El ambiente de la estación de trenes capitalina de Buenavista, cuya perfecta simetría se mezcla esta vez con un frío y desolador ambiente, recibe a la bella Luisa, que por la expresión de su seño parece tener más miedo que ganas de abrazarse a la esperanza de una vida próspera. Y así, con el rechinar de las ruedas en sintonía con sus sigilosos pasos, la pueblerina pasa sus primeros instantes en la capital de aquel México de los años sesenta que ya crecía exponencialmente, tanto en infraestructura como en población y ambiciones de volverse una metrópoli de primer orden.
Interpretada por Pina Pellicer, Luisa va y viene del centro y poniente al sur de la ciudad: de la panadería de don Albino (Ignacio López Tarso), ubicada dentro de un gran centro comercial en la colonia Del Valle, a su precaria vivienda en una vecindad de Tacubaya que hasta hoy existe, a unos pasos del metro Juanacatlán, sobre avenida Jalisco. También, desde una céntrica habitación de azotea a la que después se muda, divisa la antigua embajada de Estados Unidos y el edificio del Moro de la Lotería Nacional. Ambos inmuebles flanqueaban la estatua ecuestre de Carlos IV, alzada en ese tiempo en la glorieta de la intersección de las avenidas Reforma, Bucareli y Juárez, y ya para entonces perdida entre el tránsito automovilístico. Y por las noches, penetra en su ventana el resplandor de la luminiscencia que enmarca los anuncios espectaculares de las marcas de moda.
En su trabajo –una panadería El Globo que se ubicaba por el rumbo de Universidad y Eje 8 Sur– vive ensimismada y a diario se muestra huraña con sus compañeras, quienes inquietas por su hermetismo la abordan con preguntas sobre su vida amorosa. Luisa anhela casarse, adora a los niños; fantasea, sueña… pero su soledad la desdibuja. “Necesito tanto que me quieran”, musita en algún momento.
Las cosas se complican cuando decide inventarse una relación con un tal Carlos, al punto de anunciar que se casará con él “en quince días”, justo cuando don Albino muestra interés en ella. Narra a todos que lo conoció fortuitamente, cuando él se detuvo para ayudarla a recuperar su zapatilla sobre Periférico –sin el tráfico de nuestros días ni su segundo piso–, a la altura de Tacubaya y con el templo de San José y el exconvento de San Diego de fondo, justo donde pasara el ferrocarril de Cuernavaca.
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