencia de que se les llevara al colegio entre los 8 y los 12 años, aunque no parece que haya sido la regla.
Había algunos que veían en el colegio una herramienta útil para elevar el nivel de instrucción de los indígenas con miras a la formación de un clero local. Quienes tenían esta visión del colegio serían quienes perderían más pronto su convicción en el proyecto. Recordemos que a fines de la década del 1530 hubo varios casos muy sonados de idolatría que dejaron a la vista la supervivencia de algunas creencias y prácticas no cristianas entre magos, curanderos y algunos líderes indígenas. Fue particularmente impactante el caso de don Carlos Ometochtli, noble de Tetzcoco, que era cercano a las autoridades y la élite española, incluso cercano a la familia de Cortés, y fue acusado de idolatría. Algunos vieron este caso como una muestra de lo temerario que era confiar en los recientemente convertidos para encomendarles tareas de conducción de los fieles, y esta opinión fue decisiva para descartar el proyecto de formar un clero indígena.
Pero volvamos al Colegio de la Santa Cruz. Había otra corriente de opinión que consideraba muy valioso que se formaran indígenas seglares, humanistas eruditos, que fuesen capaces de estudiar y enseñar los grandes textos de la tradición occidental. El principal promotor de esta idea fue el propio virrey Mendoza. El virrey argumentaba así su convicción de que los estudios superiores serían benéficos para el proyecto colonial en su conjunto: “tengo por cierto que, si verdadera cristiandad ha de haber en esta gente, que esta ha de ser la puerta y que han de aprovechar más que cuantos religiosos hay en la Tierra”. Una institución de altos estudios para los indios era esa puerta a una verdadera cristiandad.
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El Imperial Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco