La Cabeza de Juárez, un proyecto olvidado en la Ciudad de México

Francisco Miguel Ramírez Bautista

 

Siqueiros fue contratado por el gobierno del presidente Luis Echeverría para llevar a cabo el proyecto del monumento a Benito Juárez. Siqueiros murió el 6 de enero de 1974, lo que provocó que el gobierno abandonara el proyecto por un tiempo. Al final, la Cabeza de Juárez fue inaugurada el 21 de marzo de 1976, aunque con especificaciones distintas a las proyectadas por el muralista.

 

Al oriente de la metrópoli de México, una ancha y larga avenida con puentes vehiculares colgantes es la entrada desde la ciudad de Puebla. En el quinto puente se columbra un inmenso busto, en abandono y deteriorado, conocido como Cabeza de Juárez. Se construyó en los años setenta del siglo XX, sin saber quién fue su autor. Los intelectuales y críticos de arte lo han considerado un adefesio, como Carlos Monsiváis, quien lo catalogó como un “guillotinado por excelencia, horrible y terrible”.

En 2000, por impulso de los fundadores del Taller de Arte Ideología, se rescató el monumento, del que se destacó su mérito artístico y calidad arquitectónica y estructural. Intervino en ello el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), con el respaldo de autoridades de Iztapalapa del entonces Distrito Federal. Después de una investigación, se concluyó que era obra del escultor, ingeniero y pintor Luis Arenal, y del arquitecto Lorenzo Carrasco; ambos ya fallecidos.

Cuando supe del rescate del monumento envié una felicitación, diciendo que intervine en la obra y que su autor era David Alfaro Siqueiros. Se desató la polémica. Los formadores del Taller de Arte e Ideología y la viuda de Luis Arenal discreparon conmigo y tuve que mostrar planos, proyectos y fotografías, además de dar una plática en la Sala de Arte Público Siqueiros (en Tres Picos 29, en la colonia Polanco de la capital del país) para explicar cómo se había desarrollado la idea y el proyecto. En los planos decía:

Obra civil: Arquitectos Lorenzo Carrasco y Miguel Ramírez Bautista;

Escultura: Luis Arenal;

Pintura: David Alfaro Siqueiros.

La obra, de “integración plástica”, la contrató Siqueiros con la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT), con el respaldo del presidente Luis Echeverría Álvarez.

 

La integración plástica

El movimiento de integración plástica, relevante en México a la mitad del siglo XX, arranca del muralismo pictórico de los años veinte. Mientras estaba en Europa entre 1917 y 1918, Diego Rivera comparó a las grandes catedrales medievales con los antiguos templos y ruinas mesoamericanos de los mayas, toltecas y aztecas, y pensó “que la arquitectura, la escultura y la pintura, el labrado de la piedra y estucado, el artesanado y la talla de la madera, habían marchado en íntima camaradería unos con otros. La obra resultante fue auténticamente monumental, duradera y merecedora de perdurar”.

En noviembre de 1921, el ministro de Educación José Vasconcelos invitó a varios pintores a un viaje a Yucatán. Tras entrar en contacto con el mundo prehispánico, las ruinas de Uxmal y Chichén Itzá, además de las haciendas henequeneras, Rivera hizo una apología del arte mexicano público y solicitó un muro para hacer pinturas. Vasconcelos proporcionó muros interiores a varios pintores y surgió el muralismo mexicano.

En 1932 Rivera propuso: “La pintura monumental no tiene como objetivo adornar, sino extender en el tiempo y por el espacio la vida de la arquitectura”. David Alfaro Siqueiros, en el mismo año, planteó la importancia de la pintura exterior (ya no interior sobre muros viejos), de un muralismo en la calle, al aire libre y para las masas. Aparte, en mayo de 1944, en el mural Cuauhtémoc contra el mito, incluyó dos elementos volumétricos moldeados por su yerno Luis Arenal; la llamó escultopintura.

Más tarde, en la revista Espacios, dirigida por los arquitectos de la Escuela Nacional de Arquitectura de la UNAM, Guillermo Rossell de la Lama y Lorenzo Carrasco, Siqueiros planteó la necesidad de coordinarse entre arquitectos, pintores y escultores para realizar murales en construcciones nuevas y al exterior. Entonces le dirigió una carta al arquitecto Carlos Lazo para que tomara en cuenta a pintores y escultores en la construcción de Ciudad Universitaria. Lazo los incluyó, especialmente a Juan O’Gorman, Rivera y Siqueiros. La integración plástica estaba en curso.

Con Rossell y Carrasco, Siqueiros produjo el mural Velocidad (1953), como parte de la arquitectura de la Casa Chrysler. En esos años, las Torres de Satélite, del arquitecto Luis Barragán y el escultor Mathias Göeritz, también se convirtieron en una obra representativa de la integración plástica.

