Con la boyante industria minera de mediados del siglo XIX como fondo, este drama ambientado en Guanajuato refleja la belleza barroca de esta ciudad y el entorno natural que la rodea, así como algunos hábitos y costumbres de su gente.
Amalia de los Robles se sabe encantadora, vivaz. Tiene además el favor de su nana y numerosa servidumbre, así como de la aristocracia más influyente de la capital guanajuatense, quienes le suelen cumplir sus caprichos. Varios son los jóvenes descendientes de prósperas y adineradas familias que aspiran a matrimoniarse con ella, lo que despierta la maledicencia de otras. Y como las de su posición social, despliega sus habilidades artísticas frente a su lujoso piano, sea durante los eventos de los que es anfitriona, o en las tardes en las que goza del confortable silencio de su mansión, ubicada apenas a unos metros de la Basílica Colegiata de Nuestra Señora de Guanajuato.
Amalia también vestía lo más sofisticado de su tiempo: abanico en mano para facilitarse el fresco o como accesorio durante el sarao, sombrero amplio decorado con vistosas flores para protegerse del sol del Bajío, chal confeccionado con finas hechuras –quizá hilos de seda, plata u oro– cayendo sobre sus hombros para disimular el escote de su vestido, levantado de la cintura hasta los pies por un amplísimo miriñaque que pareciera que estorba más de lo que luce. Y cuando iba a la iglesia, el velo ocultaba sutilmente su cabellera. Bugambilia la llamaron los poetas que la cortejaban, incluso el abogado Luis Felipe. Y también fue la Bugambilia de Ricardo Rojas, el enamorado que finalmente logró conquistar a la solicitada joven y que además trabajara desde niño en las minas, aunque después probaría suerte como gallero.
Marco Villa. Historiador.
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¡Vamos al cine! “Bugambilia”