El 15 de enero de 1846, Zachary Taylor recibía la orden de avanzar hacia la frontera mexicana con el ya conocido pretexto de defender la soberanía estadounidense de un inexistente ataque mexicano sobre Texas. En la capital de la República reinaba la más absoluta tranquilidad hasta que los reveses del Ejército del Norte culminaron con el despojo de la ciudad de Matamoros apenas el 18 de marzo. Entonces los rumores de mexicanos con heridas abiertas desmayándose de dolor, de madres arrastrando a sus hijos y ancianos huyendo de un salvaje enemigo, comenzó a tomar forma en la imaginación de una Ciudad de México que sin embargo todavía estaba muy distante del teatro de la guerra.
Con el paso de los días no solo se confirmó la caída de Matamoros, también Monterrey y Saltillo habían sucumbido ante el invasor, además de que Veracruz era acechada por la marina de las barras y las estrellas. El regreso del general Antonio López de Santa Anna de su exilio en Cuba esperanzó a Ciudad de México. Pocos se preguntaron cómo había logrado eludir el bloqueo estadounidense; lo importante es que el héroe necesitado estaba presente para defender al país.
Entusiasmada la sociedad, Ciudad de México se prestó para hacer los gastos pertinentes de la nueva campaña. Dinero, joyas, víveres, soldados. Allá va el renovado ejército mexicano. Lo que pocos ciudadanos entendieron es que enviaban a pobres reclutas mal equipados, peor comidos y vestidos a una campaña con un plan demasiado ambicioso para su desempeño.
El 27 de marzo de 1847 Veracruz se rendía ante la lluvia de fuego por parte de los marines que, de acuerdo con un teniente estadounidense, caían “probablemente en alguna casa a través el techo, estallando en una horrible explosión, destruyendo familias completas de mujeres y niñas. Lo cual es espantoso de solo pensarlo”.
Puebla era ocupada –ridículamente– rápido. En la Catedral Metropolitana ya se escuchaban las plegarias. Desgracia, terror, desaliento. Se veía por primera vez la llegada de amputados del frente de batalla. Carlos María de Bustamante indicaría que los sacerdotes salían de todos lados para cargar cruces y escapularios. Menos un fusil. El 9 de agosto, el célebre calendarista Abraham López indicaba que “no había un solo hombre que no se le conociera el deseo por salir al campo de batalla: la clase media y la infeliz corren a sus cuarteles a presentarse para defender a su patria; la clase rica y la aristocracia no hacen más que defender sus intereses y disponer su viaje para donde su pusilanimidad les sugiera. Los coches se ven salir en todas direcciones, los carros conducir muebles y, por último, el espanto se había apoderado de esta clase que por siempre ha deseado un príncipe extranjero”.
Los resignados al combate desfilaban por toda la ciudad hacia los puntos establecidos para su defensa. Había de todo, pues no toda la clase rica fue cobarde ni todo indigente demasiado enclenque para marchar. Resonaban los nombres de los viejos héroes nacionales junto a los ineptos actuales. La improvisación mexicana tenía que triunfar donde las fuerzas armadas más decentes que teníamos no habían podido.
El día 15 se celebra la última gran misa. Ramón Alcázar dirá de ella que fue pomposa y magnífica, con paramentos de oro y de tisú, y “en ese instante aparece el enemigo al frente: la generala se mezcla a la marcha, ¡Y ni una voz, ni un movimiento, interrumpe el acto religioso!”. Por la parte estadounidense, el teniente Daniel Harvey escribió al llegar a Tlalpan: “los malvados voluntarios habían cometido las tropelías usuales y el hermoso pueblo se encontraba casi abandonado. Tres hermosas muchachas sentadas en un balcón nos miraban pasar con calma y tal visión me gratificó, pues esperaba encontrarme pronto en un campo bañado de sangre”.