Para Carrasco, en ese movimiento, la arquitectura, la pintura figurativa y la escultura entablan una estrecha identificación creativa, más allá de la simple colaboración entre ellos. Es una fusión de talentos para la concepción y realización de obras que satisfagan necesidades urbanas y sociales.

 

El Polyforum

Por su ideología comunista, en 1960 Siqueiros fue enviado a prisión durante cuatro años y tres meses. En su encierro produjo “cuadros” que le eran repulsivos, como si fueran partes de un mural del futuro. Al ser liberado en julio de 1964, se entregó de nuevo a la pintura mural que tenía inconclusa, pero bullía en su mente creadora la realización de una obra suprema: La historia de la humanidad.

El magnate Manuel Suárez se enteró del proyecto de Siqueiros y propuso el Casino de la Selva en Cuernavaca para llevarlo a cabo. El maestro realizó preparativos y construyó La Tallera para tal efecto. Suárez comprendió la magnificencia de la obra y pensó en que la capital de la República sería la ciudad adecuada. El lugar elegido fue el jardín de la Lama, sobre avenida Insurgentes.

Siqueiros conjuntó arquitectos, ingenieros, urbanistas, pintores y escultores para producir una obra de integración plástica como recinto para la música, danza, eventos literarios y culturales. Asimismo, con docenas de ayudantes produjo La marcha de la humanidad en la Tierra hacia el cosmos: miseria y ciencia.

El presidente Luis Echeverría inauguró la obra en diciembre de 1971. La llamaron Polyforum Siqueiros. Como se esperaba, el recinto motivó encontradas opiniones a favor y en contra. A Siqueiros no le preocuparon estas críticas, pero lo que sí lo lastimó fue que dijeran que la obra contradecía su ideología.

 

El Año de Juárez

1972, centenario de la muerte del Benemérito de las Américas, fue declarado el Año de Juárez. Las autoridades del país planearon eventos y obras conmemorativas relevantes. La Secretaría de Comunicaciones y Transportes tenía dos predios enormes al oriente de la ciudad ocupados por la Central Radiotransmisora Miguel Alemán, donde había autorizado erigir colonias populares, reservándose el derecho de construir espacios culturales. Se propuso edificar allí una concha acústica, para lo cual el secretario Eugenio Méndez Docurro sugirió a Siqueiros para que realizara pinturas murales que refirió a Echeverría.

Siqueiros, enterado del proyecto, propuso un cambio: elaborar una estatua a don Benito Juárez. Planteó realizar un busto monumental, como inicio de un bulevar del arte que uniría las avenidas Ignacio Zaragoza y Ermita Iztapalapa, en los predios de la SCT. El presidente dio su anuencia. Para Siqueiros, era la oportunidad de una obra popular, de acuerdo con su ideología.

En el taller del escultor Federico Canessi, quien había trabajado para él con su cuñado Luis Arenal, hizo una maqueta del monumento. Arenal hizo el busto en yeso de Benito Juárez, según una pintura de Siqueiros realizada hacia 1956. La maqueta la presentaron a la SCT, cuyos técnicos opinaron que se hundiría en el terreno fangoso sin unos pilotes, lo que encarecería el proyecto.

Siqueiros consultó a Lorenzo Carrasco, de quien yo era socio. Este último me presentó el problema: un monumento de ocho por dieciséis metros que sostendría una cabeza de cinco metros de alto, erigido frente al Peñón del Marqués en un terreno fangoso, de tres toneladas de resistencia por metro cuadrado; me dijo que era urgente. Al día siguiente, resolví que una estructura de fierro con mantos de concreto armado de ocho centímetros y la cabeza de lámina flotarían en aquel terreno. En la tarde me dijo que nos contrataban. Era octubre de 1972.

Carrasco me presentó a Siqueiros, ¡de quien era el proyecto!, y al que acompañaba el escultor Luis Arenal. Explicamos cómo sería la estructura. Fue aprobada nuestra propuesta. Todos se fueron, me quedé solo y medí la maqueta.

 

El diseño de Siqueiros

Los terrenos de la SCT eran enormes; sus planos indicaban que eran dos lotes de 1,447 hectáreas. Casi cinco siglos antes, los invasores del ejército español habían cruzado por allí. El soldado de Hernán Cortés y cronista Bernal Díaz del Castillo rememoró así su paso por el lugar: “No me hartaba de mirar la diversidad de árboles y olores que cada uno tenían, los andenes llenos de rosas y flores, y muchos frutales y rosales de la tierra, y un estanque de agua dulce, y otra cosa de ver: que podían entrar en aquel vergel grandes canoas desde la laguna”.

Luego de cien años, ya en tiempos de la Nueva España, la laguna se desecó por recomendación de Enrico Martínez. Tres siglos después era un páramo: costras de terreno salitroso navegaban en un lodazal y remolinos de polvo insano se arrastraban sin estorbo, junto a los tiraderos de basura y los ecos de muchachos jugueteando los domingos en canchas de tierra, con el perfil del Peñón del Marqués todavía sin viviendas.

