En el siglo XVIII novohispano, la Iglesia católica y el Estado influido por la Ilustración intentaron restringir las antiguas manifestaciones religiosas como las procesiones –en las que se tomaba a las imágenes como “cosas vivas”–, con el fin de promover una religiosidad individual, privada y con una racionalidad utilitarista.
La ideología de la Iglesia católica romana que trajeron los evangelizadores hispanos a esta parte del mundo impactó en la manera de concebir el cuerpo y la utilización de los sentidos por parte de la religión. Normalmente, cuando nos mencionan barroco pensamos en el estilo artístico cuya característica principal es el exceso de adornos, el “horror al vacío” en el espacio que se va a decorar. En este artículo se retomará tal palabra como un concepto que intenta caracterizar a la época iniciada en la segunda mitad del siglo XVI y finalizada aproximadamente en la primera mitad del XVIII.
La sensualidad del barroco
Algunos historiadores como Serge Gruzinski han sostenido que el término barroco implica una serie de prácticas culturales, como el uso de la imagen como “cosa viva” (por ejemplo, a algunas figuras religiosas se les ofrecía de comer y beber, además de que se les llevaba en procesión acompañada de cohetes e incienso); la realización de representaciones teatrales; una determinada utilización del espacio sagrado, e incluso la permisividad de sincretismos con tal de que el indígena abrazara la nueva fe, aunque no la comprendiera del todo.
En este sentido, el nombramiento de Alonso de Montúfar como arzobispo de México en 1551 significó el comienzo de la cultura barroca, ya que él permitió y promovió el culto a imágenes en sitios donde antaño se veneraba a dioses indígenas. A partir de entonces, se dio más importancia a la forma en que se presentaron los dogmas que a la comprensión de estos; se permitió el uso de lo que podríamos llamar escenografías y puestas en escena en torno a la imagen: las luces, bailes y “efectos especiales” de todo tipo acompañaron a estas representaciones.
Primero los franciscanos y después los jesuitas fueron unos de los principales promotores de ese tipo de prácticas, aunque la Inquisición vigilaba que las imágenes no se salieran del canon católico. En resumen: la religiosidad durante el periodo barroco era altamente sensual, es decir, hacía un uso excesivo de los sentidos corporales.
La sobriedad de la Ilustración
En la segunda mitad del siglo XVIII, el mundo occidental comenzó a transformarse en todos los aspectos, situación que en el caso de la monarquía hispánica –para la época en cuestión encabezada por Carlos III y Carlos IV– se puede caracterizar principalmente por las denominadas Reformas borbónicas, que impulsaron cambios administrativos que permitieron una mayor centralización del poder y de los recursos económicos en manos del rey, lo que por cierto fue un antecedente de las luchas de independencia en América. En el fondo, se estaban gestando nuevos conceptos sociales, como el de “ciudadano”, que se convertiría en una noción central para la política de los siglos XIX y XX.
Por otro lado, el énfasis en la individualización de los intereses afectó socialmente en el sentido de que las corporaciones intentaron ser desplazadas. Las reformas en lo político y lo económico tuvieron su resonancia en lo religioso, ya que también se reflejaron en el ataque a las cofradías, a las cuales se intentó reducir. Por paradójico que parezca, el tipo de religiosidad propuesto por algunos arzobispos como Francisco Antonio de Lorenzana y, en menor medida, por su sucesor Alonso Núñez de Haro, resultaba armónico con el modelo político-social basado en el debilitamiento de las corporaciones y fortalecimiento del individuo.
Y es que los ataques a las cofradías –principalmente de indígenas–, las restricciones a las antiguas manifestaciones religiosas como procesiones, danzas, uso de cohetes, exageraciones al tocar las campanas y en general al uso de las imágenes como “cosas vivas”, estaban encaminados a promover una religiosidad individual, interna, privada y con una racionalidad utilitarista. De esta forma, la Iglesia católica, al igual que el Estado ilustrado, intentó modificar algunas prácticas y sensibilidades de los novohispanos.
