El encuentro con las monjas desterradas

Apuntes de Ignacio Martínez

Ignacio Martínez

El médico y general Ignacio Martínez escribió un par de obras sobre sus viajes al extranjero.

 

Hablando una tarde con el Ministro Americano, Mr. [Chester] Holcombe, me dijo que había dos mexicanas entre las Hermanas de la Caridad, de aquella capital [Pekín], aunque él no las conocía. Me propuse visitarlas al día siguiente.

El tiempo trascurrido desde que se expatriaron, añadido a la edad madura que ya tendrían y la vida de retiro y destierro en este sucio rincón del mundo, me hizo imaginar que iba a ver [a] un par de viejecitas magras y desdentadas, hablando de México como de un nebuloso recuerdo de su juventud.

Llamé a la puerta de “La Immaculée Conception”, que así se llama la casa que habitan las hijas de San Vicente: el portero, un viejo chino, abrió, y avisó a una Hermana de la Caridad, que supongo sería la tornera. A esta le dije en francés, que sabía se encontraban allí dos religiosas mexicanas y que iba a visitarlas. Me introdujo y me hizo tomar asiento en un pequeño locutorio amueblado con sencillez y esmero, y me dijo que ya avisaba. La primera que entró a pocos minutos fue una hermana como de 52 años, algo encorvada y de cara risueña y bondadosa. Salté de mi asiento y le dije en castellano que cuánto gusto tenía de ver a una compatriota en este pueblo tan retirado. Me abstuve, con pena, de abrazarla o darle la mano, porque de muchacho oí decir que eso no se hacía con las religiosas. Ella me contestó en francés que no entendía lo que le decía, que no hablaba castellano. ¡Oh!, sí, la interrumpí cambiando de idioma, Ud. habrá olvidado nuestra lengua, ¡tanto tiempo de destierro! No, me replicó, yo soy francesa: de las hermanas mexicanas de que Ud. habla, solo una está aquí, la otra en el hospital de San Vicente: la que habita con nosotros, pronto la verá Ud.; y salió a traerla.

A pocos momentos se presentó una joven como de 18 años, radiante de hermosura y de alegría, de un color blanco apiñonado, ojos y pestañas muy negras, nariz recta, labios bañados por la sonrisa y unos dientes tan blancos como pequeños. Me saludó con un trasporte de entusiasmo indecible.

Le manifesté mi sorpresa de verla tan joven después de un destierro tan prolongado. Me dijo que había profesado muy niña, y que bien pronto había salido de México. Que era hija de la misma capital y que vivía en la calle del Refugio. Hoy lleva el nombre de Sor Teresa Bernáldez. Preguntándole por su nombre antes de profesar, me dijo muy humilde: “En mi casa me llamaban Carlota”. Es huérfana de padre y madre y solo tiene un tío, que ignora si vive o muere: tanto tiempo así hace, que no le llegan cartas de México…

 

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