¿Cuál fue la primera biblioteca pública de América?

La Palafoxiana nació en Puebla en 1646
Ricardo Cruz García

 

Imaginemos un lector en Nueva España en una sala llena de los libros más selectos. Imaginemos que vive en la Puebla de los Ángeles y que es el siglo XVII. Imaginemos, en fin, que se sienta ante una mesa de fina madera, toma un ejemplar, huele sus fojas, palpa sus caracteres y comienza a leer… y a pensar.

 

 

Ahora entremos a la Palafoxiana y dejemos de imaginarlo. Y, mejor, veámoslo: la primera biblioteca pública de América, establecida en la capital poblana, se mantiene en pie y abierta a los visitantes en la misma sede donde fue fundada con el fin de ofrecer un espacio para que cualquier persona que supiera leer pudiera acceder a ella y empaparse de conocimiento.

 

A la par de Europa

 

Fundada en 1646 gracias a la iniciativa del obispo de Puebla, don Juan de Palafox y Mendoza, la biblioteca tuvo su origen en el valioso acervo personal de alrededor de cinco mil ejemplares que este insigne personaje donó al seminario tridentino compuesto por los colegios de San Pedro, San Juan y San Pablo, el cual había sido establecido dos años antes por el propio Palafox y tuvo su sede en la antigua calle de San Pantaleón o San Juan (hoy 5 Oriente), en lo que era la casa de trojes –donde se guardaban cereales y frutos– del obispado poblano, a un costado de la catedral, que en ese momento estaba en proceso de construcción. De este modo, el espacio que sirviera para alimentar el cuerpo pasó a ser un recinto para nutrir la mente y el espíritu.

 

La creación de esta biblioteca obedeció a una tendencia que se había iniciado poco tiempo antes en Europa con la Bodleiana (1602) en Oxford, Inglaterra; la Angelica (1604) en Roma, y la Ambrosiana en Milán (1609), ambas en Italia. También apenas tres años atrás, en 1643, en París se había abierto la Mazarino, la biblioteca pública más antigua de Francia, cuyo primer encargado fue Gabriel Naudé, quien en 1627 había dado a la luz el primer manual en el mundo sobre cómo conformar un recinto de ese tipo. La Palafoxiana coincidió con las anteriores, además, en que su fondo de origen provino de colecciones particulares.

 

El fundador

 

Don Juan de Palafox avistó las costas del puerto de Veracruz en junio de 1640. Llegó como visitador general enviado por el rey de España, Felipe IV, y para encargarse del obispado de Puebla. En su viaje desde la sede del reino lo acompañó Diego López Pacheco, marqués de Villena y duque de Escalona, quien había sido nombrado virrey y capitán general de Nueva España.

 

Apenas unos meses después de la llegada de Palafox, en diciembre se suscitó en la península ibérica una crisis política a causa de la revuelta de quien fuera coronado como Juan IV de Portugal, a raíz de la cual esta nación obtuvo su independencia de la monarquía hispana. Fiel a la Corona, el obispo poblano nacido en Navarra respaldó la lucha contra los portugueses en tierras novohispanas, al grado que su labor fue determinante en la caída del virrey marqués de Villena –emparentado con Juan IV– en 1642.

 

Palafox fue visto como la opción más viable para ocupar provisionalmente el puesto vacante y fungió como cabeza del virreinato de junio a diciembre de dicho año. También en ese tiempo fue designado para quedar al frente del arzobispado de México; sin embargo, nunca aceptó tal cargo, lo que no impidió que muchos se refirieran a él como arzobispo.

 

Fungió como obispo de Puebla de 1640 a 1648. En ese periodo, uno de sus objetivos fue vigilar el cumplimiento de las disposiciones surgidas del Concilio de Trento (1545-1563), entre las cuales se hallaba el fortalecer al clero secular y crear instituciones de alto nivel para la formación de sus miembros, tal como lo hizo Palafox al fundar el seminario tridentino y su biblioteca.

