¿Cómo eran los funerales de los niños que pertenecían a la aristocracia novohispana?

La muerte del caballerito Ahumada, el niño que a los dos años ya era Capitán de Infantería del Real Palacio

Monserrat Ugalde Bravo

La representación plástica de los pequeños difuntos es un tema de gran sensibilidad. Permite conocer una serie de manifestaciones culturales y artísticas sobre cómo la sociedad trata de perpetuar un último recuerdo de los niños. Un ejemplo de ello es este interesante relato en el que se describen algunos detalles de la muerte infantil en la época novohispana.

 

El pequeño Agustín

Agustín Ahumada y Ahumada nació en España en 1754. Sus padres fueron don Agustín de Ahumada y Villalón, marqués de las Amarillas y 42º virrey de Nueva España, y Luisa María del Rosario Ahumada y Vera. En 1755 la familia salió de Cádiz con destino a Ciudad de México para cumplir con la responsabilidad real que les había sido encomendada. En el Diario de la marquesa se relata cómo fueron recibidos en el nuevo continente, con detalles sobre los festejos que se hicieron en su honor, llenos de gran alegría y expectación.

Manuel Romero de Terreros, en Bocetos de la vida social en la Nueva España, describe algunos acontecimientos de la corta estancia de la familia en este reino. Con tan solo dos años, el pequeño Agustín ya había recibido el nombramiento de capitán de la Guardia de Infantería del Real Palacio y verlo crecer era una gran motivación para sus padres. Sin embargo, un año después de su llegada empezó a enfermar de gravedad. A pesar de que su madre lo encomendó a la Virgen de Montserrat para que sanara, murió el 1 de marzo de 1756.

Ante la importancia de este triste suceso, se realizaron fastuosas exequias a las que asistió a rendir su pésame la aristocracia novohispana. A fin de soportar el dolor por tan terrible pérdida, los virreyes se trasladaron a Tacubaya a pasar el luto. En el lugar del marqués de las Amarillas quedó don Felipe Caballero, quien era su secretario particular.

Fastuosas honras fúnebres

En la capilla del Palacio Real fue el sepelio. Romero de Terreros apunta que sobre “una cama con colgaduras de damasco carmesí [estaba] el pequeño ataúd forrado de terciopelo nácar, guarnecido de franjas de Milán, y cuya tapa, cantoneras y tachuelas, eran de plata amartillada. Servíanle de mortaja un hábito de monje Benito, pero adornaban el severo sayal ricos ahogadores de diamantes, ‘siendo la guirnalda de los más costosos brillantes’”.

Después, los familiares trasladaron el cadáver al convento de Santo Domingo, acompañados por representantes de la divisiones de infantería y caballería. No podía faltar la presencia de niños. Era muy común que en los funerales infantiles parte del cortejo estuviera integrado por pequeños que acompañaban al difuntito durante el proceso de despedida. Según Romero de Terreros, cuatro de ellos cargaron en hombros el ataúd que llevaba en la tapa el espadín, sombrero y bastón del caballerito.

El féretro se veló toda la noche y al día siguiente acompañaron a los familiares los representantes de las órdenes religiosas, entre ellos los de San Hipólito, betlemitas, los de San Juan de Dios, jesuitas, mercedarios, carmelitas, agustinos, dieguinos y franciscanos, quienes entonaron el salmo Laudate pueri dominum, según señala Romero de Terreros. También estuvieron en el entierro los más altos dignatarios de los barrios de San Juan y Santiago, el deán, el arzobispo, los miembros del cabildo, la Real Audiencia, los tribunales del Protomedicato y el Consulado, así como representantes de la Real Universidad, contadores de tributos y alcabalas, fiscales, oidores y los de la Real Sala del Crimen, entre otros.

Romero de Terreros apunta que el caballerito fue llevado a la iglesia del convento dominico para su entierro y que, como último adiós, se expuso “el cadáver sobre un túmulo de cinco cuerpos con colgaduras de damasco carmesí y galones de oro, a los que alumbraban cien cirios de ‘cera de Castilla’; duraron las honras fúnebres más de dos horas, y al ser sepultado […] tañeron las campanas de todos los templos y se hicieron prolongadas salvas de artillería”.

Un último recuerdo

Como testimonio de la muerte del pequeño Agustín existe un interesante retrato póstumo: el óleo sobre lienzo titulado Caballerito Ahumada, el cual abre este artículo y forma parte del acervo del Museo Soumaya.

El infante está representado con la mirada perdida, recostado sobre un lujoso lecho de terciopelo azul con detalles en hilos de oro y plata, y rematado con finos encajes. Los niños difuntos eran considerados “angelitos” y los vestían como un santo o advocación religiosa, por lo que se puede observar a Agustín como un pequeño Jesús, semidesnudo y ataviado con un elegante cendal adornado con joyas y esmeraldas. Es de llamar la atención que en cada uno de los dedos de su mano tiene anillos de oro y en su muñeca y cuello luce preciosas perlas.

La escena está enmarcada por cortinajes de terciopelo y en la esquina inferior derecha se observa a su niñera en posición orante, acompañando los últimos momentos de su querido niño. Algunos de estos retratos eran expuestos en adoratorios de las capillas domésticas, espacios adecuados para retirarse a rezar por el alma de los difuntos y así consolar el corazón de sus familias.

Al final, el virrey márques de las Amarillas solo pudo gobernar durante cinco años; a paso lento empezó a enfermar, por lo que en varias ocasiones se refugió en Cuernavaca, para que la calidez del clima apaciguara sus dolencias. Falleció el 5 de febrero de 1760 y dejó a la marquesa en una situación económica muy crítica, por lo que tuvo que pedir ayuda al arzobispo Manuel Rubio y Salinas para regresar a España, donde moriría el 10 de diciembre de 1791.

 

Este artículo se publicó en Relatos e Historias en Mexico número 137:

“Masacre de chinos. Racismo en Torreón, 1911”. Versión impresa.

“Masacre de chinos. Racismo en Torreón, 1911”. Versión digital.