De cuando Luis Echeverría aspiró a ser poeta

La humillación de un futuro presidente

Ricardo Lugo Viñas

1941. Invierno. Tres estudiantes aficionados a las letras salen de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, en el centro de la Ciudad de México, con la intención de conocer a un maestro de maestros: el bardo y periodista Porfirio Barba Jacob (1883-1942), escritor colombiano del más alto coturno y un inveterado viajero que había vivido en México en varias ocasiones.

 

Aquellos tres mosqueteros, armados con sus prístinos e ingenuos poemas de juventud bajo el sobaco, caminaron hasta el ruinoso y prostibulario Hotel Sevilla, en Ayuntamiento 78, donde vivía el poeta antioqueño que llevaba a cuestas la fama de poseer todas las virtudes y todos los vicios. “Soy un perdido, soy un mariguano. A beber y a danzar al son de mi canción”, escribiría Barba Jacob, cuyo verdadero nombre era Miguel Ángel Osorio Benítez.

Asiduo a la vida de hotel, Porfirio había habitado los más prestigiosos y los más piojosos y decadentes. Se dice que, en alguna ocasión que no tenía para pagar la renta, se intentó suicidar colgándose con una sábana del balcón del Hotel Washington (en donde cultivaba mariguana en macetas), como último recurso para obtener la prórroga del arrendador.

Las habitaciones que ocupó “el hombre que parecía un caballo” (como lo calificó su amigo Rafael Arévalo) siempre fueron escenario de íntimas tertulias, despachos para recibir visitas, antros de mala muerte con los peores potingues, templos de poetas malditos o cuevas para descaradas fiestas bragueteras. Así, aquel cuartucho en el Sevilla (“que caldeado por el humo de la marihuana empezaba a flotar como globo aerostático”) se convirtió en un tabernáculo y centro neurálgico de la clase política, intelectual y cultural de México. A diario era frecuentado por una caterva de jóvenes que buscaban su poético consejo.

Entre ellos, aquel mediodía de 1941 arribaron los tres escolapios en cuestión. Sus nombres: Wilberto Cantón, Fedro Guillén y Luis Echeverría Álvarez, quien casi treinta años después asumiría el cargo de presidente de México, en medio de un descontento social por la masacre contra estudiantes el 2 de octubre de 1968, cuando él era secretario de Gobernación.

De aspecto decoroso y burgués, embutido en un chaleco propio de un anciano, Echeverría tenía diecinueve años y acababa de fundar la revista de literatura México y la Universidad. En ella había logrado publicar algunos poemas cursis y combativos de Pablo Neruda, quien entonces era cónsul en México.

Hábilmente, Jacob solía ahuyentar a todo aquel que despidiera un tufo a orgullo o vacuidad. Aquel día ofreció a los jóvenes sendos cigarros de mariguana y tequila de dudosa procedencia, que Echeverría rechazó con cara de espanto: “Yo solo bebo cocacola”. Luego preguntó sobre algunos escritores, que Echeverría reconoció desconocer. Entre burlas, algún asistente le sugirió que mejor se dedicara a la contabilidad.

Finalmente, la gota que derramó el vaso: Jacob contó, con detalles a borbotones, algunos de sus encuentros homosexuales. Despavorido, Echeverría salió de ahí para dedicarse a lo verdaderamente suyo: escalar en los peldaños de la mefistofélica burocracia del poder.

 

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