Del 9 al 18 de febrero se paralizaron las actividades cotidianas en Ciudad de México. Eran muy pocos los que intentaban huir, salir un momento a rezar un responso, tratar de obtener noticias –puesto que no circulaban los periódicos– o conseguir víveres. Desde el primer día de la asonada, Madero se instaló en Palacio Nacional, amenazado como prácticamente todo el centro de la capital.
Empieza la Decena Trágica
El 9 de febrero inició la asonada, que tangencialmente fue auspiciada por sectores muy diversos, desde periódicos antimaderistas hasta agentes diplomáticos, y llevada a cabo por los generales Manuel Mondragón, Félix Díaz y Bernardo Reyes; estos dos últimos desde la cárcel.
En la madrugada de ese día, tropas rebeldes del Colegio de Aspirantes de la Escuela Militar de San Fernando (Tlalpan), así como artilleros del 2º Regimiento de la guarnición de Tacubaya, tomaron Palacio Nacional, con poca resistencia, bajo el mando de Mondragón.
Al mismo tiempo, el licenciado Rodolfo Reyes se presentó muy temprano en la prisión militar de Santiago Tlatelolco, acompañado por tropas de sublevados y reclamando la liberación de su padre, el general Bernardo Reyes, quien se hallaba preso por el frustrado alzamiento contra Madero a finales de 1911. La violenta entrada en la cárcel provocó un motín y un incendio que causó una gran cantidad de muertos entre los reos.
Los sublevados, con Mondragón y Reyes a la cabeza, continuaron hacia la penitenciaría de Lecumberri. Con la enorme cantidad de soldados que los acompañaban, lograron la rendición de la guardia y la liberación de Félix Díaz, preso porque en octubre de 1912 se alzó contra Madero en el puerto de Veracruz y quien tomaría el mando de la rebelión.
Cuando empezaron estos sucesos, el intendente de Palacio Nacional, Adolfo Bassó, se comunicó con el ministro de Guerra, general Ángel García Peña, y con el comandante militar de la ciudad, general Lauro Villar, para organizar la defensa del recinto. García Peña y el diputado Gustavo A. Madero, hermano del presidente, fueron tomados prisioneros en los primeros minutos, pero el general Villar, con enorme bravura, al frente del 24º Batallón, a bayoneta calada y fuego abierto, recuperó Palacio antes del amanecer. El presidente fue informado de los sucesos en su residencia del Castillo de Chapultepec.
Desde que comenzaron a correr los rumores de un alzamiento, Gustavo Madero había tenido los ojos bien abiertos y la palabra pronta para defender al régimen y proteger a don Francisco, a quien le comunicó sus sospechas, pero nunca fue escuchado. Por ello, Gustavo había tomado cierta distancia de su hermano, al que defendía desde su posición en la Cámara de Diputados como jefe del Partido Constitucional Progresista. No parece que hicieran lo mismo los otros familiares que Madero había impuesto en el gobierno, como su tío Ernesto Madero, secretario de Hacienda, y su primo Rafael L. Hernández, encargado de Gobernación.
Tras recuperar Palacio Nacional, el general Lauro Villar colocó francotiradores a lo largo del recinto con el objeto de repeler la agresión de los alzados. Al presentarse estos, fueron recibidos con nutrido fuego de fusilería. Cuando el general Bernardo Reyes llegó a la Plaza Mayor, fue intimado a rendirse; sin embargo, abrió fuego y en la refriega cayó abatido por las tropas leales al gobierno. Ese trágico momento fue recordado después por su hijo, el gran escritor Alfonso Reyes, en la famosa Oración del 9 de febrero, donde llama a su padre “varón de siete llagas, sangre manando en la mitad del día”.
El fuego cruzado en el Zócalo también mató a conspiradores y a comerciantes, trabajadores y transeúntes, así como a otros civiles que salían de misa en la catedral.
De Chapultepec a Palacio Nacional
Los aspirantes de la escuela de Tlalpan que ocupaban la catedral depusieron las armas y quedaron a las órdenes del Supremo Gobierno; Félix Díaz y Mondragón tomaron rumbo hacia la Ciudadela con las tropas. El edificio que hoy es la Biblioteca de México lo ocupaban los Almacenes Generales de Artillería y la Fábrica de Armas; por tanto, los golpistas contaron con pertrechos suficientes.
Madero recibió las noticias en el Castillo de Chapultepec y marchó a Palacio Nacional para comandar la defensa. “No perdió su sangre fría ni su optimismo. Montado en un caballo de gran alzada y rodeado de jóvenes cadetes, volvía a ser el amado caudillo popular. La gente se sumaba a su comitiva, aclamándolo”, dice Fernando Benítez en su Historia de la Ciudad de México (1984).
