El gran maestro del robo

Luis González Obregón (1865 - 1938)

En septiembre de 1571 se denunció al fraile dominico Cristóbal de Trujillo por enseñar a los niños de Oaxaca a robar, y no las primeras letras, como era su deber. Y al que no quería robar, “lo amenazaba con penas y azotes”.

 

Para edificación y espanto de los que encumbran la moralidad de otros tiempos y lamentan con porfía la corrupción de los presentes, voy a extractar un célebre proceso criminal del siglo XVI, «fecho por denunciación» del Fiscal del Obispado de Antequera, hoy Oaxaca, contra Cristóbal de Trujillo, «fraile profeso de la orden de Santo Domingo» y clérigo ordenado de corona, si nos atenemos a las constancias de la causa.

El proceso se siguió ante el Juez Eclesiástico Deán de la Catedral, fungiendo como Notario, Juan de León, y ocupan las diligencias 22 fojas útiles, más una en blanco, escritas con caracteres revesados, que demandan paciencia de Job y vista de lince, para poderlas entender y leer.

La denuncia fue presentada el 22 de septiembre de 1571 al Muy Magnífico y Reverendo Señor Provisor de la Santa Iglesia de Oaxaca, Br. Martínez, por Don Juan Bautista, Alguacil Mayor, y Fiscal de la ciudad dicha, previas todas las solemnidades del derecho.

Consta en ella, que en aquel año del Señor, comía pan y bebía agua, el mencionado Cristóbal [de] Trujillo, y que dedicábase a la abnegada y benemérita tarea de «maestro de enseñar niños», vulgo «pedagogo», como es costumbre decir ahora en estos prosaicos tiempos de automóviles y bicicletas.

Pero el tal Trujillo, no se ceñía al estrecho programa que tenían entonces los maestros de escuela, consistente en enseñar a leer, primero deletreando, con soporífero sonsonete, y a la postre de corrido, como quien camina en vagón eléctrico; en escribir feos palotes o letras llenas de rúbricas y adornos; en fatigar la memoria infantil con retener ad pedem literae la doctrina, y en darles buen ejemplo a sus discípulos, para que siguiesen las «buenas costumbres».

No se contentaba con ejercitar la paciencia con los gritos de las criaturas, ni con soportar sus reiterados permisos para ir a beber agua o a sitios excusados, ni a sufrir las mil pesadas travesuras; como era la de introducirle en las fosas nasales calillas de papel a fin de que estornudase con estrépito cuan dormía la pesada siesta, de codos sobre la mesa y frente a los bancos de los pilluelos; sueño aprovechado entonces por los chicos para entregarse al más alegre retozo, sin importarles un bledo en aquellos instantes de regocijo, las disciplinas, las palmetas, los azotes que les propinaba «por lo que hacían y por lo que pudieran hacer», ni el que los hincase de rodillas con los brazos extendidos en cruz, ostentando, en sus cabezas despeinadas, sendas orejas de borrico.

Fue más lejos aquel clérigo de primera tonsura, que contaba solo 37 años, y que parece había sido procesado por el Provisor anterior. Cayó en las redes de un demonio mayúsculo, padre sin duda de los diablillos que inspiraban las travesuras inocentes de sus discípulos. De las tentaciones pasó a la seducción completa, y puso en planta un nuevo programa de enseñanza, haciéndose célebre por la clase de delito en que incurrió, único y singular, por lo menos no mencionan otro caso semejante nuestras viejas crónicas coloniales.

 

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N. de la R. Este texto proviene de la obra México viejo y anecdótico, publicada originalmente en 1909, en Ciudad de México, por la Librería de la Vda. de Ch. Bouret

 

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Un gran maestro del robo