El futuro no podía detenerse en Nueva España

Pilar Gonzalbo Aizpuru

El matrimonio como única forma de conformar una familia no se consolidó sino décadas después de la conquista. Al casarse se procuraba hacerlo con una persona que diera prestigio social.

 

Al margen de consideraciones biológicas, la identificación de mestizo solo se aplicó sin titubeos a los hijos de violencia ocasional o de uniones pasajeras en las que ni el padre español ni la familia materna indígena aceptaba a los vástagos nacidos de la violación o la servidumbre. La prohibición de la poligamia afectó a los caciques y principales de los primeros tiempos, hasta que asumieron, al menos en algunos casos, la costumbre de los españoles, que no dejaban de disfrutar encuentros ocasionales o incluso convivir con fieles compañeras, pero sin la responsabilidad de mantenerlas ni reconocer a los hijos.

Poco cambiaron las costumbres familiares en los pueblos y comunidades rurales. El matrimonio era universal y temprano, arreglado por los padres, con apoyo ocasional de la casamentera. Las parejas podían tardar algún tiempo en consagrar su unión con el vínculo sacramental, pero el retraso era achacable a la ausencia de un párroco o doctrinero cercano. La proximidad de alguna ciudad o villa de españoles alteraba ligeramente las costumbres por la demanda de mano de obra de los varones para minas, obrajes o talleres y la de mujeres, jóvenes o adultas, como mozas, nanas, chichiguas, cocineras o doncellas.

Los españoles pretendieron recrear en el Nuevo Mundo las costumbres que imaginaban, más las que conocían, de los señores y aristócratas de la península ibérica. Las grandes mansiones respondían más al lucimiento de la opulencia que a las necesidades reales de familias, que rara vez eran numerosas, por la gran mortalidad de niños y recién nacidos.

 

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