El cuerpo y los sentidos
La Ilustración fue una etapa de reajustes en todos los aspectos: económico, político y principalmente cultural. En términos prácticos, el comienzo de este periodo en la mitra novohispana lo podríamos marcar con el gobierno eclesiástico de Antonio de Lorenzana (arzobispo de México entre 1766 y 1771), lo que continuó con sus sucesores Alonso Núñez de Haro y Peralta (1772-1800), Francisco Javier Lizana y Beaumont (1802-1815) y Pedro José de Fonte y Hernández Miravete (1815-1837).
La característica principal de esta religiosidad que se trató de implementar a partir de la segunda mitad del siglo XVIII fue que impulsó un uso diferente de los sentidos corporales en la liturgia, pues, a diferencia del barroco, puso en el centro la racionalidad e interiorización de los dogmas. En consecuencia, pretendía hacer menos alarde de las representaciones y festividades para que el católico viviera su fe mediante el entendimiento de la doctrina y la asistencia a la iglesia, sin necesidad de procesiones, campanadas, fiestas o cohetes. Claro que el trasfondo de ello era que los indígenas dispendiaran menos recursos económicos en festividades religiosas y borracheras.
Contra los malos olores
Las autoridades civiles y eclesiásticas de Ciudad de México también emprendieron una serie de reformas cuyo trasfondo era una sensibilidad nueva respecto a los olores, los sonidos e incluso los desechos. Como ejemplo de ello podemos citar que los virreyes Antonio María de Bucareli (1771-1779) y Juan Vicente de Güemes (1789-1794), conde de Revillagigedo, trataron de reorganizar el espacio citadino para que las basuras fueran depositadas allende las garitas y que los barrios de indios fueran lugares limpios.
Según la historiadora Marcela Dávalos, las teorías científicas en las que se apoyaron sostenían que las enfermedades se transmitían por miasmas contenidos en el aire y el agua contaminados y malolientes. Por su parte, la investigadora Alba Dolores Morales Cosme relata que, en ese contexto, el clérigo José Antonio de Alzate diseñó unos carros para recolectar la basura en Ciudad de México que tenían un sistema de serones o recipientes removibles que hacía más manejables los desechos. Cabe mencionar que el arzobispo Lorenzana apoyó ampliamente los proyectos científicos de Alzate.
“¿Por qué ya no doblan las campanas?”
Además del olfato, otro de los sentidos cuyas sensibilidades se intentaron modificar en el periodo ilustrado fue el oído, el cual también ha sido estudiado por Marcela Dávalos, quien sostiene que a finales del siglo XVIII el sonido de las campanas fue reglamentado por el arzobispo Lorenzana porque su constante “cantar” empezaba a resultar molesto para ciertos sectores de la sociedad, de modo que se intentaron establecer horarios y condiciones para tocar las campanas de las iglesias. Cabe aclarar que esta reglamentación no era algo nuevo, ya que desde la reforma de Cluny, de inicios del siglo X, en buena parte de Europa se había ordenado el día por medio de las campanadas.
El Cuaderno de campanas, encontrado en el Archivo Histórico de la Ciudad de México y fechado en 1775, posterior al gobierno de Lorenzana, fue un manual para los campaneros que, lejos de un silenciamiento, muestra una obsesión por el sonido, pues indica la forma, las veces y los días en que debía tocarse. Este documento también puede ser una muestra del desacuerdo entre la propuesta de unos cuantos ilustrados y la práctica, o de que tal vez la innovación del reglamento de Lorenzana y de los arzobispos ilustrados en general consistió en reglamentar el ritual y no tanto en restringirlo.