Frente al que hoy es el Palacio Bellas Artes, casi en la esquina del actual Eje Central Lázaro Cárdenas, se escuchó un tiroteo de fusiles. Hubo algunos momentos de desorden y la guardia del mandatario lo obligó a refugiarse en un establecimiento comercial, el estudio de fotografía Daguerre. En una instantánea ya histórica se ve al presidente asomado en uno de los balcones de ese negocio, acompañado de Victoriano Huerta, Manuel Bonilla y Juan Sánchez Azcona, mientras se escuchaban los vítores y aclamaciones a su persona. Los revoltosos desaparecieron y la comitiva presidencial continuó su marcha por la avenida de San Francisco, llegando al fin a Palacio, sitio en el que poco después se les reunieron la mayor parte de los secretarios de Estado.
Huerta, el dueño de la situación
Al llegar al Zócalo, se encontraron todavía con cadáveres dispersos y caballos cuyos jinetes habían sido alcanzados por el fuego. Villar había sido herido en la refriega y Madero aceptó los servicios del general Victoriano Huerta para sustituirlo. En un consejo extraordinario se llegó a las resoluciones siguientes: suspender el servicio particular de telégrafos para el interior y el teléfono suburbano, así como llamar a las tropas bajo el mando del general Aureliano Blanquet, quien se encontraba en Toluca. Por su parte, el presidente decidió salir a Cuernavaca hacia las dos de la tarde para buscar al comandante de Morelos, su leal amigo el general Felipe Ángeles, con quien regresó al día siguiente.
Durante diez días no cesó el fuego de artillería entre la Ciudadela y las baterías leales del ejército. El rugido de las ametralladoras y los cañonazos persistió hasta el día 19 en el primer cuadro de la ciudad. Entonces Huerta, en contubernio con Félix Díaz, permitió a las tropas de este operar en la Ciudadela, mientras daba informes falsos a Madero, quien no quiso dar crédito a las advertencias al respecto de Gustavo y permitió al traidor continuar a cargo de su defensa. Esa confianza acabaría costándole la vida y la de su hermano.
Un denso olor a muerte
Las fuerzas leales al gobierno reportaron en esos días más de 5 500 bajas y los civiles muertos fueron innumerables. José Juan Tablada, cronista de la época, cuenta que en las noches brillaban hogueras en las que se quemaban cadáveres; el denso olor, la basura acumulada, la falta de energía eléctrica y de artículos de primera necesidad, así como los cuerpos sin vida que se encontraban por doquier volvieron a Ciudad de México un campo de batalla dantesco. La fotografía del hermoso Reloj Chino de la calle Bucareli, grotescamente destruido, da cuenta del desastre causado por el intenso cañoneo, así como de los edificios dañados. También el Zócalo presentaba un aspecto desolador, pues tanto el Palacio Nacional como el Municipal habían sufrido gravísimos daños. De hecho, el día 13 un explosivo cayó muy cerca de la Puerta Mariana del primer recinto, causando varias muertes.
Mientras se desarrollaban estos acontecimientos, los representantes de diversos países trataban de que se firmara un armisticio y fueran respetadas las vidas y propiedades de sus connacionales, pero los rebeldes estaban ciertos de que no cesarían las hostilidades hasta que renunciaran los mandatarios.
“Es usted mi prisionero”
Para el día 18, Huerta tenía muy bien pensada su estrategia: necesitaba apresar a Madero y al vicepresidente José María Pino Suárez; detener al suspicaz Gustavo Madero, así como a Felipe Ángeles, y por último, aprovechar las intenciones del embajador estadounidense Henry Lane Wilson en su propio beneficio. Sin tener que enfrentarlos cara a cara, logró que los dos máximos representantes del gobierno fueran hechos prisioneros. Para ello, el coronel Teodoro Jiménez Riveroll irrumpió en una reunión del mandatario con parte de su gabinete para aprehenderlo. Hubo intercambio de tiros en el que resultaron muertos Riveroll y el mayor Rafael Izquierdo a manos de Gustavo Garmendia, de la guardia presidencial.
El presidente buscó dirigirse a un lugar más seguro, pero cuando llegó al patio fue detenido por el general Aureliano Blanquet, quien pistola en mano le increpó: “Es usted mi prisionero”. Madero, sin perder la compostura, le respondió: “Es usted un traidor”. Blanquet, según los testigos, mortalmente pálido, se encargó de su detención. Al poco tiempo fue aprehendido Pino Suárez.
Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "Recuerdos del Zócalo (VI): “Días de sangre y fuego: el último conflicto armado en el centro de la capital y el derrocamiento del presidente Madero en 1913”, de las autoras Isabel Tovar de Teresa y Magdalena Mas, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 111.