Los marqueses de Selva Nevada fueron un ejemplo de enriquecimiento gracias a la industria pulquera, aunque estudios económicos indican que muchas de estas riquezas fueron devoradas en tan solo tres generaciones.
Estas condiciones y la concentración de tierras laborables en pocas manos se unieron al proceso que implicaría una importancia creciente de la oligarquía novohispana durante las últimas décadas del virreinato. La Corona española otorgó títulos nobiliarios a los principales empresarios y miembros del Consulado de comercio por medio de la compra del título, debido al inmenso caudal que habían conseguido en los ramos de agricultura, comercio y minería. Muchos de ellos querían invertir sus capitales a mediano plazo sin experimentar mayor riesgo, siendo que, entre el ramo agrícola, el del cultivo del maguey era el que representaba menores pérdidas. Así apareció una curiosa “aristocracia pulquera” en el centro del país con títulos como el conde de San Bartolomé de Xala (otorgado en 1743); el conde de Santa María Guadalupe del Peñasco y el famoso conde de Santa María Regla (1768); el conde de Tepa (en 1775); el primer marqués de Selva Nevada o el del marqués de Vivanco (en 1791). Todos ellos emparentados socialmente en los momentos finales del virreinato y, de este modo, partícipes del comercio del pulque.
Esos nobles novohispanos pertenecían a una restringida élite social y económica; eran integrantes de familias de una pujante burguesía novohispana que luego se convertiría en mexicana. La mayor parte de esa nobleza fue creada en la época de los Borbones para honrar a quienes habían contribuido en la administración, la milicia o en el desarrollo económico del virreinato. Esta nobleza, entre otras cosas, intentó controlar los recursos, las materias primas, la tecnología, la fiscalidad y los mercados a su cargo que, en combinación, producían riqueza, siendo sus áreas de acción el comercio, la minería y la agricultura. En palabras de Doris Ladd, eran “en parte hidalgos, en parte cortesanos y en parte capitalistas”, lo que los distinguió del resto de los ricos del territorio.
No solo requirieron de amplias extensiones de tierras cultivables de agaves de aguamiel; tuvieron que realizar cultivos de maguey escalonados, esto para que en los subsecuentes años tuvieran una plantación que pudiera reemplazar a las plantas explotables, pero para ellos era una inversión barata, pues cada maguey costaba un peso o menos, y requería poco cuidado más allá de los periodos de trasplante y explotación. La planta podía rendir de doce a dieciocho pesos en producto comercial durante su cosecha, según se mencionan en los registros de la época. Alguno de ellos, como el tercer conde del Peñasco, escribió el primer escrito o “memoria” sobre el buen desarrollo del cultivo del maguey y de la elaboración del pulque como un negocio “mexicano”.
Esta especialización agrícola por parte de una élite que poseía territorio y capital suficientes para planear un cultivo a largo plazo, debido al tiempo de desarrollo de los agaves de aguamiel hasta alcanzar la madurez para su explotación (en promedio más de diez años), se benefició con la captación de mano de obra dedicada a cada labor requeridaen las fincas que se especializaron en el cultivo del maguey y en la elaboración del pulque, de donde obtuvieron enormes ganancias y la seguridad económica que requerían, mientras diversificaban sus ámbitos de inversión y comercio. Por ello decidieron comprar las fincas que estuvieran mejor situadas para abastecer a los mercados de la capital y a los centros mineros más cercanos; por ejemplo, las fincas de las jurisdicciones de Otumba (San Antonio Xala), Zempoala (Tepa), Teotihuacan (Acolman), Texcoco (Chapingo), Tepeapulco (Tepetates) y Apan (Chimalpa, Tetlapayac, Ocotepec, Tochac).
Tras obtener ranchos o haciendas pulqueras, estas familias novohispanas intentaron controlar no solo la producción sino la comercialización de la bebida (si tenían expendios aseguraban la venta de la producción directamente; si no, mediante un contrato por un precio determinado, por todo el pulque producido por un rancho o una hacienda durante un año, asegurando el ingreso sin estar involucrados con la venta del licor al menudeo). El historiador John Kicza expresa que el comercio del pulque redituaba una utilidad constante, pues los consumidores pagaban en efectivo, lo que aseguraba una demanda y subvencionaba los gastos del transporte diario que se efectuaba entre la zona productora y la Ciudad de México, a través de las recuas de mulas en los caminos reales de los valles de Teotihuacan, Otumba, Zempoala y Apan. De manera que, en comparación con otras zonas productoras de pulque, estas dejaron de tener una preponderancia indígena, convirtiéndose en centros productivos mestizos y de propietarios hispanos de latifundios.
De este modo algunos propietarios de fincas se convirtieron en dueños o arrendatarios de los 36 a 45 jacalones abiertos en que se habían convertido las pulquerías capitalinas, como la familia y descendientes del primer conde de Xala, Manuel Rodríguez Sáenz de Pedroso, que llegó a tener diecisiete ranchos y haciendas además de tres pulquerías; el segundo conde de Regla, Pedro Romero de Terreros Trebuesto, casado con una nieta del conde Xala, María Josefa Rodríguez de Pedroso, poseyeron en conjunto veintiún haciendas y el control de trece pulquerías; o los marqueses de Vivanco o de Selva Nevada con tres pulquerías cada uno. El conde de Tepa, Francisco Leandro de Viana, casado con otra nieta del primer conde de Xala, Josepha (o Josefa) Rodríguez de Pedroso que, además de poseer tres haciendas y cinco pulquerías, escribió una memoria sobre las bebidas de la Nueva España, en donde defendía al consumo del pulque sobre los destilados mexicanos. Como vemos, se había establecido una clara red familiar que vinculaba las propiedades con los lazos de las familias nobles, en donde influía tanto la seguridad económica que proporcionaba la posesión de grandes latifundios como el consiguiente prestigio social que esto traía aparejado. No obstante, las haciendas cargadas de hipotecas y de impuestos retrasados a veces devoraban la riqueza de las familias en tres generaciones, como ha resaltado el investigador Juan Pedro Viqueira Albán.
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La aristocracia pulquera novohispana