Lo cierto es que el uso de las campanas estuvo reglamentado en la última etapa de la Colonia. Así lo demuestra un texto que contiene varias diligencias despachadas por la Secretaría del Arzobispado de México en 1818, en el que se piden varios permisos a esta instancia para poder repicar las campanas durante las festividades de diversos santos. Por lo general, esos permisos eran concedidos con la especificación de que el repique no debía hacerse por las noches, lo que nos habla de que era común que las campanas sonaran constantemente de día y de noche.
Según relata Dávalos, para el arzobispo Lorenzana el modelo a seguir “era el cristianismo primitivo; había que abstenerse de fanatismos y tolerancias festivas innecesarias, entre las cuales incluía el abundante número de veces que chocaban los metales; todo eso, decía, sirve de pretexto para que los feligreses pierdan el sentido real de la religión”.
Dicha propuesta continuó entre los sucesores de Lorenzana. Muestra de ello es la noticia que tenemos –gracias a un documento encontrado también en el Archivo Histórico de la Ciudad de México– de que, en octubre de 1791, el arzobispo Núñez de Haro promulgó un edicto con el cual deseaba “cortar el inmoderado uso de las campanas que se notaba en esta capital”, por lo que mandó que solo subieran a tocarlas las personas autorizadas.
Posteriormente, en un documento de aproximadamente 1800 que contiene una oración con motivo de la fundación de la tercera orden de los servitas, se mandó hacer una procesión “en la que se encarga no haya cohetes, ni ruedas, ni castillos, ni bombas, sino que se pongan colgaduras en los balcones, y puertas de las Calles por donde pasa la dicha Procesión, y se iluminen las dos noches de los días 12 y 13”.
La historia del cuerpo
¿Qué cosas merecen ser contadas por la Historia? Hasta antes de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se creía que solo los grandes hechos políticos y las hazañas de las guerras eran susceptibles de ser incluidos en el relato de la historia de la humanidad. Sin embargo, el drama de tal conflicto, que según el historiador Eric Hobsbawm dejó 54 millones de muertos, impactó en todos los aspectos, replanteando prácticas y mentalidades en diversos niveles. La Historia no fue ajena a dicha crisis, lo cual se vio reflejado en el surgimiento de corrientes como la Escuela de los Annales en Francia, que propusieron nuevos enfoques y temas. En este contexto también surgió la historia del cuerpo, que sirve de marco para este artículo.
Este tipo de historia parte del supuesto de que el cuerpo es un objeto modificable por la acción del ser humano, como consecuencia de cambios políticos, religiosos y culturales. Dichas modificaciones en las diferentes culturas y sociedades han quedado registradas en diversos testimonios no solo escritos, sino de otra índole, como obras de arte y piezas arqueológicas.
Otra vertiente de la historia del cuerpo es el estudio de la forma en que ha cambiado la percepción del mismo. En este aspecto resultan dignas de mención las posturas religiosas en relación con él, como la dicotomía cuerpo-alma planteada por el catolicismo.
El cuerpo según Santo Tomás de Aquino
En la Suma teológica, Santo Tomás de Aquino, en el siglo XII, hizo una adaptación de la filosofía griega (principalmente de Aristóteles) a la doctrina católica y sentó las bases de la ideología de esta religión que prevalece hasta nuestros días. Allí afirmó la separación entre cuerpo y alma, considerando al primero frágil frente al pecado y las tentaciones del mundo, mientras que la segunda era la parte humana, no material, que podría llegar a la salvación eterna. De este modo, la vida corporal era solo una etapa transitoria y llena de pruebas que el ser humano debía sortear para llegar al cielo.
Esta forma de ver al cuerpo impactó en las prácticas culturales de gran parte de la humanidad que, hasta antes de la Reforma protestante, profesaba el cristianismo de manera uniforme en Europa y partes de Asia y África. Dicho cisma, llevado a cabo por Martín Lutero y sus sucesores en la primera mitad del siglo XVI, dividiría al cristianismo, marcando posturas diferentes respecto a prácticas religiosas y la salvación del alma.