Cuando nos quitamos el sombrero ¡hasta casi desaparecerlo!

Marco A. Villa. Historiador

Cuando llegaron los sesenta, la mayoría de la gente optaba por mostrar el pelo. Muchas figuras de México y el mundo imponían las modas que los demás imitaban, ¡y ya no había más sombrero coronando sus cabezas! Influyeron tal vez desde la apabullante preferencia por el automóvil cerrado, hasta el uso de la vaselina para engomar el cabello.

 

Fue el alma hecha forma de muchos combatientes durante la Revolución mexicana, junto con su pistola o rifle. Para muchos, una suerte de prótesis animada que lo mismo aventajaba su temperamento, que la galantería de su figura. A otros, parecía proveerles valor o simplemente se sentían indefensos sin él. Y también les protegía del sol y de la lluvia, o les calentaba la cabeza cuando el frío. Pancho Villa, por ejemplo, solía portar un salacof, del que desbordaba su “pelo rizoso” que, en conjunto con este y su “frente grande y comba”, enmarcaban sus mejillas quizá tostadas por el intenso sol del norte mexicano… ¡Ah!, y porque era “güero requemao”; o sea, de rancho.

De un sombrero se sirvieron desde los cientos de campesinos, peones y hacendados que se sumaron a esta lucha dispuestos a morir por la suya, hasta los civiles y militares de altos vuelos que quisieron conducir el rumbo de México hacia mejores destinos. Sin embargo, para hombres y mujeres de cualquier edad, antes y después de la Revolución, esta prenda fue una auténtica investidura: en la faena del campo o el trabajo en las ciudades; en las reuniones familiares o de amigos; cuando la visita al templo o en los salones de baile… el sombrero era habitual. Incluso en los actos públicos multitudinarios, el llamado monstruo de mil cabezas portaba sombrero. Tan arraigado en la cultura popular, nadie salía a la calle sin él. Mucho menos, quizá, hubo alguien que se atrevió a vaticinar su final… ¡Pero pasó!

Fuera de copa, borsalino, charro con punta, jarano, de palma, ribeteado, bombín, texano Stetson, chambergo, canotier…, los que lo usaban, poco a poco, tuvieron que desaprender su lenguaje: “colocarlo ligeramente hacia atrás, despejando la frente, representaba amistad y apertura; un sombrero entrecejado, inclinado hacia delante, era muestra de desafío; si se echaba de lado, era símbolo de galantería […]. La cabeza se descubría al saludar, al entrar en la iglesia o sentarse a comer”. Los niños, sus gorras y boinas; las mujeres de la alta, sus sofisticados sombreros –a veces discretos, a veces extravagantes–, también dejaron de usarlos cuando adoptaron tendencias que ya no les dieron cabida.

A un siglo de comenzar a ser un éxito, o por lo menos a partir de la apertura en 1847 de El Castor, sombrerería ubicada en el Portal de Mercaderes (frente al actual Zócalo capitalino –luego llegó El Sombrero Colorado, hoy Tardán–), esta prenda comenzó a caer en desuso a mediados del siglo pasado, al punto de dejar de ser indispensable en las metrópolis y en menor medida en muchos poblados y durante sus jornadas laborales. No pocos talleres y empresas fabricantes tuvieron que cerrar. Sin embargo, fue imposible que desapareciera por completo, dado el afecto que las generaciones más longevas le guardaban, además de que hubo años en los que parecía que despuntaría… aunque, otra vez, se apagaba. Eso sí, el debate entre los más viejos y los no tanto tiene, desde entonces, puntos de inflexión importantes: ¿es o no una prenda anticuada? ¿Da o no elegancia y estilo?

Cuando llegaron los sesenta, la mayoría de la gente optaba por mostrar el pelo. Muchas figuras de México y el mundo imponían las modas que los demás imitaban, ¡y ya no había más sombrero coronando sus cabezas! Influyeron tal vez desde la apabullante preferencia por el automóvil cerrado, hasta el uso de la vaselina para engomar el cabello, pues dejaba incómodos residuos en el interior de la prenda, entre otras razones. Décadas más tarde, las mujeres incorporaron a su apariencia las cabelleras abundantes y abultadas, así que nuestra prenda no fue más. Por su parte, los niños dejaron de usar sus boinas y gorras afelpadas o de gabardina, para lucir vistosas gorras deportivas.

 

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