Dionisio, el santo sin cabeza

Antonio Rubial García

El obispo Dionisius inició la evangelización de los galos y, después de fundar muchas iglesias y bautizar a miles de paganos, fue apresado por el gobernador romano de Lutecia, la actual París, y sentenciado a muerte, al igual que sus compañeros Rusticus y Eleuterius.

 

Los hagiógrafos no se ponen de acuerdo si el obispo San Dionisius llegó desde de Italia a las Galias hacia el año 250, 270 o 280. Recibió en el bautismo el nombre del primer gentil convertido por la predicación de San Pablo en el areópago de Atenas, pero ¿no recuerda también el del dios del vino que los romanos llamaron Baco?

El obispo Dionisius inició la evangelización de los galos y, después de fundar muchas iglesias y bautizar a miles de paganos, fue apresado por el gobernador romano de Lutecia, la actual París, y sentenciado a muerte, al igual que sus compañeros Rusticus y Eleuterius.

Por ser noble, Dionisius, llamado ya Denis por los galos, no fue crucificado sino decapitado, como lo había sido San Pablo, de quien era fiel imitador. Pero, para sorpresa de todos los presentes, el cuerpo separado de la cabeza comenzó a dar signos de vida. Primero se puso a gatas y sus manos comenzaron a tantear el entorno en búsqueda del miembro perdido. Después de un rato de intentos fallidos, logró por fin asir su cabeza, la colocó bajo su brazo derecho y se puso en pie. Sus ojos comenzaron a abrirse y, con un leve movimiento, la cabeza mostró a su cuerpo el camino hacia una colina que se levantaba al norte de Lutecia.

Sus biógrafos aseguraban que incluso de su boca comenzaron a salir palabras inconexas que pronto se convirtieron en un sermón. Ante tan asombroso prodigio, los asistentes a la ejecución comenzaron a seguir al decapitado, cuya cabeza continuaba predicando mientras el cuerpo subía a trompicones la cuesta que lo llevaría a la cima de la colina. Finalmente ahí, Denis entregó su cabeza a la noble mujer romana Casulla y el cuerpo se desplomó sin vida a los pies de lo que había sido un altar pagano. Algunos historiadores señalan que dicha colina debió ser la de Montmartre (el monte de los mártires, en francés antiguo).

Cuando los emperadores romanos aceptaron el cristianismo y se convirtieron a la nueva fe, un templo comenzó a levantarse sobre un antiguo santuario pagano en otra colina más lejana a Lutecia. El rey merovingio Dagoberto lo amplió y se mandó enterrar ahí. El cuerpo y la cabeza de San Denis aún no se encontraban en ese espacio, sino en Montmartre. Una noticia del año 630 menciona su traslado y el de sus compañeros Rusticus y Eleuterius a ese nuevo templo. El rey Pipino el Breve lo amplió y su hijo Carlomagno construyó ahí una basílica de tres naves.

En el siglo X Hugo Capeto, padre de la dinastía que gobernaría a Francia cuatrocientos años, se mandó enterrar bajo sus bóvedas y, tiempo después, Saint Denis se volvería el santo patrono el reino y de la monarquía francesa. Un monasterio soberbio surgió a un lado del templo que resguardaba sus reliquias y, en el siglo XII, su abad, Suger, renovó la antigua iglesia carolingia mandando abrir en sus muros grandes ventanales que fueron cubiertos de vitrales de bellos colores que dejaban pasar la luz e iluminaban el sepulcro del santo; nacía con ello la primera iglesia gótica de Europa.

Para resaltar las reliquias de San Dionisio, Suger las colocó en una hermosa urna en el centro del coro y, a partir de su promoción, los reyes y reinas de Francia construirían soberbias sepulturas para ser enterrados a los lados del cuerpo del santo… y de su cabeza.

El insólito ejemplo de Saint Denis cundió por toda Europa y muchas ciudades quisieron tener como patrono un santo que, al igual que él, después de muerto cargaría con su cabeza para elegir el lugar de su sepultura. Así lo hicieron San Acaz de Amiens, San Albano de Maguncia, San Domnino de Fidenza, San Elifio de Toul, San Eucario de Liverdun, San Félix de Zurich, San Fortunato de Montefalco, San Genesio de Blanc, San Grato de Aosta, San Miniato de Florencia, San Mitrio de Aix, San Nicasio de Reims, San Mauro de Lectoure, San Miliau de Guimiliau, San Piatón de Tournai, San Román de Antioquía, San Lamberto de Zaragoza, etcétera. Todos ellos, aunque sus nombres parecen sacados de los cuentos de hadas, son personajes inscritos en el santoral romano; sus milagros son considerados auténticos y sus cabezas cortadas, reliquias veneradas, se conservan en los vetustos templos de esas ciudades medievales.

Hoy en día el templo de San Denis se encuentra en medio de un barrio musulmán de París y solo unos cuantos turistas aventureros lo visitan. Aparte, las aspirinas y el paracetamol han desplazado la especialidad de dicho santo desde la Edad Media, que era curar los dolores de cabeza. Su fiesta, el 9 de octubre, tampoco se celebra como se hacía en aquel entonces y, después de la Revolución francesa, su decapitada cabeza parecía ser una premonición de lo que pasó a los últimos monarcas franceses guillotinados, Luis XVI y María Antonieta.

El culto a San Denis decayó al desaparecer la monarquía que lo sustentaba y lo tenía como su patrono.

 

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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo; El paraíso de los elegidos; Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804); Monjas, cortesanos y plebeyos; La vida cotidiana en la época de sor Juana, entre otras.

 

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Dionisio, el santo sin cabeza que tuvo numerosos imitadores