El sábado 28 de octubre de 1972, Siqueiros, las autoridades de la SCT y nosotros iniciamos la obra con los planos que hice en una semana. Iniciada la cimentación, nos llegó la orden de modificar treinta centímetros la estructura. Recordé las críticas a los técnicos del Polyforum que se adecuaban a las orientaciones de Siqueiros. Me molesté. Entonces lo vi llegar. Nos preguntó que en dónde podrían ubicarse los herreros de La Tallera que moldearían la cabeza y luego me interrogó sobre cómo iba la obra.

—Con retraso, por el cambio de treinta centímetros —le dije con molestia.

—Fue una instrucción mía —me dijo—. ¿Sabes de la sección áurea y del número de oro de los artistas renacentistas?

—Sí —le dije, desconcentrado.

Me pidió un papel. Dibujó un cuadrado de uno por uno y dos diagonales para trazar el número de oro (0.6180330989) que puso a ambos lados, diciendo: “el hueco del basamento y los apoyos”. Siguió dibujando con las medidas geométricas y luego delineó un círculo para la Cabeza de Juárez. Terminó –lo vi admirado– y me dijo:

—Olvídate de los milímetros y la exactitud de las medidas. Está la obra empezada.

Después hice dibujos del monumento para comprender lo que el maestro diseñó y nunca volví a reclamarle. Supe que era una obra de integración plástica en la que todos interveníamos a partir de una idea que él tenía para el pueblo mexicano.

Los herreros de La Tallera llegaron. Eran los hermanos Salgado Castrejón, Cruz Serrano y Andrés Cadena. Nos hicimos amigos y me regalaron unas esculturas de fierro al terminar. Luego hice un diseño del escenario que contaba con un circuito andador para admirar las pinturas que yo creía estaban trabajando en La Tallera. Les gustó a todos. Nos pidieron refuerzos de fierro en las esquinas, cuando ya estaba martelinada la superficie.

 

Abandono e inauguración

La última vez que vi a Siqueiros fue en la SCT. Le informé del adelanto:

—Maestro, la fabricación de la cabeza metálica está terminada, pero nosotros todavía no concluimos el basamento. La cabeza se está oxidando, creo que hay que protegerla cubriéndola.

—¡Déjala que se oxide! Con el óxido la pintaré y le daré el acabado. ¿No ves que don Benito Juárez tenía apariencia oxidada?

Me preguntó si tenía el proyecto del bulevar del arte y le respondí que todavía no. Había hecho un trazo que presenté a Carrasco, quien lo criticó con una pregunta: “¿No podías hacer más glorietas?”. Había utilizado un recurso del pasado y no rutas vehiculares modernas, elevadas.

Luego supe que Siqueiros estaba enfermo. La obra se suspendió y ya no nos entregaban recursos para continuar. El maestro murió el 6 de enero de 1974. El proyecto se abandonó. Dejamos un velador que luego retiramos. Se robaron las puertas, los muebles sanitarios, la electricidad y ¡hasta el alambre!

En 1975, hacia el final de la presidencia de Echeverría, el ingeniero Méndez Docurro nos convocó a una reunión para terminar el monumento y se pensaba en algunos pintores. En la reunión hizo una semblanza de la grandeza de Siqueiros y lamentó su muerte y el abandono del monumento. Pidió la palabra Luis Arenal y dijo que los discípulos y ayudantes de Siqueiros eran quienes podían terminarlo. Luego habló el arquitecto De Arcángelis, de la SCT, y lamentó que no hubiera un proyecto de la pintura. Entonces Arenal sacó un papel amarillo –creí que era un fólder con rayas– y lo mostró:

—¡Sí hay un proyecto! ¡Es este!

De Arcángelis vio aquellas rayas –asquerosas, como yo las veía, y diferentes al número de oro que Siqueiros diseñó– y exclamó:

—Esas rayas, ¿son el proyecto de la pintura mural?

—¡Para usted serán rayas! ¡Para nosotros son el proyecto pictórico del monumento!

El ingeniero Méndez Docurro terminó aquella discusión. Recomendó que fueran los ayudantes y discípulos de Siqueiros quienes terminaran el monumento. Nos sugirió que los apoyáramos. Presentamos presupuestos, pero nunca recibimos nada. De pronto recibí una reclamación por la subida indebida de la cabeza. Nos deslindamos. Dije que nosotros nada sabíamos.

El resultado fue infame: la Cabeza de Juárez finalmente se colocó sin el cuello, el cual tenía canales que la protegerían de los escurrimientos; en los hombros también le proyectamos bajadas pluviales. Después me encargaron que trazara la urbanización que realizaría la SCT…