 

Entre 1647 y 1648, don Juan entró en conflicto con miembros de la Compañía de Jesús. La pugna llegó al punto que el obispo tuvo que ser llamado a España por el rey Felipe IV, con el fin de calmar los ánimos. Palafox nunca más regresaría a su apreciada Puebla. Muchas décadas después, uno de los más ilustres jesuitas del siglo XVIII, Francisco Javier Clavijero –quien visitó en varias ocasiones la biblioteca debido a que vivió y estudió en Puebla por algún tiempo–, elogió la obra de don Juan, al que calificó de un gran hombre que se ganó la inmortalidad y dejó un extraordinario legado para la memoria humana, e incluso le dedicó unos versos: “Es difícil decir cuál fue mayor portento./ Si la vida que él llevó/ O las obras que realizó”.

 

Tras su regreso a España, fue designado obispo de Osma, en la villa El Burgo, a pesar de que se consideraba que merecía un cargo episcopal de mayor rango. Allí moriría en 1659. Años después se levantó una capilla en su honor dentro de la catedral local y hoy un famoso hotel, en el centro de esa ciudad, lleva el nombre de Virrey Palafox. Asimismo, después de un largo proceso y varios siglos después, en 2011 fue declarado beato por la Iglesia católica. También en 2016 se decretó inscribir su nombre en el Muro de Honor del Salón de Plenos del Congreso poblano.

 

Nace una fuente de luz

 

El recinto angelopolitano abrió sus puertas luego de que Palafox donara su acervo libresco mediante una escritura fechada el 5 de septiembre de 1646. Allí estipuló que sería “muy útil y conveniente hubiese en esta ciudad y Reino una biblioteca pública de diversas facultades y ciencias”. Ante el limitado acceso que los novohispanos en general, y los poblanos en particular, tenían a los libros, así como a la materia prima y a las imprentas –las principales estaban en Ciudad de México–, también señaló que con el nuevo espacio “los eclesiásticos seculares y regulares y otros profesores de las letras, cursantes y pasantes, pueden estudiar como les convenga por la gran falta que suele haber de libros en estas partes, por traerse de otras tan remotas y no haber en ellas número de impresiones y comodidad de papel”.

 

De esta forma se impulsaba la ilustración de un sector de la sociedad poblana, en especial de los sacerdotes, con obras de diversos autores y materias como teología, sacros cánones, leyes, filosofía, medicina y literatura, además de los libros que se fueren agregando. La donación, hecha de manera “buena, pura, mera, perfecta, irrevocable”, contempló incluso los estantes con rejería de alambre, dos globos (uno celeste y otro terrestre), una “piedra imán”, un espejo de quemar de acero, una caja forrada de terciopelo negro de Castilla con instrumentos matemáticos y compases, dos astrolabios para calcular la altura del Sol, una ballestilla, mapas y cartas.

 

En el documento hizo énfasis en que todo aquel habitante del obispado poblano que quisiera estudiar y ejercitar las letras podría hacerlo en la nueva biblioteca, que tuvo un horario matutino de ocho a once, y uno vespertino de tres a cinco. También estaba autorizada la copia de los libros dentro del recinto, “sin que de ninguna suerte se les pueda impedir, porque a este efecto principalmente dirigimos esta donación”.

 

Por supuesto, en aquella época no existía el préstamo externo en las bibliotecas, pero sí había hurto de libros, a pesar de que estaban cubiertos con el enrejado. Por tal razón, Palafox solicitó al papa Inocencio X un mandato para proteger de robos al lugar, lo cual llevó a que en febrero de 1648 la mayor autoridad de la Iglesia estipulara que “prohibimos y vedamos a cualquiera extraer o quitar, con cualquier autoridad” las obras de dicho acervo, tanto impresas como manuscritas, so pena de excomunión ipso facto. Además, se mandó poner una copia de tal prohibición en las puertas de la biblioteca o en algún otro lugar visible para que todos tuvieran conocimiento de ella y no hubiera pretexto para no cumplirla.

 

 

Continúa leyendo sobre el acervo, esplendor y riqueza de la Biblioteca Palafoxiana en el artículo completo “La Palafoxiana” del autor Ricardo Cruz García, que se publicó en Relatos e Historias en México número 116. ¡Cómprala aquí!