Diego Colón, hijo del Almirante de la Mar Océana, requería trabajadores para sus dominios como gobernador de las Antillas, y el comercio de esclavos no era lo suficientemente desarrollado para traerlos de las ignotas tierras de África. Así que Diego determinó mandar a Juan de Valdivia a Panamá para que le consiguiera los brazos necesarios para incrementar su riqueza. Pero en esos rumbos selváticos y agrestes todos querían ser jefes y más pronto que tarde Juan de Valdivia y Vasco Núñez de Balboa, tuvieron disputas por el mando. Valdivia mandó a Diego de Nicuesa con rumbo a la isla del Almirante Colón sin saber que un temporal perdería a la nao Santa Lucía, donde iban también, Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, que junto a nueve personas más, llegarían —primeros náufragos de América— a cabo Catoche, al norte de la península de Yucatán. Esta es su historia.
El hijo de Cristóbal Colón, Diego, era ya el gobernador de las Antillas en 1511 y tenía residencia en La Española (Santo Domingo). Había enviado a Juan de Valdivia al Darién, en Panamá, con objeto de colonizar y apresar a los nativos para enviarlos al trabajo en sus dominios. Pero las condiciones de vida en esa costa eran más que precarias por la escasez de alimentos para saciar a la tropa y el entorno hostil en convivencia con los nativos que conformaban un conglomerado extraño y selvático. Pronto empezaron las rivalidades y Valdivia peleó con Vasco Núñez de Balboa, otro navegante con ínfulas de colonizador.
La disputa se agudizó al punto en que Diego de Nicuesa, del bando del primero, se embarcó rumbo a la isla del Almirante Colón, el 15 de marzo de aquel año, para dar un informe sobre el caso y buscar solución. Iban en la nao Santa Lucía, entre otros, Jerónimo de Aguilar, seminarista de Ecija, y el marinero Gonzalo Guerrero, de Palos, aunque algunos dicen que era extremeño y hombre de armas y letras. Pero a una jornada de navegación sobrevino un violento temporal que no cesó en siete días llevando a la embarcación a la deriva entre las oscuras cimas de la mar enfurecida.
El aguacero duró hasta el mediodía del 22 de marzo y la Santa Lucía encalló en unos escollos y quedó escorada sobre la banda del estribor, se partió el palo de la banda y el de la batayola. Murió un marinero en el desastre. No quedó alternativa sino soltar la barcaza del estribor donde se apretujó una veintena de hombres desesperados, entre ellos Nicuesa, Aguilar y Guerrero. Lograron rescatar una barrica de agua (una arroba) y un cubo lleno de carne salada. Unos saltaron desde la borda y fueron a nado hasta la lancha. Y con ruin aparejo de remos entraron en una neblina espesa y no vieron más la nao olvidada, que crujía y amenazaba con desfondarse. Dieciocho hombres y dos mujeres sin pan ni agua, de los cuales murieron siete en poco tiempo y el resto bebía lo que orinaba. Arrastrados mar adentro, tropezaron con piedras no visibles en la bruma cerrada, el agua entraba por la proa que cada vez era golpeada por fuertes olas. Una mañana después de la pesadilla abrió el día y pegó fuertemente el sol. Un enfermo de tabardillo impresionaba, con vómitos y diarrea que lo obligaba a quedarse al borde de la popa. Hacia las tres de la tarde golpeó una gran ola y otro hombre, un tal Ángel de Santa Cruz, cayó al agua y fue despedazado por los peces carniceros o tiburones.
Juan Sánchez de Albornoz en la borda junto a los remos, acurrucado con la cara metida entre los brazos por encima de las rodillas, aunque parecía descansar, estaba muerto. Ya estaba engarrotado cuando lo descubrieron y así lo tiraron al agua donde se hundió lentamente. Jerónimo de Aguilar por desesperación, intentó suicidarse con una espada pero se lo impidieron.
Al octavo día, vieron una gran mancha en el horizonte y pensaron que eran nubes. Por la madrugada había entrado un viento muy fuerte de sotavento y cuando amaneció, limpio y claro el día, por fin, vieron la tierra. Estaban frente al cabo Catoche en el septentrión de la península de Yucatán.
Los sobrevivientes cayeron desmayados en la arena de la playa. Cuando despertaron estaban rodeados de gente muy extraña: ricamente emplumados, embadurnados los rostros de almagre y chapopote, con flechas y arcos, rodelas de algodón trenzado fuertemente, taparrabos y sandalias, con lanzas en ristre y hablando una lengua dura y golpeada. Pronto los apresaron y los condujeron por una vereda entre la selva hasta dar con un claro donde se extendía una arcaica ciudad con templos piramidales, plazas y casas de piedra con altos techos de pencas cocoteras. La sorpresa terminó por despertarlos por completo entre el clamor inaudito de una multitud excitada que abarrotaba calles y plazas ante su llegada.
