Al asumir el cargo de virrey de la Nueva España el 20 de septiembre de 1816, el teniente general Juan Ruiz de Apodaca tomó posesión de un territorio que se encontraba en plena guerra intestina con miles de muertos a su paso. Era natural que la población de la ciudad de México fijara su atención en él y esperara expectante sus primeras disposiciones. En los iniciales días, no se observó otra cosa que la aplicación de algunas medidas económicas y visitas a los cuarteles, hasta que el 5 de noviembre apareció impreso su primer bando: ¡una prohibición para volar papalotes en la ciudad!
La vida pendía de un hilo en esos tiempos aciagos, las guerrillas insurgentes no dejaban de multiplicarse por el territorio novohispano y “el haber sido ésta la primera providencia del virrey –apuntaría Lucas Alamán–, echó cierto ridículo sobre su gobierno, que se conservó mientras éste duró”. Aún hoy no ha dejado de considerarse entre algunos autores como una prohibición absurda, ridícula o descabellada; pero, en descargo de esa decisión, cabe decir que cinco virreyes anteriores a él habían dispuesto la misma restricción.
La cometa o papalote
Fue una invención de origen chino que pasó al continente europeo hacia el siglo XII aproximadamente. Conocido como cometa, adoptó otras nominaciones y en tierras novohispanas fue llamado papalote; se dice que el término proviene de la palabra de origen náhuatl papalotl, que significa mariposa.
El Diccionario enciclopédico de la lengua castellana lo registra por primera vez en 1895, aunque es posible que papalote sea una alteración de papacote (usado en Cuba y República Dominicana desde el siglo XVIII), término que se encuentra en el mismo diccionario a partir de 1780 como sinónimo de cometa. También podría derivar del término papelote, usado en España, donde también empleaban los nombres de panderos, sierpes, armazones y otros para denominarlo.
Divertimento europeo del siglo XVII
No obstante que el uso de la cometa posee registros en Europa desde el siglo XII, inicialmente tuvo un uso científico y militar, hasta que se popularizó como pasatiempo entre los niños a mediados del siglo XVII; es por ello que no lo encontramos como juego infantil en la obra Juegos de niños (1560), del pintor holandés Pieter Bruegel el Viejo, un óleo sobre tabla donde se identificaron 84 juegos distintos.
Sería el artista francés Jacques Stella (1596-1657), pintor oficial del rey Luis XIII, uno de los primeros en mostrar la cometa como un juego para niños en su obra Los juegos y placeres de los niños, donde realizó 52 dibujos que a su muerte fueron grabados e impresos por su sobrina Claudine Bouzonnet-Stella (1636-1697). Cada grabado fue acompañado de un verso y el cerf volant o cometa dice así:
El otro con su cometa
La corriente es un aliento
Para dar un juguete de viento.
Volar la cometa era una diversión que no podía faltar a los niños europeos en sus paseos y días de campo. Ya en el siglo XVIII circulaba la reimpresión de una hoja volante atribuida a la grabadora francesa Claudine, donde aparecieron en 48 viñetas los distintos juegos de los niños, incluida la cometa.
Volar papalotes: una diversión peligrosa
En la Nueva España de mediados del siglo XVII, el juego de la cometa también tuvo una fuerte difusión entre los menores. Solo dos cosas cambiaban con respecto al Viejo Mundo: el juego adoptó el nombre de papalote y se jugaba en la ciudad, siendo sus calles y azoteas el lugar preferido para volarlos, lo que convirtió a los espacios urbanos en sitios inseguros para los niños; contrario a Europa, donde era una diversión propia del campo.
En aquel tiempo, la ciudad siempre amenazaba la vida infantil y los peligros a los que se exponían fueron catalogados por la historiadora Dorothy Tanck de Estrada bajo la letra C: calles, caballos, coches, carruajes, caídas y cometas.
En el Diario de sucesos notables (1665-1703), de Antonio de Robles, se asentaron los primeros decesos infantiles documentados por el juego. La breve lista la inicia un mulatillo que volaba su papalote en la azotea de la casa del Dr. Juan Millán de Poblete, prebendado de la catedral de México, un miércoles 18 de octubre de 1684, y se mató al caer de ella.
Tiempo después, el 29 de noviembre de 1700, un niño de doce años, criado del señor provisor, cayó de la azotea por correr tras un papalote “y siendo la altura de más de cinco o seis estados, no se lastimó”. Un estado corresponde a la estatura regular de un hombre (1.65 metros), por lo que seis estados serían casi diez metros.
No tendría la misma suerte el gachupín Martín de Ganza, asistente del encomendero Juan de Basoco, pues en la casa de este último, situada en la calle de los Cordobanes (hoy Donceles), se cayó de la azotea al andar “tras un papalote” el 18 de diciembre de 1701. Sobrevivió, pero una semana después moriría por la caída y fue enterrado casi al anochecer del lunes 26 de diciembre en la iglesia de San Francisco.
Las prohibiciones
Los accidentes infantiles ocasionados por el juego del papalote se incrementaron en la segunda mitad del siglo XVIII, o al menos fue en ese periodo cuando la autoridad virreinal se preocupó por las muertes debidas al juego. Al notar que la vida de los infantes pendía de un hilo, los virreyes comenzaron a emitir bandos en los que prohibían volarlos.
El primero fue del virrey Antonio María Bucareli y Ursúa en 26 de octubre de 1774; en él hace una vaga referencia a la introducción del papalote “de tiempo a esta parte”, un juego donde no solo participaban niños sino “gente ociosa” (entiéndase adultos) que los elevaban “desde las azoteas, balcones y albarradas, de que han resultado riñas, heridas, muertes y otras muchas desgracias”. El bando fue letra muerta… y los niños seguían muriendo.
¡Qué distinto era en España! Allá el juego era una distracción para niños y adultos; basta notarlo en el óleo La cometa, pintado por Francisco Goya en 1778: ahí, unos majos en el campo están volando una que, por cierto, tiene un sol. Mientras en Europa la cometa era una diversión, en la Nueva España era una tragedia.
Por veinte años dejó de tocarse el punto, hasta que una nueva serie de accidentes mortales ocurridos durante noviembre de 1797 orilló al virrey Miguel de la Grúa Talamanca y Branciforte, en calidad de “tutor público” y ante la indiferencia de los padres de familia por permitir “la subida de los niños y jóvenes a las azoteas”, a prohibir el “pueril entretenimiento” después de conocer las noticias de “la pérdida de unas personas que podrían ser útiles al Estado y el triste dolor de las familias privadas de sus esperanzas por el necio consentimiento de una diversión tan frívola como arriesgada”.
Era en la estación otoñal cuando ocurrían con mayor frecuencia las desventuras, por lo que no era casual la promulgación de los bandos en esa temporada. De los seis conocidos, dos fueron emitidos en octubre y cuatro en noviembre.
Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "¡Prohibido volar papalotes!" del autor Enrique Tovar Esquivel, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 104.