Los desnudaron y los untaron por completo con pintura vegetal azul intenso y los empezaron a sacar uno por uno de la cárcel que les hubiera sido improvisada en un cuarto frente a la plaza y la pirámide. Desde ese cuarto vieron cómo subían lentamente a sus compañeros hasta la cúpula del templo y allí a la intemperie los acostaban sobre una piedra triangular para herirlos con la descarga definitiva de un cuchillo de pedernal. Cuatro sacerdotes embijados de negro y de cabelleras enmarañadas los sujetaban por pies y manos, un conjunto de gente ataviada con bizarría rodeaba la escena y subía un clamor ancestral de voces anhelantes entre el hilo agudo del sonido de chirimías y el rencor profundo de grandes caracoles y tunkules o tambores de madera.
La ceremonia duró horas, hasta entrada la noche y Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero (no así el capitán Diego de Nicuesa) se salvaron de ella, aunque los dejaron encarcelados en el cuarto y vigilados por guardias para la próxima ocasión. Pero lo entrevisto durante la tarde los había llenado de espanto y para ellos cualquier otra suerte era preferible, por eso decidieron intentar la fuga actuando en total silencio y calculando que los guardianes de la entrada se hubieran relajado en la noche intensa. Ayudándose entre sí, lograron escalar un muro interior y alcanzar el techo de paja por un ángulo posterior. Y con mucho esfuerzo y sigilo lograron perforar y escapar por la selva en sentido opuesto al camino.
Corrieron cautelosamente durante la noche y en el día descansaron ocultos en el hueco de un gran árbol, y así anduvieron muchas jornadas hasta que escucharon que los perseguían. Por eso decidieron separarse y atenerse a su suerte.
Aguilar cayó en manos de una cuadrilla que rondaba y fue conducido hasta un pueblo al sur de Catoche y al oeste de Isla Mujeres. Guerrero continuó la huida durante muchos días más comiendo frutos, plantas y raíces por el camino hasta que llegó a un gran pueblo en el sur de la península: la vieja Chacte’mal (Chetumal) que los arquéologos de hoy nombran Ox-tankah. Ahí lo recibió el halach uinic o cacique llamado Ah Nachan Kan Xiu, admirado de un ser tan extraño.
Los náufragos sobrevivieron ocho años y más hasta que en 1519 llegó Hernán Cortés a Cozumel y envió a un pelotón a rescatarlos. El ex seminarista Aguilar volvió solícito y se postró vestido de maya e irreconocible ante sus coterráneos que llegaron a salvarlo. Estaba rapado como esclavo y en un morral conservaba algunas viejas hojas curtidas de una Biblia. Gonzalo Guerrero en cambio decidió permanecer entre los mayas.
Habían corrido una suerte distinta durante esos largos años. El cacique del pueblo de Aguilar, extrañado de los hábitos y del celibato del joven lo había tomado a su servicio doméstico donde cuidaba a sus mujeres, cortaba y acarreaba la leña del bosque. Ah Nachan Kan Xiu en cambio pronto notó las muchas habilidades desconocidas del marinero de Palos. En la pesca, en la marinería, en la carpintería y en otros usos. Lo tomó a su cargo para adiestrar en artes de guerra distintos pero eficaces, a su heredero. Y terminó casándolo con su hija mayor Ixpilotzama “la noble avizorante” de linaje de Cozumel.
Jerónimo de Aguilar se convirtió en la llave lingüística que permitió a Hernán Cortés comunicarse en todo el mundo maya. Y después, con la intervención de la Malinche en Chalchiuhcuecan (Veracruz), con todo el mundo nahua y por ende con toda Mesoamérica.
Gonzalo Guerrero en cambio procreó tres hijos con su mujer maya iniciándose así el mestizaje de toda esta parte del continente. Se tatuó, se horadó, se peinó y se vistió a la usanza local, consintiendo las costumbres y la religión maya, peleando al lado de los guerreros y en ocasiones dirigiendo combates contra los propios españoles.
La importante saga de estos náufragos del inicio del siglo de la Conquista moldeó los primeros avatares de la historia mexicana, las formas de interrelación de dos mundos completamente desconocidos entre sí. Uno, Aguilar, conservó sus costumbres aun a costa de la esclavitud, la convicción de evangelización de los nativos, la decisión de dominación de todo el ámbito recién descubierto. El otro, Guerrero, se integró por completo a una de las grandes culturas mesoamericanas, dio pie al gran fenómeno del mestizaje y peleó incluso contra los suyos –tal vez– con un oscuro afán de independencia.
El artículo “Náufagos en los albores de la historia mexicana” del autor Luis Barjau se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 4